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Tenía un enorme terreno, con una zona de secuoyas que formaban un bosque, un jardín de rosas que era una zona de particular encanto, una cocina exterior y tres piscinas conectadas entre sí por cascadas.

Jack todavía no sabía con certeza para quién estaba trabajando. Tim no había tenido tiempo de explicárselo, pues había salido apresuradamente a una reunión en Los Ángeles después de anunciarle que el trabajo era suyo. Sabía que se trataba de una Familia Real exiliada de un pequeño país de Ensopa situado entre Austria y Hungría, pero nunca había oído hablar de él. Tenían mucha gente a su servicio, la mayoría de ellos de su misma nacionalidad. Hasta entonces había visto a tres criadas, un cocinero, un mayordomo, dos jardineros y un chófer, más la dama de compañía en cuya habitación había irrumpido.

Al pensar en ella, su mirada se dirigió inmediatamente a la ventana iluminada por la que había entrado. El recuerdo de su cuerpo cálido y suave le vino a la memoria. Apartó rápidamente la imagen de su mente. Era peligrosamente atractiva y realmente sugerente, pero él no estaba en el mercado. Las relaciones con mujeres siempre acababan trayéndole problemas. Era un caso perdido. Así que tendría que mantenerse a distancia de aquella preciosidad. Y no debería de resultarle difícil. Tenía mucho trabajo que lo mantendría ocupado.

Al darse la vuelta con intención de regresar a su oficina, se topó con la misma mujer a la que había decidido evitar hacía un instante.

– ¡Vaya! -exclamó él y retrocedió, molesto consigo mismo por no haber oído que se aproximaba. Las cascadas camuflaban todo sonido. Ese era otro problema que tendría que solucionar.

– Hola -dijo ella-. Me imaginaba que podría encontrarte aquí.

Él frunció el ceño. No parecía particularmente feliz de verla. Era demasiado hermosa y llevaba la palabra «peligro» escrita en el rostro.

– Me estaba marchando.

– ¡Espera! Te he traído algo.

Él se volvió y miró lo que llevaba en las manos. Pero la oscuridad le impedía Ver de qué se trataba.

– Es un trozo de tarta de limón. Sé que nó has podido probarla.

El dudó. Pero pronto la tentación ganó a la precaución. El estómago le gruñía de hambre.

Total, un poco de tarta no podía hacer daño a nadie. No sin ciertos reparos, aceptó la oferta.

– Gracias-dijo él y la siguió hasta un banco que había cerca, y que estaba iluminado por el resplandor de las piscinas.

Los dos se sentaron y ella le dio un plato con un tenedor.

Tras el primer bocado, él sonrió complacido.

– Muchas gracias. Está deliciosa.

Ella le devolvió la sonrisa. Se alegraba de haber tomado la decisión de salir en su busca.

Se había pasado toda la cena lanzando miradas fugaces a través del ventanal del comedor, tratando de localizarlo en la amplitud del jardín.

En el momento en que su tía se había marchado a ver a una amiga que vivía en la misma calle, ella había puesto un trozo de tarta en el plato y había salido en su busca.

– Así que, al final, has decidido aceptar el trabajo -dijo ella.

– Tengo que comer y, por lo que veo, en esta casa se cocina muy bien.

Era cierto, la comida era uno de los pocos alicientes de vivir allí. Su tía siempre contrataba a los mejores chefs.

Uno de sus objetivos del verano era aprender a cocinar. Porque quizá fuera verdad que el mejor modo de llegar al corazón de un hombre fuera a través del estómago.

Miró al que tenía delante y sintió excitación.

Era tan atractivo, tan masculino… ¿Qué podría hacer para que se quedara con ella un rato después de haber terminado su postre? Tal vez debería iniciar una conversación.

– Cuéntame algo sobre ti. ¿Estás casado?

Él se metió un trozo de tarta en la boca y la miró. Aquella muchacha le parecía demasiado joven. Él jamás se había sentido joven.

Sabía que era un modo pesimista de vivir la vida. Pero tenía motivos. Se había pasado el tiempo esperando a que, de un momento a otro, un hacha cayera sobre su cabeza, a que empeoraran las cosas. Lo que generalmente ocurría.

En aquel preciso instante estaba suspendido de empleo y sueldo como detective de la brigada de policía, un trabajo que lo fascinaba. Había aceptado aquel puesto a la espera de ver qué le depararía el futuro.

No se quejaba. Se había buscado la suspensión. Había actuado según su particular criterio y volvería a hacerlo en las mismas circunstancias. Su instinto siempre lo llevaba a proteger a los demás, aun a riesgo de acabar mal. Tendría que aprender a no volver a hacerlo.

También tendría que ser cuidadoso para no empeorar las cosas en lo que a su suspensión se refería. Sin duda, flirtear con aquella mujer no era recomendable en aquel momento.

Por eso, la pregunta que acababa de hacerle le resultaba tremendamente incómoda.

– ¿Por qué quieres saber si estoy casado?

– Por nada en particular. Solo trataba de conversar.

– Conversar, ya… -no pudo evitarlo, el tono de su respuesta le provocó ganas de reírse-. Bueno, pues si quieres te hago un resumen de mi vida. Tengo treinta años, nací en San Diego y me crié en un montón de sitios. Estuve unos años en el ejército y luego me incorporé al cuerpo de policía. Estuve comprometido una vez, durante cinco minutos. Nunca me he casado y no tengo niños. Omitió que sus padres habían muerto en un accidente de tráfico cuando él era muy pequeño y que había sido trasladado de un lugar a otro, que había vivido con diferentes familiares, hasta que, finalmente, había terminado en un hogar de acogida para adolescentes problemáticos.

Aquella falta de raíces había hecho que, aún entonces, siguiera tratando de encontrar cual era su verdadera identidad.

– Guau, con toda esa información ya me siento como si te conociera de toda la vida.

Él le devolvió el plato con intención de levantarse, pero decidió que no quería ser maleducado. Que no le haría ningún mal dedicarle:unos minutos a su benefactora.

– Puede que tú me conozcas a mí, pero yo: no sé nada de ti.

Ella se volvió a dejar el plato a un lado del banco y pensó sobre lo que iba a decir. Aunque pronto averiguaría quién era, aprovecharía para mantener su anonimato un poco más. Odiaba el modo en que la gente cambiaba al descubrir que pertenecía a la realeza.

A veces habría deseado poder quitarse esa carga, pues, para ella, no había supuesto sino un motivo de soledad.

Desde la pérdida de sus padres, cuando era todavía un bebé, había vivido con sus tíos, alejada de sus hermanos, Marco, Garth y Damián. Los dos primeros habían sido criados con unos familiares en Arizona, mientras el tercero lo había hecho con otra tía, hermana gemela de su madre. Solo los había visto en ocasiones especíales. Durante un gran número de años había sido educada por una niñera. Le llevaban niños para que jugaran con ella, pero la situación resultaba siempre extraña. Con la edad escolar le llegó la esperanza de que su vida cambiara, de poder establecer relaciones. Pero tampoco había sido fácil entonces, pues iba siempre rodeada de guardaespaldas y cambiaba de escuela continuamente.

Siempre había soñado con que las cosas fueran diferentes con el matrimonio. Pero, a aquellas alturas, ya sabía que a lo más que podía aspirar era a casarse con alguien que resultara un buen compañero, alguien con quien compartir su vida. El amor verdadero jamás entraría en juego.

Pero Jack Santini no querría escuchar todo aquello.

– Mi vida no es muy interesante -dijo ella rápidamente-. Si quiéres te cuento algo sobre la Familia Real.

– Dime tu nombre.

Su nombre. Bueno, eso era fácil.

– Me llamo Karina.

– ¿Karina? ¿Simplemente?

– Simplemente.

– Todo el mundo tiene un apellido.

– Yo tengo demasiados. Te confundirían – se volvió hacia la piscina y observó el suave fluir del agua iluminada-. Íbamos a hablar de la familia que vive aquí. ¿No sientes curiosidad?