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– ¿Por qué? -preguntó ella, mientras él se ponía los pantalones grises del traje.

Darius se volvió para mirarla, a fin de poder disfrutar del juego de emociones que había en aquel rostro.

– Para tu crédito, eres hermosa y buena en la cama -le dijo, mientras se anudaba la corbata-, pero eres aburrida.

La rubia abrió la boca con asombro por un momento; luego estalló con furor.

– Eres una mierda.

Darius rió y tomó la chaqueta de su traje.

– No es cierto lo que dices -prosiguió ella, con un enfado que pronto cedería.

– Hablo en serio. Hemos terminado. Fue lindo por un tiempo, pero deseo tener un cambio.

– Y te crees que puedes usarme y luego tirarme por ahí como si fuera la colilla de un cigarrillo -le dijo, con la misma rabia que volvía a reflejarse en su expresión-. Se lo contaré a tu esposa, hijo de puta. Ahora mismo la llamaré.

Darius dejó de sonreír. La expresión de su rostro hizo que la rubia se apoyara contra la cabecera de la cama. Darius caminó lentamente hacia la cama, hasta detenerse junto a ella. La mujer se acurrucó y colocó sus manos arriba. Darius la observó por un momento, de la misma manera en que un biólogo estudiaría un espécimen en el portaobjeto de un microscopio. Luego la tomó de la muñeca y le retorció el brazo hasta que ella se inclinó hacia adelante, con la frente presionada contra las arrugadas sábanas.

Admiró la curva de aquel cuerpo, desde la columna hasta el delgado cuello, mientras ella se hincaba de dolor. Con la mano libre le recorrió las nalgas; luego aplicó mayor presión en la muñeca para hacer que el cuerpo se estremeciera. Le gustaba observarle los pechos cuando se balanceaban rápidamente mientras la zamarreaba para llamarle la atención.

– Déjame dejarte algo bien en claro -le dijo, con el mismo tono de voz que podría haber utilizado con un niño recalcitrante-. Jamás llamarás a mi esposa ni a mí. ¿Me comprendes?

– Sí -logró decir la rubia, mientras él le retorcía el brazo por detrás, empujándolo lentamente hacia uno de sus hombros.

– Ahora dime lo que jamás harás -le ordenó con calma, dejando de hacer presión por un momento y acariciando la curva de sus nalgas con la mano libre.

– No llamaré, Martin. Te lo juro -dijo llorando.

– ¿Por qué no llamarás a mi esposa ni me molestarás a mí? -le preguntó Darius, ejerciendo nuevamente presión sobre la muñeca.

La rubia, sin aliento, se retorció de dolor. Darius se esforzó por no reírse; luego bajó la presión para que ella pudiera contestar.

– No llamaré -repitió entre sollozos.

– Pero no me has dicho por qué -le respondió Darius con tono razonable.

– Porque tú me dijiste que no debería hacerlo. Haré lo que tú desees. Por favor, Martin, no me lastimes más.

Darius la soltó y la mujer se desplomó, sollozando desconsoladamente.

– Ésa es una buena respuesta. Una mejor aún sería que no harás nada que me moleste, ya que puedo causarte algo mucho peor que esto que acabo de hacer. Mucho, muchísimo peor.

Darius se arrodilló junto a su rostro y sacó su encendedor. Era de oro macizo, con una inscripción de su esposa. La anaranjada llama pasó ante los aterrorizados ojos de la rubia. Darius lo sostuvo cerca de ella para que pudiera sentir el calor.

– Mucho, muchísimo peor-repitió Darius. Luego apagó la llama y cruzó la habitación. La rubia rodó y quedó tendida con la sábana enroscada en las caderas, dejando al descubierto las piernas delgadas y la tersa espalda. Cada vez que sollozaba, se estremecían sus hombros.

Martin Darius la observó por el espejo mientras se ajustaba la corbata. Se preguntó si podría convencerla de que todo eso era una broma, para luego volver a someterla. Ese pensamiento trajo una sonrisa a sus labios delgados. Por un instante, jugó con la imagen de la mujer arrodillada ante él, tomándole el sexo con la boca, convencido de que deseaba que ella volviera a él. Sería todo un desafío hacerla ponerse de rodillas después del modo en que él había pisoteado su espíritu. Darius confiaba que podría hacerlo, pero tenía una reunión para atender.

– La habitación está pagada -dijo-. Puedes quedarte todo lo que desees.

– ¿Podemos hablar? Por favor, Martin -rogó la mujer, se sentó y se volvió en la cama de modo que sus tristes y pequeños pechos quedaron al descubierto, pero Darius ya estaba cerrando la puerta de la habitación.

Afuera el cielo tenía aspecto de mal agüero. Desde la costa, corrían nubes gruesas y oscuras. Darius abrió la puerta de su Ferrari color negro y desconectó la alarma. En pocos minutos, haría algo que aumentaría el dolor de la mujer. Algo exquisito que haría para ella imposible olvidarlo. Darius sonrió con anticipación, luego puso en marcha el vehículo y se alejó sin tener la más leve sospecha de que alguien lo estaba fotografiando desde la esquina del estacionamiento del hotel.

Martin Darius se dirigió a velocidad por el puente Marquam, hacia el centro de Portland. La copiosa lluvia mantenía las embarcaciones de placer alejadas del río Willamette, pero un barco-tanque íntegramente oxidado avanzaba por la tormenta hacia el puerto situado en la isla Swan. Del otro lado del río, se alzaba una mezcla arquitectónica de grises edificios funcionales y futuristas unidos por puentes aéreos, la extravagancia de Michael Grave, el edificio Portland posmoderno, el rascacielos de color rosado del U.S. Bank y tres casas históricas de tres pisos del siglo XIX. Darius había hecho una fortuna agregando alturas al ciclo de Portland y reconstruyendo zonas de la ciudad. Él cambiaba las calles de la misma manera en que un reportero gráfico comenzaba una historia de interés en las noticias de las cinco.

– Éste es Larry Prescott del Tribunal del condado de Multnomah que habla con Betsy Tannenbaum, la abogada de Andrea Hammermill, que acaba de ser sobreseída por el asesinato de su marido, el comisionado Sidney Hammermill.

– Betsy, ¿por qué cree que el jurado la declaró inocente?

– Creo que fue la decisión correcta después de que los miembros del jurado comprendieron cómo el maltrato físico afecta la mente de una mujer que recibe frecuentes golpizas y abusos, tal como es el caso de Andrea.

– Usted se ha mostrado crítica con la fiscalía desde el comienzo. ¿Cree que el caso se hubiera manejado de un modo diferente si el señor Hammermill no hubiese sido candidato a la intendencia?

– El hecho de que Sidney Hammermill fuera rico y muy activo en la política de Oregón puede haber influido en la decisión de la fiscalía.

– ¿Habría habido alguna diferencia si el fiscal de distrito Alan Page hubiera asignado una fiscal mujer en el caso?

– Podría haber sido así. Una mujer podría haber evaluado las pruebas de una forma más objetiva que un hombre, y por tanto tal vez habría declinado la demanda.

– Betsy, éste es el segundo sobreseimiento en un caso de asesinato al hacerse cargo de la defensa de una mujer golpeada. A comienzos de este año, ganó un veredicto de un millón do dólares contra un grupo antiaborto y la revista Time la colocó en la lista de una de las abogadas más promisorias de los Estados Unidos de Norteamérica. ¿Cómo está usted manejando esta nueva fama?

Hubo un momento de falta de aire. Cuando Betsy contestó, se oyó incómoda.

– Créame, Larry, estoy demasiado ocupada con mi profesión y mi hija para preocuparme acerca de algo que sea más presionante que mi próximo caso o la cena de esta noche.

El teléfono del automóvil sonó. Darius bajó el volumen de la radio. El motor del Ferrari ronroneó cuando se apartó del tránsito. Tomó el carril rápido y luego atendió al tercer llamado.