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– Señora Tannenbaum, usted deberá preguntarle al fiscal de distrito, Alan Page, sobre el caso. Me dijeron que todas las preguntas se las hicieran a él.

– ¿Dónde lo puedo encontrar?

– Me temo que no lo sé. Probablemente esté en su casa, pero no estoy autorizado a darle el número.

– ¿Qué clase de mierda es esto? -preguntó enfadado Darius.

– Cálmese, señor Darius -dijo Betsy-. La orden es legal y él puede hacer el allanamiento. Ahora no hay nada que podamos hacer. Si resulta que la declaración jurada no está bien, podremos suprimir cualquier evidencia que ellos encuentren.

– ¿Evidencia de qué? -exigió Darius-. Se rehusan decirme lo que están buscando.

– Martin-dijo la mujer vestida de negro, colocando una mano sobre su antebrazo-, déjalos buscar. Por favor. Quiero que se vayan de aquí y no se irán hasta que hayan llevado a cabo su cometido.

Darius retiró su brazo.

– Revisen la maldita casa -le dijo enfadado a Barrow-, pero será mejor que se consiga un buen abogado, ya que le demandaré su culo por todo esto.

El detective Barrow se alejó, con los insultos que rebotaban sin efecto a sus anchas espaldas. Justo cuando estaba por llegar a los escalones que salían de la sala, un hombre canoso con un rompevientos entró en la casa.

– La banda de rodamiento del BMW concuerda y hay un Ferrari negro en el garaje -le oyó decir Betsy. Barrow se movió hacia los dos oficiales uniformados que estaban parados en la entrada. Ellos lo siguieron hasta donde se encontraba Darius.

– Señor Darius, está bajo arresto por los asesinatos de Wendy Reiser, Laura Farrar y Victoria Miller.

El color desapareció del rostro de Darius y la mujer se llevó una mano a la cara como si fuera a vomitar.

– Tiene el derecho a permanecer callado… -dijo Barrow, leyendo desde una tarjeta que tenía en la billetera.

– ¿Qué carajo es todo esto? -explotó Darius.

– ¿De qué está hablando este hombre? -le preguntó la mujer a Betsy.

– Debo informarlo de estos derechos, señor Darius.

– Creo que tenemos derecho a una explicación, detective Barrow -dijo Betsy.

– No, señora, no lo tienen -respondió Barrow. Luego terminó de leerle los derechos.

– Ahora, señor Darius -prosiguió Barrow-, deberé colocarle las esposas. Esto es lo que procede hacer. Lo hacemos con todas las personas que están bajo arresto.

– Usted no va a esposar a nadie -dijo Darius, retrocediendo.

– Señor Darius, no se resista -dijo Betsy-. No puede hacerlo, aun si el arresto no es legal. Vaya con él. No diga nada.

– Detective Barrow, deseo acompañar al señor Darius al Departamento de Policía.

– Eso no será posible. Supongo que usted no desea que lo interroguemos, de modo que lo registraremos tan pronto como lleguemos al centro. Yo no iría a la prisión hasta mañana por la mañana. No puedo garantizarle cuándo finalizaremos con el proceso de registro.

– ¿Cuál es la fianza? -preguntó Darius.

– Ninguna por asesinato, señor Darius -contestó a Darius con calma-. La señora Tannenbaum puede solicitar el pago de fianza en la audiencia.

– ¿Qué dice? -preguntó la mujer sin creer lo que oía.

– ¿Puedo hablar con el señor Darius un momento, en privado? -pidió Betsy.

Barrow asintió.

– Pueden ir allí -le dijo, señalando un rincón de la sala, lejos de las ventanas. Betsy condujo a Darius hasta el lugar. La mujer trató de seguirlos, pero Barrow le dijo que no podía hacerlo.

– ¿Qué es esto de que no hay fianza? Yo no me voy a sentar en ninguna cárcel con un grupo de narcos y de proxenetas.

– No existe fianza automática para asesinatos o alta traición, señor Darius. Está en la Constitución. Pero hay una forma en que el juez fije una fianza. Pediré la audiencia para la fianza lo más pronto posible y lo veré a primera hora de la mañana.

– No puedo creer esto.

– Créalo y escúcheme. Cualquier cosa que diga puede utilizarse para condenarlo. No quiero que hable absolutamente con nadie. Ni los policías, ni los compañeros de celda. Nadie. Hay soplones en la cárcel que tratarán de que hable de su caso y todos los guardias repetirán cada palabra que usted pronuncie ante el fiscal de distrito.

– Maldito sea, Tannenbaum. Sáqueme de esto pronto. Le pagué para que me protegiera. No iré a pudrirme a ninguna cárcel.

Betsy vio que el detective Barrow hacía moverse a los dos oficiales hacia donde estaban ellos.

– Recuerde, ni una palabra -le dijo cuando Barrow se acercó.

– Por favor, las manos atrás -le dijo uno de los uniformados. Darius obedeció y el oficial le colocó las esposas. La mujer observaba incrédula con los ojos bien abiertos.

– La espero a primera hora de la mañana -dijo Darius mientras los policías lo conducían hacia el exterior.

– Allí estaré.

Betsy sintió una mano sobre su brazo.

– ¿Señora Tannenbaum?

– Soy Betsy.

– Yo soy la esposa de Martin, Lisa. ¿Qué sucede? ¿Por qué se llevan a Martin?

Lisa Darius se veía anonadada, pero Betsy no vio ni una lágrima. Parecía más una anfitriona a la que se le había arruinado una fiesta que una esposa cuyo marido es arrestado por asesinato en serie.

– Usted sabe tanto como yo, Lisa. ¿Mencionó algo la policía acerca de la razón por la que estaban en su casa?

– Ellos dijeron… no puedo creer lo que dijeron. Ellos preguntaron sobre tres mujeres que fueron encontradas en la obra en construcción de Martin.

– Eso es correcto -dijo Betsy, de pronto recordando por qué los nombres que Barrow le había mencionado le resultaban familiares.

– Martin no pudo haber hecho nada como eso. Conocemos a los Miller. Ellos estuvieron en nuestro yate en el verano. Esto debe ser un error.

– ¿Señora Darius?

Betsy y Lisa Darius miraron hacia las escaleras de la sala. Un detective negro vestido con vaqueros y una campera roja se dirigía hacia ellas.

– Confiscaremos su BMW. ¿Puede darme las llaves, por favor? -le pidió con gentileza, ofreciéndole una copia en carbónico de color amarillo del recibo de propiedad.

– ¿Nuestro automóvil? ¿Pueden ellos hacer esto? -le preguntó Lisa a Betsy.

– La orden mencionaba automóviles.

– Oh, Dios. ¿Dónde terminará esto?

– Me temo que mis hombres deberán requisar la casa -le dijo el detective disculpándose-. Trataremos de ser lo más prolijos posible y colocaremos todo lo que no llevemos en su lugar. Si desea, puede acompañarnos.

– No puedo. Que sea rápido, por favor. Quiero que se vayan de mi casa.

El detective estaba avergonzado. Se alejó con la cabeza gacha. Barrow se había llevado su impermeable, pero sobre el sofá donde había estado quedó una mancha húmeda. Lisa Darius miró la mancha con disgusto y se sentó lo más alejada posible. Betsy se sentó junto a ella.

– ¿Cuánto tiempo estará Martin en la cárcel?

– Eso depende. El Estado tiene el peso de convencer a la Corte que es un muy buen caso, si desean retener a Martin sin fianza. Yo solicitaré una audiencia inmediata. Si el Estado no puede convencerlos, él saldrá pronto. Si lo hacen, no saldrá, a menos que se llegue al veredicto de inocencia.

– Esto es increíble.

– Lisa -dijo Betsy con cautela-, ¿tenía alguna idea de que una cosa así podría suceder?

– ¿Qué quiere decir?

– Por mi experiencia puedo decir que la policía no actúa a menos que ellos tengan un muy buen caso. Cometen errores, por supuesto, pero es más raro de lo que usted pensaría por la torma en que son retratados en la televisión. Y su marido no es cualquiera de la calle. No puedo imaginarme que Alan Page moleste a alguien de la estatura de Martin en el seno de la comunidad, sin alguna prueba muy contundente. En especial en un cargo como este.