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– En mi habitación del hotel Hacienda -dijo White.

– ¿Dónde se encuentra ese hotel?

– Está en Vancouver, Washington.

– ¿Por qué estaba usted en su habitación?

– Acababa de registrarme. Tenía programada una reunión para las tres y deseaba desempacar, ducharme y cambiarme la ropa de viaje.

– ¿Recuerda usted el número de su habitación?

– Bueno, usted me mostró una copia del registro del hotel, si es eso a lo que se refiere.

Highsmilh asintió.

– Éra la 102.

– ¿Dónde está situada en relación con la oficina del gerente?

– Justo junto a ella, en la planta baja.

– Señor White, aproximadamente a las dos de la tarde, ¿oyó usted algo en la habitación que estaba junto a la suya?

– Sí. Una mujer que gritaba y lloraba.

– Dígale al juez lo que sabe.

– Muy bien -dijo White, girando de tal forma que pudiera mirar a la cara al juez Norwood-. No oí nada hasta que salí de la ducha. Eso fue porque el agua corría. Tan pronto como cerré la canilla, oí un grito, como de alguien que estaba sufriendo. Me sobresaltó. Las paredes del hotel no son gruesas. La mujer suplicaba que no la lastimaran y lloraba, gemía. Era difícil oír las palabras, como para comprender unas pocas. Sin embargo, oí que lloraba.

– ¿Por cuánto tiempo se prolongó eso?

– No mucho.

– ¿Vio al hombre o a la mujer que estaban en el cuarto contiguo?

– Vi a la mujer. Pensé en llamar al gerente, pero todo se silenció. Como dije, no duró mucho. De todos modos, me vestí para mi cita y me fui alrededor de las dos y media. Ella salió al mismo tiempo que yo.

– ¿La mujer del cuarto contiguo?

White asintió.

– ¿Recuerda cómo era?

– Oh, sí. Muy atractiva. Rubia. Buena figura.

Highsmitli se dirigió al testigo y le mostró una fotografía.

– ¿Le parece conocida esta mujer?

White miró la fotografía.

– Es ella.

– ¿Cuan seguro está?

– Absolutamente seguro.

– Su Señoría -dijo Highsmith-, presento la prueba del Estado número treinta y cinco, una fotografía de Victoria Miller.

– No hay objeción -dijo Betsy.

– No más preguntas -dijo Highsmith.

– No tengo preguntas para el señor White -dijo Betsy al juez.

– Puede retirarse, señor White -dijo el juez Norwood al testigo.

– El Estado llama a Ramón Gutiérrez.

Un joven pulcramente vestido, de tez oscura, que lucía un bigote muy fino se ubicó en el estrado.

– ¿Dónde trabaja, señor? -preguntó Randy Highsmith.

– En el hotel Hacienda.

– ¿Queda eso en Vancouver?

– Sí.

– ¿Qué es lo que hace allí?

– Soy empleado de día.

– ¿Qué hace por las noches?

– Voy a la universidad, en el Estado de Portland.

– ¿Qué es lo que estudia?

– Para premédico.

– ¿Así que usted trabaja también? -le preguntó Highsmith con una sonrisa.

– Sí.

– Eso parece duro.

– No es fácil.

– Señor Gutiérrez, ¿estaba usted trabajando en el Hacienda, el once de octubre de este año?

– Sí.

– Describa la distribución del hotel.

– Tiene dos pisos. Hay un pasillo que rodea todo el segundo piso. La oficina está en el extremo norte de la planta baja; luego tenemos las habitaciones.

– ¿Cómo están numeradas las habitaciones de la planta baja?

– La habitación que está junto a la oficina es la 102. La siguiente la 103, y así sucesivamente.

– ¿Trajo usted consigo la hoja de registro del once de octubre?

– Sí-dijo Gutiérrez, dándole al asistente del fiscal una gran página amarillenta del libro de registro.

– ¿Quién se registró en la habitación 102, esa tarde?

– Ira White, de Phoenix, Arizona.

Highsmith dio la espalda al testigo y miró a Martin Darius.

– ¿Quién se registró en la habitación 103?

– Una tal Elizabeth McGovern, de Seattle.

– ¿Registró usted a la señora McGovern?

– Sí.

– ¿A qué hora?

– Un poco después del mediodía.

– Le muestro al testigo la evidencia del Estado número treinta y cinco. ¿Reconoce a esta mujer?

– Es la señora McGovern.

– ¿Está seguro?

– Sí. Era hermosa -dijo tristemente Gutiérrez-. Luego, vi su fotografía en el Oregonian. La reconocí al instante.

– ¿A qué fotografía se refiere?

– La fotografía de las mujeres asesinadas. Sólo que decía que su nombre era Victoria Miller.

– ¿Llamó a la oficina del fiscal de distrito tan pronto como leyó el diario?

– Al instante. Hablé con el señor Page.

– ¿Por qué llamó usted?

– Decía que ella había desaparecido esa noche, el once, de modo que pensé que la policía desearía saber sobre el tipo que vi.

– ¿Qué tipo?

– El que estaba en la habitación con ella.

– ¿Usted vio a un hombre en la habitación con la señora Miller?

– Bueno, no en la habitación. Pero lo vi a él entrar y salir. Él había estado allí antes.

– ¿Con la señora Miller?

– Sí. Como una o dos veces por semana. Ella se registraba y él llegaba más tarde. -Gutiérrez meneó la cabeza-. Lo que no podría imaginarme, si él deseaba pasar inadvertido, ¿por qué conducía ese coche?

– ¿Qué coche?

– Ese fantástico Ferrari de color negro.

Highsmith buscó una fotografía entre las pruebas que estaban en el escritorio del empleado del juzgado y se la mostró al testigo.

– Le muestro a usted la evidencia del Estado número 19, que es una fotografía del Ferrari negro de Martin Darius, y le pregunto si éste es como el que conducía el hombre que entró en la habitación con la señora Miller.

– Se que era el automóvil.

– ¿Cómo lo sabe?

Gutiérrez señaló a la mesa de la defensa.

– ¿Ése es Martin Darius, no es así?

– Sí, señor Gutiérrez.

– Él es el tipo.

– ¿Por qué no me dijo usted lo de Victoria Miller? -le preguntó Betsy a Martin Darius, tan pronto como ellos se quedaron a solas en la sala de visitas.

– Cálmese -le dijo con paciencia Darius.

– No me diga que me calme -le respondió Betsy, enfadada por la glacial compostura de su cliente-. Maldito sea, Martin, soy su abogado. No crea que encuentro interesante que usted se acueste con una de las víctimas y que la golpee, el día en que ella desaparece.

– Yo no golpeé a Vicky. Le dije que no deseaba verla y se puso histérica. Me atacó y tuve que controlarla. Además, ¿qué tiene que ver mi encamada con Vicky con conseguir la fianza?

Betsy negó con la cabeza.

– Esto podría hundirlo, Martin. Conozco a Norwood. Es muy recto. Un verdadero anticuado. El tipo está casado con la misma mujer hace cuarenta años y va a la iglesia todos los domingos. Si me hubiera dicho, podría haber suavizado el impacto.

Darius se encogió de hombros.

– Lo siento -dijo, sin querer decir eso.

– ¿Mantenía relaciones sexuales con Laura Farrar y con Wendy Reiser?

– Casi no las conocía.

– ¿Qué hay de la fiesta por el centro comercial?

– Hubo cientos de personas allí. Ni siquiera recuerdo haber conversado con Farrar ni con Reiser.