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Estaban en el campo. Parques nacionales, granjas. Los árboles proporcionaban alguna protección a la lluvia, pero Barrow aún debía inclinarse hacia adelante y mirar con dificultad por el vidrio del parabrisas, a fin de poder leer los carteles de las calles.

– Allí -gritó Randy Highsmith, señalando un buzón cuya dirección estaba colocada sobre unos baratos números iridiscentes. Barrow estacionó abruptamente y las ruedas traseras resbalaron hacia el costado, sobre la grava del camino. La casa que alquilaba Samuel Oberhurst se suponía que estaba a un kilómetro de camino sin pavimentar. El agente inmobiliario la había descrito como una cabaña, pero era lo que más se parecía una choza. Salvo por la privacidad del campo que la rodeaba, Highsmith no podía verle nada para recomendar. La casa era cuadrada con un techo en punta, a dos aguas. Tal vez una vez estuvo pintada de rojo, pero el tiempo la había tornado color óxido. En el frente había estacionado un Pontiac. Nadie había cortado el pasto por semanas. Bloques de cenizas servían de escalones de entrada. Había dos latas de cerveza vacías junto a los escalones y un paquete vacío de cigarrillos, metido en una grieta entre dos de los bloques.

Barrow estacionó el automóvil tan cerca de la puerta del frente como pudo y Highsmith descendió de él, bajando la cabeza, como si de alguna manera se pudiera proteger de la lluvia. Golpeó la puerta, esperó y volvió a golpear.

– Voy por el costado -gritó a Barrow. El detective apagó el motor y lo siguió. Las cortinas de las ventanas estaban cerradas. Highsmith y Barrow caminaron por el pasto mojado sobre el lado este de la casa y descubrieron que no había ventanas allí y que las persianas de las ventanas traseras estaban bajas. Barrow espió por una pequeña ventana del lado oeste.

– Se ve como una pocilga de mierda -dijo Barrow.

– No hay nadie en casa, eso es seguro.

– ¿Qué me dices del coche?

Highsmith se encogió de hombros.

– Intentemos por la puerta del frente.

Del rostro de Highsmith chorreaba agua y casi no podía ver por las gafas. La puerta del frente no tenía llave. Barrow entró. Highsmith se quitó los lentes y secó los vidrios con el pañuelo. Barrow encendió la luz.

– ¡Jesús!

Highsmith se colocó los lentes. Había un televisor pequeño debajo de la ventana del frente. Ante él, un sofá de segunda mano. El tapizado estaba roto en varios lugares, dejando escapar el relleno. Sobre él se encontraba todo un conjunto de ropas masculinas. Highsmith vio una campera, ropa interior, un par de pantalones. Junto al televisor, empotrado en un rincón, había un viejo fichero de color gris. Todos los cajones estaban abiertos y los papeles habían sido arrojados por todas partes. De pronto Highsmith se distrajo del caos que había en la habitación. Olió el aire.

– ¿Qué es ese olor?

Barrow no contestó. Estaba concentrado en una pesada silla que estaba volcada de costado en el centro de la habitación. Cuando se aproximó, vio manchas de sangre sobre la silla y en el suelo. Tiras de cinta adhesiva que bien podrían haberse utilizado para asegurar las piernas de un hombre a los costados de la silla estaban allí. Sobre una mesa, a centímetros de ella había un cuchillo de cocina lleno de sangre.

– ¿Cómo está tu estómago? -preguntó Barrow-. Tenemos aquí un escenario de crimen y no deseo que tu desayuno caiga en el lugar.

– Ross, ya he estado antes en escenarios así. Estuve en la fosa, ¿recuerdas?

– Supongo que estuviste. Bueno, echa una ojeada a esto.

Había un recipiente plástico para sopa juntó al cuchillo. Highsmith miró y se puso verde. El recipiente contenía tres dedos cortados.

– John Doe -dijo suavemente Barrow.

Highsmith fue hasta la silla y pudo ver que el asiento estaba cubierto de sangre. Se sintió descompuesto. Además de los tres dedos, habían faltado los genitales de Doe y Randy no deseaba ser el que los encontrara.

– No estoy seguro de quién tiene aquí jurisdicción -dijo Barrow mientras iba hacia la silla-. Llama a la policía del Estado.

Highsmith asintió. Buscó el teléfono. No había ninguno en la habitación del frente. Había dos habitaciones más en el fondo de la casa. Una era un cuarto de baño. Abrió despacio, temeroso de lo que podría encontrar. En el dormitorio casi no había lugar para la cama de una plaza, el tocador y una mesa. El teléfono estaba sobre la mesa.

– Ey, Ross, mira esto.

Barrow entró en la habitación. Highsmith señaló un contestador que estaba conectado al teléfono. Una luz roja parpadeaba, indicando que la máquina tenía tres mensajes. Highsmith pasó por los mensajes antes de detenerse en uno de ellos.

– Señor Oberhurst, habla Betsy Tannenbaum. Esta es la lercera vez que lo llamo y le agradecería que me llamara a mi oficina. El número es 555-1763. Es urgente que se comunique conmigo. Tengo una autorización de Lisa Darius para permitirme hablar con usted de su caso. Por favor llámeme a cualquier hora. Tengo un servicio de llamadas que puede llegar a mi casa, si me llama fuera del horario de oficina o dentro de él.

La máquina emitió tres sonidos. Highsmith y Barrow se miraron.

– Lisa Darius contrata a Oberhurst, luego éste es torturado y su cuerpo termina en la fosa de una de las obras en construcción de Darius -dijo Barrow.

– ¿Por qué Lisa Darius lo contrató?

Barrow miró por la puerta hacia el fichero.

– Me pregunto si eso es lo que Darius buscaba, el archivo de su esposa.

– Espera, Ross. No sabemos si Darius hizo esto.

– Randy, piensa en si Darius descubrió lo que había en el archivo de su esposa y que era algo que lo comprometía. Quiero decir, si él hizo esto, torturó a Oberhurst, le cortó los dedos y el pene, fue porque ese archivo tenía algo que era dinamita. Tal vez algo que podía probar que Darius es el asesino de la rosa.

– Lo que estás consiguiendo… Oh, mierda. Lisa Darius. Él no pudo llegar antes, ya que ha estado en la cárcel desde que descubrieron los cuerpos.

Barrow tomó el teléfono y comenzó a discar.

4

La Corte Suprema de Oregón tiene asiento en Salem, la capital del Estado, a ochenta kilómetros del sur de Portland. La hora de viaje era lo único que a Victor Ryder le disgustaba de la Corte Suprema de Justicia. Después de todos los años de siete días de trabajo y dieciséis horas por día que había pasado en la práctica privada, el ritmo más lento de trabajo de aquella Corte representaba un alivio.

El juez Ryder era un viudo que vivía solo detrás de un alto muro cubierto de plantas, en una casa estilo Tudor, de tres pisos, situada en las alturas de Portland, en West Hills. La vista de Portland y del Monte Hood que se podía ver desde el patio de ladrillos, en la parte trasera de la casa, resultaba espectacular.

Ryder abrió la puerta del frente y llamó a Lisa. Hacía calor en la casa. Y también las luces estaban encendidas. Oyó voces que provenían de la sala de estar. Volvió a llamar a Lisa, pero ella no contestó. Las voces que el oía provenían de la televisión, pero no había nadie mirando. Ryder apagó el aparato.

Al pie de las escaleras, Ryder volvió a llamar. Aún no había respuesta. Si Lisa había salido, ¿por qué estaba encendido el televisor? Por el pasillo, se dirigió hacia la cocina. Lisa sabía que su padre siempre tomaba un refrigerio cuando llegaba a su casa, de modo que ella le dejaba notas en el refrigerador. La puerta de este estaba cubierta de recetas y caricaturas, fijadas a la superficie por medio de imanes, pero no había notas. Había dos tazas de café sobre la mesa y los restos de un trozo de pastel en un plato.