– Sin embargo, te diré algo. -Luc se apartó de la máquina de hielo y susurró a su oído cuando pasó por su lado-: Sigue buscando, porque la historia de Gump es muy interesante.
– Buscar también forma parte de mi trabajo, pero no te preocupes. No estoy interesada en tus pequeños secretos sucios -dijo a su espalda.
Luc ya no tenía secretos sucios que guardar. Aunque había ciertos detalles de su vida personal que prefería que no apareciesen en los periódicos; por ejemplo, que tenía diferentes «amigas» en ciudades, aunque semejante información no daría para grandes titulares. A la mayoría de la gente la traería sin cuidado. No estaba casado, y aquellas mujeres tampoco lo estaban.
Entró en su habitación y cerró la puerta. Sólo había un secreto que no quería que nadie conociese. Un secreto que le hacía despertarse a media noche bañado en sudor frío.
En cada nuevo partido, jugaba con la posibilidad de que un buen disparo lo dejase cojo de por vida, y lo que era aun peor, acabase con su carrera.
Luc vertió los cubitos de hielo sobre una toalla de mano y se quitó los pantalones cortos. Se rascó el vientre, después se sentó en la cama con la rodilla sobre la almohada y colocó el hielo alrededor de aquélla.
Lo único que había deseado en su vida era jugar al hockey y ganar la Stanley Cup. Vivía y respiraba para conseguirlo, eso era todo lo que sabía. Al contrario que algunos chicos, que eran escogidos por los equipos profesionales al acabar la universidad, él había sido seleccionado para jugar en la NHL a los diecinueve años, con un brillante futuro por delante.
Por un tiempo, sin embargo, su futuro se torció. Cayó en un círculo vicioso de dolor y adicción. De recuperación y trabajo duro. Y finalmente había surgido la posibilidad de ver cumplidos sus sueños. Pero el trofeo Conn Smythe que había conseguido el año anterior al de su lesión había quedado atrás, y él no estaba seguro de seguir disponiendo de lo que se requería. Algunos -incluidos varios directivos de los Chinooks- se preguntaban si no habrían pagado demasiado por su portero titular, si Luc estaría en condiciones de reanudar su prometedora carrera.
Como quiera que fuese, y sin importar el dolor que sintiera jugando, estaba dispuesto a dejarse la piel para que nada se interpusiese entre él y la conquista del campeonato.
Estaba al cien por cien. Leía los partidos, paraba todo lo que le echasen. Se encontraba en un buen momento, pero sabía lo rápido que puede pasarse de lo más alto a lo más hondo del pozo. Podía perder la concentración. Dejarse colar unos cuantos goles fáciles de detener. Calcular mal la velocidad del disco, dar demasiados pases atrás, y tener que recoger el disco de dentro de su portería. Cualquier portero podía tener una mala noche, pero saberlo no le hacía sentir mejor.
Un mal partido no significaba una mala temporada. En la mayor parte de los casos al menos. Pero Luc no podía perder más tiempo.
3. Instrumentaclass="underline" la entrepierna de los jugadores
El teléfono que había junto al ordenador portátil empezó a sonar. Jane lo observó durante unos segundos antes de levantar el auricular.
– Hola. -Nadie respondió. Lo mismo había sucedido las últimas siete veces que había sonado el teléfono. Llamó a recepción y le dijeron que no sabían de dónde provenían las llamadas. Jane, sin embargo, lo sospechaba.
Dejó el aparato descolgado y echó un vistazo al reloj que había sobre la mesita de noche. Faltaban cinco horas para el partido. Cinco horas para que acabase su columna «Soltera en la ciudad». Tendría que haber empezado la columna para el Times la noche anterior, pero estaba exhausta y sentía los efectos del jet-lag, por lo que su único deseo había sido tumbarse en la cama, leer alguno de los libros que llevaba consigo y comer chocolate. Si no hubiese topado con Luc frente a la máquina de chocolatinas, se habría comprado también algo de chocolate blanco. Que la pillase con su pijama de vaquitas ya había sido suficientemente malo. No quería que él la viese como una cerdita. Aunque, a decir verdad, ¿por qué le preocupaba lo que él pudiese pensar?
No tenía respuesta para eso, pero suponía que el hecho de preocuparse por lo que pensasen de una los hombres guapos era algo así como una especie de maquillaje genético femenino. Si Luc hubiese sido feo, con toda probabilidad no le habría preocupado. Si no tuviese aquellos claros ojos azules, aquellas largas pestañas y un cuerpo de ensueño, no se habría privado del chocolate blanco, al que le habría añadido una chocolatina Hershey. Si no fuese por aquella malvada sonrisa que la había llevado a tener pensamientos pecaminosos y a recordar la imagen de su trasero desnudo, tal vez no habría tenido que oírse a sí misma hablar de azafatas como si de una niña celosa se tratase.
No podía permitirse que los jugadores la viesen como otra cosa que una profesional del periodismo. El trato hacia ella no había mejorado mucho desde que llegaron a la ciudad. Le hablaban de recetas de cocina o de bebés, como si el hecho de disponer de un útero la convirtiese en una persona naturalmente interesada en dichas cuestiones. Si sacaba a colación el tema del hockey, sus bocas se cerraban como las valvas de una almeja.
Jane volvió a leer la primera parte de su columna e hizo algunas correcciones:
SOLTERA EN LA CIUDAD
Cansada de hablar de productos de peluquería y de hombres reacios al compromiso, desconecté de la conversación que estaban manteniendo mis amigas y me concentré en mi cóctel margarita y en las cortezas de maíz. Mientras estaba sentada observando la decoración basada en loros y sombreros, me pregunté si los hombres eran los únicos en experimentar la fobia al compromiso. Lo que quiero decir es que aquí estamos, mujeres de más de treinta años que nunca han estado casadas y, exceptuando el intento de Tina de irse a vivir con su antiguo jefe, ninguna de nosotras ha vivido una relación de auténtico compromiso. Así pues, ¿es cosa de ellos o cosa nuestra?
Existe un dicho que afirma algo así: «Si en una habitación con cien personas colocas a dos neuróticos, acabarán encontrándose.» ¿Qué más nos queda? ¿Hay algo más profundo que el escaso muestrario de hombres sin compromiso?
¿Acaso nosotras nos hemos «encontrado» las unas a las otras? ¿Somos amigas porque disfrutamos realmente de la mutua compañía? ¿O bien somos todas unas neuróticas?
Cinco horas y quince minutos después de haber empezado a escribir, finalmente logró enviar la columna por correo electrónico desde su ordenador portátil. Metió el cuaderno en su enorme bolso y salió corriendo hacia la puerta. Recorrió a toda prisa el pasillo hasta los ascensores, y casi apartó a empujones a una pareja de ancianos para meterse en un taxi. Cuando entraba en el America West Arena, acababan de presentar a los Coyotes de Phoenix. Los espectadores estaban como locos con su equipo.
Le habían dado un pase para las cabinas de prensa, pero Jane quería estar todo lo cerca posible de la acción. Había conseguido un asiento a tres filas de la pista. Esperaba con ello ver y sentir lo máximo posible su primer partido de hockey. Realmente no sabía qué podía esperar de esa experiencia, lo único que hizo fue rezarle a Dios para que los Chinooks no perdiesen y la culparan de ello.
Encontró su asiento detrás de una de las porterías justo en el momento en el que los Chinooks salían a la pista. El público empezó a abuchear, y Jane miró a su alrededor, a los poco educados seguidores de los Coyotes. En una ocasión, había ido a ver un partido de los Mariners, pero no recordaba que los seguidores fuesen tan rudos.
Volvió a centrar su atención en la pista y vio a Luc Martineau patinando hacia donde ella se encontraba, ataviado con todas sus protecciones y preparado para la batalla. Había leído más sobre Luc que sobre cualquier otro jugador, y sabía que todo lo que llevaba en el cuerpo estaba hecho a medida. Las luces del estadio se reflejaban en su casco de color verde oscuro. Podía leerse su nombre a lo largo de los hombros de su camiseta por encima del número del legendario Gump Worsley. Jane aún no había descubierto las razones de la leyenda.