Выбрать главу

Caroline dejó el tenedor junto al plato y se llevó una mano al pecho.

– ¿Tienes que viajar con los Chinooks y entrevistar a los jugadores mientras se desnudan?

Jane asintió y repuso, mientras pinchaba unos macarrones con queso:

– En el mejor de los casos, no se quitarán los calzoncillos hasta que yo esté fuera del vestuario.

– Estás de broma, ¿verdad? ¿Qué otra razón podría haber, aparte de ver tíos en pelotas, para entrar en un vestuario maloliente?

– Entrevistarlos para el periódico.

Como ya los había visto a todos esa misma mañana, estaba empezando a sentir un tanto de aprensión. A su lado, teniendo presente que ella medía metro cincuenta y cinco, parecían gigantes.

– ¿Crees que se darían cuenta si sacases algunas fotografías?

– Sin duda. -Jane rió-. No son tan tontos como podría pensarse.

– Pues la verdad es que no me importaría ver a unos cuantos jugadores de hockey desnudos.

Y una vez que los había visto a todos, verlos desnudos era un aspecto del trabajo que le preocupaba. Tenía que viajar con esos hombres. Sentarse con ellos en el avión. No quería saber cómo eran sin ropa. A ella sólo le gustaba estar cerca de un hombre desnudo cuando los dos lo estaban. Y si bien para ganarse el pan escribía acerca de explícitas fantasías sexuales, en su vida cotidiana no se sentía cómoda ante la desnudez descarada. No era como la mujer que escribía acerca de relaciones y citas amorosas en la columna del Times. Y, en ningún caso, se parecía a Bomboncito de Miel.

Jane Alcott era una impostora.

– Ya que no podrás sacar fotos -dijo Caroline mientras pinchaba un pedazo de pollo de su ensalada oriental-, toma notas para mí.

– Eso no es ético en un montón de sentidos -repuso Jane, y entonces recordó el ofrecimiento de Luc Martineau de «mear» en su café y se dijo que, en esta ocasión, podría dejar de lado la ética-. Le he visto el culo a Luc Martineau.

– ¿Al natural?

– Como su madre le trajo al mundo.

Caroline se inclinó hacia delante.

– ¿Cómo es?

– Está bien. -Jane recordó sus esculturales hombros y su espalda, la marca de su columna vertebral, y la toalla deslizándose hasta sus pies, mostrando la redonda perfección de sus nalgas-. Muy bien, de hecho.

No podía negarlo, Luc era un hombre hermoso, pero por desgracia su personalidad dejaba mucho que desear.

– Joder -suspiró Caroline-, ¿por qué no habré terminado la carrera? ¿Podría conseguir un trabajo como el tuyo?

– Demasiadas fiestas.

– Oh, sí. -Caroline permaneció en silencio durante unos segundos, después sonrió-. Lo que necesitas es una ayudante. ¿Por qué no me contratas?

– El periódico no pagaría a una ayudante.

– Vaya rollo. -La sonrisa desapareció del rostro de Caroline, cuya mirada descendió hasta la chaqueta de su amiga-. Tendrás que comprarte ropa nueva.

– Ya lo he hecho -dijo Jane antes de llevarse un trocito de queso a la boca.

– Cuando digo nueva me refiero a algo más atractivo. Siempre vas de negro o gris. La gente no tardará en preguntarse si estás deprimida.

– No estoy deprimida.

– Tal vez no, pero deberías vestir algo con un poco de color. Rojos y verdes, especialmente. Vas a viajar durante toda la temporada con tipos grandes inflados de testosterona. Es la oportunidad perfecta para hacer que uno de ellos se fije en ti.

Jane viajaría por trabajo. No quería atraer la atención de nadie. Especialmente de jugadores de hockey. Especialmente si todos eran como Luc Martineau. Cuando declinó su oferta referente al café, casi se echó a reír. Casi. En lugar de ello, dijo: «Si cambias de opinión, házmelo saber.» Sólo que no había dicho «saber», sino «sabeg». Era un gilipollas, y no había perdido del todo su acento canadiense. Lo último que quería o necesitaba era llamar la atención de tipos como él. Reflexionó en su propio aspecto, en sus pantalones negros y su chaqueta negra y su blusa gris. Le pareció que tenía buena pinta.

– Es de J. Crew.

Caroline abrió desmesuradamente sus ojos azules. Jane sabía qué diría a continuación: que J. Crew no era Donna Karan.

– Exacto. ¿Del catálogo?

– Por supuesto.

– Y negro.

– Ya sabes que soy daltónica.

– No eres daltónica. Lo que pasa es que no distingues qué colores casan.

– Es cierto.

Por eso le gustaba el color negro. Tenía buen aspecto vestida de negro, y además no corría el riesgo de desentonar.

– Tienes un cuerpo menudo muy bonito, Jane. Tendrías que explotarlo, enseñarlo. Ven conmigo a Nordy's y te ayudaré a escoger algunas cosas.

– Ni hablar. La última vez que te dejé escoger mi ropa, empecé a parecerme a Greg Brady, sólo que menos guay.

– Eso fue en sexto curso, y teníamos que ir a Goodwill para comprar ropa. Ahora somos mayores y tenemos dinero. Al menos, tú lo tienes.

Sí, y también tenía un plan para invertirlo. Había pensado en un nidito de amor. O sea, nada de ropa de marca, sino en comprar una casa.

– Me gusta la ropa que llevo -dijo como si no hubiesen hablado de ello unas mil veces antes de ese día.

Caroline puso los ojos en blanco y cambió de tema.

– He conocido a un tipo.

Menuda novedad. Desde que había pasado la frontera de los treinta la última primavera, el reloj biológico de Caroline parecía haberse puesto en marcha y ella no podía dejar de pensar que sus óvulos se estaban marchitando. Resolvió que era el momento de casarse, y como no deseaba mantener a Jane al margen, llegó a la conclusión de que las dos tenían que casarse. Pero el plan de Caroline entrañaba un problema. Jane estaba convencida de que era una especie de imán que atraía a tíos dispuestos a romperle el corazón y tratarla mal, y de que los únicos hombres capaces de excitarla y ponerla a tono eran los gilipollas, por lo que había decidido comprarse un gato y encerrarse en casa. Pero estaba atrapada en un callejón sin salida. Si se encerraba en casa, no sacaría de ningún lado nuevo material para su columna «Soltera en la ciudad».

– Tiene un amigo -añadió Caroline.

– El último «amigo» con el que me citaste conducía una furgoneta estilo asesino en serie con un sofá en la parte trasera.

– Lo sé, y no le hizo mucha gracia leer su historia en tu columna del Times.

– Peor para él. Era uno de esos tipos que da por supuesto que porque escribo la columna estoy desesperada y soy una cachonda.

– Esta vez será diferente.

– No.

– Tal vez le gustes.

– Ése es el problema. Si le gusto, sé que me tratará como una mierda y después me dará una patada en el culo.

– Jane, rara vez le das a alguien la oportunidad de que te dé una patada en el culo. Siempre tienes un pie en la puerta, esperando encontrar la excusa adecuada para largarte.

Caroline no era la más adecuada para reprocharle nada en ese sentido. Ella despachaba a los chicos por ser demasiado perfectos.

– No has salido con nadie desde Vínny -dijo Caroline.

– Sí, y mira cómo me fue.

Le había sacado dinero para comprarle regalos a otra mujer. Por lo que ella sabía, lencería barata. Jane odiaba la lencería barata.

– Míralo por el lado bueno -dijo Caroline-. Después de librarte de él, estabas tan afectada que blanqueaste los azulejos del cuarto de baño.

Era un detalle triste de la vida de Jane, pero cuando sufría un desengaño amoroso y se sentía deprimida, se ponía a limpiar con saña. Cuando estaba contenta en cambio, tenía cierta tendencia a amontonar la ropa en el armario.

Después de comer, Jane dejó a Caroline en Nordstrom's y condujo hasta el Seattle Times. No disponía de un escritorio propio en el periódico, pues su trabajo en éste se limitaba a escribir una columna mensual. De hecho, en contadas ocasiones se aventuraba dentro de aquel edificio.

Había quedado en verse con el editor de deportes, Kirk Thornton, quien ni siquiera había tenido que decirle a Jane lo mucho que le asustaba dejar el trabajo de Chris en sus manos. La recibió con frialdad y le presentó a los otros tres cronistas deportivos, que no se mostraron más cálidos que Kirk. A excepción de Jeff Noonan.