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Oyó los pasos de Marie y se volvió. Con el rostro bañado en lágrimas, lo abrazó y apoyó la cabeza en su pecho.

– Me gusta vivir aquí y darte la tabarra.

– Bien. -Luc la apretó contra sí-. Sé que nunca podré ocupar el lugar de tu madre o de tu padre, pero voy a intentar hacerte feliz.

– Hoy me he sentido feliz.

– Aun así, no puedes llevar ese sujetador.

Se quedó quieta un instante, después dejó escapar un largo suspiro.

– Vale.

Permanecieron juntos mirando por el ventanal durante un buen rato. Ella habló de su madre y le explicó el motivo por el cual conservaba las flores secas en su tocador. Él creyó haberlo entendido, aunque seguía pensando que era un poco desagradable. Ella le dijo que también había hablado de ello con Jane, y que ella le había dicho que algún día se libraría de ellas, cuando estuviese preparada.

Jane. ¿Qué iba a hacer con Jane? Lo único que quería era vivir su vida en paz. Y así había sido, pero no había vuelto a tener un momento de paz desde que había conocido a Jane. No, eso no era cierto. Durante las pocas semanas que habían pasado juntos se había sentido mejor que en cualquier otra época de su vida. A su lado se había sentido en casa por primera vez desde que vivía en Seattle. Pero había sido una ilusión.

Ella había dicho que lo amaba. Él sabía que no era cierto, aunque en lo más profundo de su ser deseaba que aquella mentira fuese verdad. Era un capullo y un imbécil. Iba a verla la noche siguiente por primera vez en toda la semana, pero esperaba que, como cualquier otro dolor, tras el pinchazo inicial se hiciera inmune y no volviera a sentirlo.

Eso era lo que esperaba, pero no fue lo que sucedió cuando ella entró en el vestuario la noche siguiente. Luc sintió su presencia antes incluso de que apareciese. Al verla sintió un golpe en el pecho que lo dejó sin aliento. Cuando Jane habló, su voz se coló en su interior, y a pesar de su férrea voluntad, la absorbió como si de una esponja se tratase. Estaba enamorado de ella. No podía negarlo por más tiempo. Se había enamorado de Jane, y no tenía ni idea de qué hacer al respecto. Cuando se sentó con los pies metidos en los patines, con los cordones en las manos, la vio caminar hacia él, y con cada paso notó que su corazón se aceleraba un poco más.

Vestida de negro, con aquella fina y pálida piel, parecía la misma de siempre. Su pelo oscuro le caía sobre la cara, y Luc se obligó a atarse los patines, cuando en realidad lo que quería era zarandearla, y después abrazarla con fuerza hasta absorberla por completo.

Lo más difícil que Jane había tenido que hacer en su vida fue atravesar el vestuario y detenerse frente a Luc. Cuando se estaba aproximando, él agachó la cabeza y empezó a atarse los patines. Durante unos cuantos segundos, ella lo observó, y al ver que no alzaba la vista, dijo:

– Pedazo de tonto.

Él tuvo que apretar los puños para refrenar su deseo de acariciarla.

– Quiero que sepas -dijo- que no tengo la menor intención de escribir nada más sobre ti -añadió Jane.

Finalmente, Luc alzó la vista. Tenía el ceño fruncido sobre sus ojos azules.

– ¿Esperas que te crea? -dijo con el entrecejo fruncido.

Ella negó con la cabeza. Su corazón lloraba por él. Por ella. Por lo que podían haber compartido.

– No. No lo espero, pero tenía que decírtelo de todos modos.

Le miró de nuevo y se marchó. Se reunió con Darby y Caroline en la cabina de prensa y sacó su ordenador portátil para tomar notas.

– ¿Qué tal está tu padre? -preguntó Darby, haciéndole sentir un poco más culpable.

– Mucho mejor. Ya está en casa.

– Su recuperación ha sido asombrosa -añadió Caroline con una sonrisa de reconocimiento.

En el primer periodo, los Chinooks le metieron un gol a los Ottawa Senators, pero éstos salieron con fuerza en el segundo tiempo y también anotaron. Cuando sonó la bocina señalando el final, los Chinooks ganaban por dos goles de diferencia.

Mientras Jane caminaba hacia el vestuario de nuevo, se preguntó cuánto podría resistirlo. Ver a Luc constantemente era más de lo que su corazón podía resistir. No sabía cuánto tiempo podría seguir cubriendo los partidos de los Chinooks, aunque eso supusiera dejar el mejor trabajo que había tenido nunca y la oportunidad de mejorar su carrera.

Respiró hondo y entró en el vestuario. Luc estaba sentado frente a su taquilla habitual. Estaba desnudo de cintura para arriba. Tenía los brazos cruzados, y la observaba como si estuviese intentando resolver un rompecabezas. Ella hizo el menor número de preguntas posibles a los jugadores y salió de allí a toda prisa antes de echarse a llorar delante de todo el equipo. Ellos darían por seguro que lloraba por la enfermedad de su padre y, con toda probabilidad, le enviarían más flores.

Casi salió corriendo del vestuario, pero cuando estaba a medio camino de la puerta de salida, se detuvo. Si alguna vez había habido algo o alguien en su vida por lo que luchar, ése era Luc. A pesar de que le había dicho que la odiaba, al menos lo comprobaría.

Se volvió y apoyó el hombro en la pared gris, en el mismo lugar en el que Luc la había esperado a ella en una ocasión. Fue el primero en aparecer en el túnel, y su mirada se encontró con la de Jane cuando caminaba hacia ella, con aquel aspecto tan obscenamente atractivo, vestido con traje y corbata roja. Con el corazón en la garganta, ella le encaró.

– ¿Tienes un minuto?

– ¿Por qué?

– Quiero hablar contigo. Tengo algo que decirte, y creo que es importante.

Él le echó un vistazo al túnel vacío, abrió la puerta del cuarto de la limpieza en el que ya habían estado una vez, y la empujó dentro. Encendió la luz al tiempo que cerraba la puerta a su espalda, echó el cerrojo y quedaron encerrados en el lugar en el que él la había besado apasionadamente. Cuando miró su cara, comprobó que Luc ni sonreía ni parecía enfadado, sus ojos transmitían cansancio pero no parecían distantes. Ninguna emoción de las que ella había percibido en el vestuario.

– Creía que tenías que decirme algo.

Jane asintió con la cabeza y se apoyó en la puerta. El aroma de la piel de Luc la alcanzó devolviéndole antiguos momentos y despertando en ella un profundo anhelo. Una vez que había llegado el momento, no sabía cómo empezar.

– Quiero decirte lo mucho que siento lo de la historia de Bomboncito de Miel. Sé que es muy posible que no me creas, y no te culpo. -Sacudió la cabeza-. En el momento en que la escribí, estaba enamorándome de ti, y simplemente me senté y dejé volar mi imaginación. Ni siquiera estaba segura de enviarla o no. Me limité a escribirla, y al acabarla supe que era lo mejor que había escrito nunca. -Se apartó de la puerta y caminó por el pequeño cuarto. No podía mirarle y decirle al mismo tiempo todo lo que tenía que decirle-. Cuando la acabé, me dije que no podía enviarla, porque sabía que no te gustaría. Sabía cómo te sentías respecto a todas las mentiras que se habían escrito sobre ti. Me lo dejaste bien claro. -Dándole la espalda, pasó el brazo tras una estantería de metal-. Pero la envié igualmente.

– ¿Por qué?

¿Por qué? Eso era lo más duro de explicar.

– Porque te amaba y tú no me amabas a mí. No soy el tipo de mujer con la que estás acostumbrado a salir. Soy bajita y no tengo pecho, y apenas sé vestirme. Creía que nunca pensarías en mí del modo en que yo pensaba en ti.

– ¿O sea que te vengaste de mí?

Le miró por encima del hombro y se forzó a volverse. Para afrontar la cuestión tenía que mirarle a los ojos de nuevo.

– No. Si simplemente hubiese querido vengarme porque no estabas enamorado de mí, me habría mantenido en el anonimato. -Se cruzó de brazos para evitar que el dolor la hiciese caer al suelo-. Lo hice para poner fin a nuestra relación antes de que empezase. Así podría echarle la culpa a la historia de Bomboncito de Miel. Así no me comprometería demasiado.