Introducirlo en la profesión se le antojó mucho más sencillo que hacer lo que le pedía. Su propio curriculum no era precisamente brillante, pero no quería desilusionar a Rob explicándole la verdad.
– Te ayudaré en lo que pueda.
– Gracias. -Rob se puso en pie a medias y extrajo su billetera del bolsillo trasero de sus pantalones. Cuando se sentó de nuevo, la abrió y sacó una fotografía-. Ésta es Amelia -dijo al tiempo que le pasaba la fotografía de una niña descansando sobre su pecho.
– Qué pequeñita. ¿Qué tiempo tiene?
– Un mes. ¿No es la cosa más bonita que has visto nunca?
Jane no tenía la intención de discutir sobre ese tema con Martillo.
– Es preciosa.
– ¿Otra vez enseñando fotos de bebés?
Jane alzó la vista y topó con dos ojos pardos que la miraban por encima del asiento de enfrente. El hombre le pasó una foto.
– Es Taylor Lee -dijo-. Tiene dos meses.
Jane observó la fotografía de un bebé con tan poco pelo como el tipo que se la había pasado, y se preguntó por qué la gente daba por hecho que todo el mundo estaba deseando ver las fotos de sus hijos. Ella no reconoció al tipo que la miraba por encima del asiento hasta que Rob le dio una pista.
– Está calva como una bola de billar, Fishy. ¿Cuándo le va a salir algo de pelo?
Bruce Fish, que jugaba de extremo, se alzó sobre el asiento y recuperó su fotografía. La luz se reflejaba en su calva, pero una espesa barba le cubría la cara.
– Yo era calvo a los cinco años, y era muy guapo.
Jane se las ingenió para no evidenciar reacción alguna. Bruce Fish podía ser muy bueno controlando el disco, pero no era un hombre atractivo.
– ¿Tienes hijos? -le preguntó a Jane.
– No, nunca he estado casada -respondió ella, por lo que la conversación derivó hacia qué jugadores de los Chinooks estaban casados y cuáles no y quiénes tenían hijos. No era lo que se dice una conversación estimulante, pero alivió su preocupación respecto a que los jugadores la dejasen de lado.
Le devolvió a Rob su fotografía y decidió ponerse manos a la obra. Quería sorprenderles con su investigación, o como mínimo demostrarles que sabía hacer su trabajo.
– Dada la edad y la carencia de jugadores cedidos, los Coyotes están jugando mejor de lo que se esperaba este año -dijo, recitando lo que acababa de leer-. ¿Qué os preocupa especialmente del partido del miércoles?
Ambos la miraron como si hubiese hablado en una lengua incomprensible para ellos. Latín, tal vez. Bruce Fish se volvió y desapareció tras el respaldo de asiento. Rob guardó la fotografía en su billetera.
– Aquí llega el desayuno -dijo poniéndose en pie.
Martillo se marchó, dejándole bien claro que si bien era lo suficientemente buena como para hablar de periodismo y bebés, no lo era para hablar de hockey. Y a medida que el vuelo proseguía, se le hizo más evidente que los jugadores harían caso omiso de ella. A excepción de la breve charla con Bruce y Rob, nadie le dirigió la palabra. Daba igual; no podrían eternamente. Tendrían que permitirle entrar en el vestuario y responder a sus preguntas. Acabarían hablando con ella, si no querían enfrentarse a una acusación de discriminación.
No quiso el bollo ni el zumo de naranja. Alzó el brazo rígido entre los asientos, se desplazó hacia el asiento junto al pasillo, extendió sus artículos y los libros, y después se quitó la chaqueta gris de lana. Se centró en intentar memorizar las infracciones, cuándo se señalaba penalti y debido a qué tipo de falta, y las siempre confusas indicaciones arbítrales. Sacó un bloc de notas adhesivas de su maletín, apuntó toda una serie de detalles y pegó las notas dentro del libro.
Hacer avanzar su trabajo y su vida mediante notas adhesivas no era la manera más eficiente de conseguir que las cosas funcionasen, pero había probado con métodos más organizados, un programa para su ordenador portátil, por ejemplo, y había acabado tomando notas para saber qué era lo que tenía que escribir en él. Se compró una agenda, que utilizaba habitualmente, pero en las páginas de cada día sólo había notas adhesivas.
El año anterior se había comprado un ordenador de bolsillo, pero no acababa de acostumbrarse. Sin sus notas adhesivas, había sentido algo similar a un ataque de ansiedad, lo que la llevó a venderle aquel aparato a un amigo.
Apuntó los términos del juego que le resultaban desconocidos, pegó las notas en el libro y a continuación miró hacia la fila de Luc. Las manos de éste descansaban a los lados de un vaso de zumo de naranja que había sobre la bandeja. Procedió a abrir con sus largos dedos una bolsita de aperitivos.
Alguien pronunció su nombre y Luc se volvió. Su mirada se posó en algún punto detrás de Jane, y rió debido a un chiste que ella no captó. Su dentadura era blanca y regular, y su sonrisa podía hacer que una mujer pensara en muchísimos pecados. Después la miró y Jane se olvidó de aquella dentadura. Con ojos inexpresivos, él prosiguió su escrutinio descendiendo por su cara y su cuello hasta la mitad de su blusa blanca. Por alguna inquietante razón, Jane dejó de respirar mientras él fijaba la mirada en aquel punto. El instante se hizo eterno, extendiéndose entre ellos hasta que el entrecejo de Luc se convirtió en una línea recta. Entonces, sin alzar la vista, volvió a mirar al frente. Jane soltó el aire. De nuevo tuvo la sensación de que había sido juzgada y declarada culpable por Luc Martineau.
En el momento en el que el avión tocó tierra, la temperatura en Phoenix era de 23 grados y brillaba el sol. Los jugadores de hockey se anudaron las corbatas, se pusieron las americanas, y salieron en dirección al autocar. Luc esperó a que Jane Alcott pasara por su lado para levantarse y salir al pasillo. Mientras se ponía su americana de Hugo Boss, la estudió.
Llevaba la chaqueta de lana colgando del mismo brazo en el que portaba un gran maletín lleno de libros y periódicos. Tenía el cabello recogido en una tensa cola de caballo que le rozaba los hombros al caminar. Era muy baja (apenas si le llegaba a la barbilla) y, a través del olor a colonia y loción para después del afeitado, percibió cierto perfume floral.
De pronto el maletín chocó contra el respaldo de un asiento y Jane dio un traspié. Luc la cogió del brazo para evitar que cayese, pero el maletín se abrió y los periódicos y los libros fueron a dar al suelo. Él la soltó y se arrodilló a su lado en el estrecho pasillo, recogió el libro sobre las reglas oficiales de la NHL y «Hockey para principiantes».
– No sabes mucho de hockey, ¿no es así? -dijo al pasarle los libros. Las puntas de sus dedos se rozaron y ella lo miró.
La cara de Jane se encontraba a escasos centímetros de la suya, por lo que pudo estudiarla con detenimiento. Tenía un cutis perfecto y un leve rubor teñía sus suaves mejillas. Sus ojos eran del color de la hierba en verano, y pudo apreciar las finas líneas de las lentillas en los extremos de sus iris. Si no se tratase de una periodista y en su primer encuentro no le hubiese preguntado si había dejado las drogas definitivamente, quizás hubiese pensado que no era del todo fea. Incluso quizás hubiese llegado a pensar que no estaba mal. Quizá.
– Sé lo suficiente -respondió mientras apartaba su mano y metía los libros en el bolsillo delantero del maletín.
– No me cabe la menor duda. -Luc despegó una de las notas de la rodillera de su pantalón. En ella podía leerse: «¿Qué demonios es marcaje al hombre?» La agarró por la muñeca y le dejó la nota en la palma de la mano-. Parece como si realmente lo supieses todo.
Se pusieron en pie y él le cogió el maletín.
– Puedo con él -protestó Jane al tiempo que se metía la nota en el bolsillo de los pantalones.
– Deja que te lo lleve.
– Si estás intentando ser amable, debes saber que ya es tarde.
– No quiero ser amable. Lo que quiero es salir de aquí antes de que se vaya el autocar.
– Oh. -Ella abrió la boca para decir algo más, pero la cerró al instante.