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No les había contado, sin embargo, la historia completa de la Unidad de Crímenes Especiales, ni les había hablado de las facultades de Jaylene o de las suyas, omisión ésta que le molestaba menos por su compañera o por él mismo que por Samantha.

Lo cual le daba que pensar.

– ¿Qué ocurre cuando recibís el caso inmediatamente, después del secuestro pero antes de que se pague el rescate o de que aparezca el cuerpo? -preguntó Lindsay con curiosidad.

– Eso sólo ha ocurrido dos veces, y en ambas ocasiones fuimos en todo momento un paso por detrás del secuestrador. -Lucas titubeó un momento y luego añadió-: De hecho, tuve la clara sensación de que nos manejaba a su antojo.

– Lo cual -dijo Lindsay- presta credibilidad a la teoría de Sam de que ese tipo está jugando una especie de partida contigo, y de que lleva haciéndolo algún tiempo.

– Parece que Samantha y tú hacéis muy buenas migas -dijo Metcalf.

– ¿Dices eso porque no la trato como si fuera una leprosa, como hacéis los demás? ¿Porque estoy dispuesta a sentarme a tomar una taza de café y a hablar con ella?

– No sé a qué te refieres.

– Claro que lo sabes. -Lindsay sacudió la cabeza-. Se ofrece a quedarse aquí, en jefatura, delante de tus ojos y de los de todo el mundo, y sigues comportándote como si te hubiera robado al perro.

– Maldita sea, Lindsay, me están haciendo muchas preguntas y tú lo sabes. No puedo retenerla legalmente, y explicar que está aquí voluntariamente sería como abrir otra lata de gusanos.

– No veo por qué -respondió ella-. Tiene un catre en una de las salas de interrogatorio y se paga su comida, así que no es una carga más para el contribuyente. La prensa, desde luego, entiende lo que intenta hacer.

– Ah, sí -dijo el sheriff sardónicamente-, ya tienen titulares para hoy. «Cíngara intenta probar su inocencia quedándose bajo custodia policial.» Lo malo es que los periodistas más avispados han descubierto que el único modo de demostrar su inocencia de ese modo es que haya otro secuestro mientras ella esté aquí.

– El titular de mañana -murmuró Lucas.

Metcalf asintió con la cabeza.

– A juzgar por las preguntas que me han hecho, yo diría que sí. Naturalmente, se preguntan cómo es posible que esperemos otro secuestro. Como Luke y Jaylene dijeron ayer, la mayoría de los secuestradores no lo intenta dos veces, y muy pocos se quedan en el mismo sitio tras la entrega del rescate.

Lindsay hizo una mueca.

– No lo había pensado -dijo-. Pero es lógico que se lo pregunten, ¿no crees?

– Y no son los únicos -contestó el sheriff-. Han llamado el alcalde y dos concejales exigiendo saber por qué creo que va a haber otro secuestro y si sé quién será la víctima.

– Supongo que no se lo dijiste.

– Claro que no se lo dije. No pienso admitir delante de nadie que los desvaríos de una pitonisa chiflada están dictando parte de esta investigación.

Lucas se refrenó para no hacer una mueca ante la vehemencia de Metcalf, pero aquello le recordó nuevamente que Bishop no se había equivocado de rumbo al formar la unidad. Por increíbles que parecieran a menudo las facultades parapsicológicas, la gente era mucho más proclive a aceptar al menos la posibilidad de que existieran cuando quienes decían poseerlas tenían trabajos «serios» y se apoyaban en explicaciones científicas (aunque extraídas de ciencias especulativas) para describir y definir sus capacidades.

Y tener una placa federal no venía mal.

– Wyatt, Samantha no es una chiflada, ni desvaría -contestó Lindsay-. Además, con todas las cosas que se ven en la televisión y el cine últimamente, la gente está mucho más dispuesta a creer en los videntes de lo que puedas pensar. La mayoría de la gente, al menos.

– Si te refieres a ese tipo de la tele que asegura que puede leer el pensamiento, lo único que puedo decir es que eres mucho más ingenua de lo que imaginaba, Lindsay.

– Es muy convincente.

– Es un farsante. Lo suyo se llama intuición, y sea cual sea la habilidad que requiere, te aseguro que no es paranormal.

– De eso no puedes estar seguro -repuso ella.

– ¿Quieres que apostemos algo?

La discusión podría haber continuado indefinidamente si uno de los agentes más jóvenes no hubiera llamado al quicio de la puerta y se hubiera asomado a la sala de reuniones con expresión angustiada.

– ¿Sheriff? Si no le importa, tengo que irme a casa unos minutos. Ya he descansado para almorzar, pero…

– ¿Qué ocurre, Glen?

– Es que… quiero asegurarme de que Susie y la niña están bien. He llamado, pero no contesta.

– Puede que haya salido con el bebé -dijo Lindsay-. Hace buen día.

– Sí, puede ser. Pero prefiero asegurarme. -Sonrió con nerviosismo-. A lo mejor es porque soy padre primerizo, pero…

– Anda, vete -le dijo Metcalf-. No vas a quedarte tranquilo hasta que te asegures.

– Gracias, sheriff.

Cuando el agente se hubo ido, Lucas no les dio ocasión de reanudar la discusión. Al menos, en su presencia.

– Dado que estamos de acuerdo en repartirnos el trabajo todo lo posible, ¿por qué no os vais a comer? Yo esperaré a que vuelva Jaylene. Luego iremos nosotros.

– Por mí, bien -dijo Metcalf.

Lindsay asintió con la cabeza y los dos se marcharon.

Posiblemente no habían pasado más de cinco minutos cuando Lucas comenzó a maldecir en voz baja al darse cuenta de que había leído tres veces el mismo párrafo y seguía sin saber qué ponía. En lugar de intentarlo de nuevo, se recostó en la silla y se puso a tamborilear con los dedos sobre la mesa mientras discutía en silencio consigo mismo.

Por fin admitió la derrota, también en silencio, y se levantó. Salió de la sala de reuniones y bajó a la planta inferior del edificio, donde se encontraban las celdas y las salas de interrogatorio.

El agente de guardia lo saludó con una inclinación de cabeza y volvió a fijar la mirada en la revista que tenía en las manos. El único ocupante de las celdas era un joven muy afligido al que habían detenido por vandalismo y que, concentrado en compadecerse a sí mismo, no causaba ningún problema, de modo que la única obligación del agente consistía en vigilar los calabozos y la puerta cerrada de la sala de interrogatorios número tres.

En la que se alojaba temporalmente Samantha Burke.

La puerta no estaba cerrada con llave. Lucas vaciló; luego llamó una vez y entró.

El cuartito era, por lo general, espartano, con una mesa y unas sillas, una cámara de seguridad en un rincón del techo y un pequeño televisor enfrente. La adición de un camastro y de la mochila que contenía las pertenencias de Samantha reducía el espacio considerablemente y no bastaba para que su alojamiento temporal pareciera algo más confortable.

Ella estaba sentada a la mesa; tenía delante de sí un refresco y una caja de espuma de poliestireno con una ensalada comida a medias.

– Veo que sigues comiendo como un conejo -dijo Lucas por decir algo.

– Viejas costumbres. -Samantha bebió un sorbo de refresco mientras lo miraba fijamente. Luego dijo-: Dudo que sea el interés por mi almuerzo lo que te ha traído aquí. ¿Qué he hecho ahora, Luke?

– Ese agente, Champion. Ha sido él quien te ha traído la comida, ¿verdad?

– Sí. ¿Por qué?

– ¿Se le ha caído algo? ¿Le tocaste la mano?

– No sé de qué estás hablando -contestó ella con tranquilidad.

– Estoy hablando de que ha salido de aquí casi aterrorizado y se ha marchado corriendo a su casa a ver cómo estaban su mujer y su hija.