– Tengo entendido que los padres primerizos se preocupan mucho. -Su voz seguía siendo serena-. Y él es un padre muy orgulloso. Me enseñó una foto. Tiene una mujer muy guapa y una niña preciosa. Es lógico que esté orgulloso de ellas.
– Entonces fue eso. Tocaste la foto. ¿Y?
Samantha se recostó en la silla con un suspiro.
– Y le dije que debía irse a casa y desenchufar la secadora hasta que alguien la revise. Porque podía provocar un incendio.
– ¿Cuándo?
– Hoy. -Samantha sonrió con sorna-. Su mujer seca la ropa por la tarde, cuando hay menos demanda de energía. Además, a la niña le gusta el ruido que hace, la ayuda a dormir. Pero secar la ropa hoy no sería buena idea. Así que se lo dije. Y aunque no quería creerme, espero que haya ido a desenchufar la secadora. Sólo por si acaso.
Llevaba algún tiempo vigilándola, de modo que conocía su rutina al dedillo. Sabía cuándo debía raptarla y cómo. A esas alturas, esa parte le salía casi automáticamente; podía llevarla a cabo como un autómata.
Aquello no era lo divertido. Ya no.
Lo divertido era esto, y estaba disfrutando aún más sabiendo que por fin todos los jugadores necesarios habían ocupado sus puestos y estaban alerta.
Había empezado a pensar que nunca se darían cuenta.
Pero ahora… ahora empezaban por fin a comprender, y aquellos largos meses de planificación, de movimientos cautelosos y calculados, habían puesto todas las piezas sobre el tablero de juego.
A decir verdad, estaba saliendo todo tan bien que se preguntaba si de veras habría un dios.
Canturreaba para sí mismo mientras comprobaba los sellos para asegurarse de que no había filtraciones. Los repasaba meticulosamente: se negaba a cometer errores.
Si cometía alguno, aquello no sería una verdadera prueba acerca de cuál de los dos era más listo.
Así que comprobó cada centímetro, cada detalle, y revisó una y otra vez el plan hasta que estuvo absolutamente seguro de que no había pasado nada por alto, de que no había olvidado nada ni cometido ninguna equivocación.
Sacó brillo al cristal y al metal hasta que no quedó ni el asomo de una huella dactilar, ni una mancha, pasó el aspirador por tercera vez y separó minuciosamente todas las juntas para limpiar cada componente por separado.
Encontrarían sólo los indicios que él quisiera que encontraran.
Al acabar, se retiró y observó la habitación mientras imaginaba cómo sería. Ella era dura, así que no creía que al principio se asustara. Lo cual convenía a sus propósitos.
Nada más descubrir que era el miedo lo que atraía a Jordan, había elegido sus cebos aún con mayor cuidado. Le gustaban los duros, los que no se asustaban fácilmente. Porque eso hacía aún más dulce el instante en que comprendían lo que iba a ocurrirles y lo desvalidos que se hallaban para impedirlo.
Aquélla, se dijo, sería una de las mejores. Cuando por fin se derrumbara, su terror sería extremo. Él ignoraba si Jordan podría sentirlo u olerlo, pero en cualquier caso le golpearía como un puñetazo en el estómago.
Estar tan cerca.
Haberse dejado robar a una víctima inocente delante de las narices.
Y empezar a comprender el juego.
– Dios mío, Sam.
– ¿Qué? ¿Qué querías que hiciera, Luke? ¿Ignorar lo que vi? ¿Dejar que la chica y el bebé murieran?
– Claro que no.
– Pues entonces. Le advertí con toda la calma y la discreción que pude, aunque fuera a bote pronto. Estoy segura de que a ti se te habría dado mejor disfrazar el origen parapsicológico de la información, con todo tu entrenamiento y tu experiencia en estas cosas, pero…
– ¿Quieres dejar de una vez ese rollo? Las normas no las inventé yo, Sam. No fui yo quien decidió que nada que oliera a ferias ambulantes o a espectáculos de medio pelo podría formar parte de la unidad. Pero ¿sabes una cosa? Para tu información, en eso estoy de acuerdo con Bishop. He tenido que vérmelas con muchos policías escépticos y duros de mollera como Wyatt Metcalf y he llegado a la conclusión de que tenemos que parecer serios y actuar como tales, si queremos tener siquiera la esperanza de que nos acepten por lo que somos y nos crean. Para poder hacer nuestro trabajo.
– No me cabe duda de que tienes razón. A fin de cuentas, sueles tenerla. -Samantha cerró el recipiente de la ensalada y lo apartó-. Ya no tengo apetito. No me explico por qué.
A Lucas le dieron ganas de dar media vuelta y marcharse, pero se resistió a aquel impulso. Apartó la otra silla y se sentó frente a ella.
– Por favor -dijo Samantha-, siéntate.
– Gracias, eso pensaba hacer. -Él mantuvo una voz firme-. ¿Crees que seremos capaces de hablar como dos personas racionales un minuto?
– Puede que un minuto. Aunque yo no pondría la mano en el fuego.
– Dios mío, Sam…
– Eso ya lo has dicho.
Lo que Lucas dijo a continuación fue algo que no quería ni pretendía decir.
– Nunca quise hacerte daño.
Samantha se echó a reír.
Él supuso que se lo merecía, pero ello no hizo que le fuera más fácil aceptarlo.
– Es cierto. Sé que no me crees, pero es la verdad.
– En realidad te creo. ¿Y qué?
Lucas no era hombre que se dejara sorprender fácilmente, pero tuvo que admitir, al menos en su fuero interno, que Samantha conseguía desconcertarle.
– Entonces, ¿podemos dejar de pelearnos?
– No lo sé. ¿Podemos?
– Santo cielo, qué terca eres.
– Esto no es una conversación imparcial.
– ¿Tengo que recordarte otra vez que estoy investigando una serie de secuestros y asesinatos?
– Estamos. Yo también estoy aquí, Luke.
– El hecho de que estés aquí es sólo… -Se detuvo y luego concluyó lentamente-:… una casualidad.
Samantha contestó.
– Una circunstancia azarosa. Una coincidencia.
Ella cogió su refresco y bebió.
Lucas sintió de nuevo ganas de levantarse y salir de la habitación, y esta vez estuvo a punto de obedecer aquel impulso. Pero respiró hondo, exhaló lentamente y añadió:
– La feria no está en Golden porque un circo acabara de pasar por el siguiente pueblo de vuestra ruta normal. Está en Golden porque tú querías que estuviera.
– Yo no quería estar aquí, Luke, créeme. De hecho, habría hecho casi cualquier cosa por no estar aquí ahora mismo. Pero los dos sabemos que algunas de las cosas que veo no pueden evitarse, es así de sencillo. Y, por desgracia para ambos, ésta es una de ellas. Es el chiste clave de esta broma cósmica. En esa visión en la que te veía jugando al ajedrez con el secuestrador, también me veía a mí misma detrás de ti. No puedes ganar la partida sin mí.
Lindsay se estiró lánguidamente y bostezó.
– Dios, ¿tenemos que volver a jefatura?
Metcalf miró su piel tersa, que conservaba aún el moreno casi dorado del verano, y alargó la mano para tocarla.
– Puede que alguien se extrañe si no regresamos de comer -comentó distraídamente.
– Mmmm. ¿De comer? Con estos almuerzos nuestros, he perdido ya cinco kilos.
– Podemos parar a comprar una hamburguesa en el camino de vuelta.
– Siempre dices lo mismo, pero a la hora de la verdad ninguno de los dos tiene hambre.
– Así que perdemos unos cuantos kilos y volvemos al trabajo relajados y sin estrés. Yo diría que eso es un estupendo descanso para comer.
Lindsay hizo ademán de alargar el brazo hacia él, pero vio el reloj de la mesilla de noche por encima de su hombro y gruñó:
– Llevamos fuera casi una hora.
– Soy el sheriff. Puedo llegar tarde.
– Pero…
– Y tú también.
Regresaron muy tarde a la comisaría y, en vista de que nadie decía nada, Lindsay comenzó a preguntarse si su aventura secreta era tan secreta como ella creía.
La gente parecía muy empeñada en no hacer comentario alguno.