Выбрать главу

– Gracias por la advertencia -dijo ella.

– No hay de qué. -Tedesco sonrió ampliamente, mostrando un diente de oro-. Sinceramente, sheriff, agente Avery, haría cualquier cosa que estuviera en mi mano por ayudarles. Sobre todo ahora que Sam ha quedado fuera de su lista de sospechosos.

– ¿Quién ha dicho eso?

Tedesco levantó las cejas y miró al sheriff.

– ¿No es así? Sheriff, Samantha estaba en su calabozo cuando secuestraron a la inspectora Graham. Y hay docenas de testigos que la sitúan aquí cuando fue secuestrado ese hombre, el primero. Además, no han encontrado ustedes absolutamente ninguna prueba que la vincule con el crimen. Está, por otra parte, el hecho evidente de que Samantha no tiene ningún móvil ni fuerza física para llevar a cabo ese secuestro. Seguramente, hasta usted tendrá que admitir que es una sospechosa muy inverosímil.

Como no parecía que Metcalf estuviera dispuesto a admitir tal cosa, Jaylene dijo:

– Señor Tedesco, ¿nos disculpa un momento?

Él asintió inmediatamente con la cabeza y se alejó diciendo:

– Estaré en la caravana de la oficina, agente. Sheriff.

Metcalf lo miró mientras se alejaba.

– Caravana… -masculló-. Ese remolque cuesta ciento cincuenta de los grandes.

– Y es su casa -puntualizó Jaylene con calma-. Wyatt, ya hemos investigado a esta gente. Los has investigado tú mismo. Y la policía de unos ocho estados. Son ciudadanos decentes que respetan la ley, que dirigen juegos y espectáculos honrados, tratan bien a sus animales y educan a sus hijos. No han causado ningún problema y hasta han ido a la iglesia de Golden desde que están aquí. La mitad de los vecinos del pueblo serían mejores sospechosos que esta gente.

– Maldita sea.

– Tú sabes que es verdad. Y lo que ha dicho Tedesco también es cierto. Sólo perderemos un tiempo que no tenemos si concentramos nuestros esfuerzos aquí. Deja que un par de agentes les tomen declaración, si lo crees necesario, pero tenemos que seguir adelante. Aquí no encontraremos a Lindsay.

– ¿Estás absolutamente segura de eso? -preguntó él.

Jaylene le sostuvo la mirada sin vacilar.

– Absolutamente.

Metcalf desvió los ojos al fin y dejó caer los hombros.

– Entonces no tenemos ni una maldita pista, eso también lo sabes.

– Tenemos más de veinticuatro horas para encontrar alguna, antes de que haya que pagar el rescate. Te digo que aquí no encontraremos nada.

– Entonces, ¿dónde? -El sheriff hizo un esfuerzo por ocultar o disfrazar la desesperación que sentía y que se reflejaba en su voz-. No sé dónde buscar, Jaylene. No sé qué hacer.

– Te diré lo que puedes hacer -repuso ella todavía con calma-. Puedes olvidarte de algunas de tus convicciones y aceptar el hecho innegable de que el procedimiento policial rutinario quizá no pueda ayudarnos en este caso.

– Te refieres a Zarina -dijo él agriamente.

– Me refiero a Samantha Burke.

– Es lo mismo -bufó Metcalf.

Jaylene sacudió la cabeza.

– No, es distinto, y eso es lo que tienes que meterte en la cabeza. Zarina es una vidente, una adivina de feria que acepta dinero por decir la buenaventura. Así es como se gana la vida, y en su mayor parte es teatro, una farsa. Da a los clientes lo que esperan de ella. Les ofrece un espectáculo. Se sienta en una caseta rodeada de sedas exóticas y satenes y se pone un turbante ridículo para leer la palma de la mano o la bola de cristal. Ésa es Zarina. Pero Samantha Burke es una vidente auténtica y muy dotada.

– Yo no creo en todo ese rollo.

– No te estoy pidiendo que creas, Wyatt. Sólo te pido que aceptes el hecho, el hecho, de que hay cosas que escapan a tu comprensión y a la mía, cosas que la ciencia sin duda será capaz de explicar algún día. Acepta que Samantha Burke podría muy bien ser una de esas cosas. Y acepta que podría ayudarnos. Si dejas que lo intente.

– Pareces muy segura de eso -contestó él al cabo de un momento.

– Lo estoy -dijo ella-. Absolutamente segura.

– ¿Porque os ha ayudado a Luke y a ti antes? ¿Os ha ayudado a resolver alguna investigación?

– Sí. Y porque la conozco. Hará lo que esté en sus manos para ayudarnos.

– A vosotros, puede. Pero dudo que quiera ayudarme a mí.

– Lindsay le cae bien. Además, Samantha tiene un fuerte sentido de la responsabilidad. Nos ayudará.

– ¿Cómo?

– Eso ya lo veremos -respondió Jaylene.

– Quieres decir que tiene talento natural para trazar perfiles psicológicos -dijo Lucas.

– Dudo que sea licenciado en psicología, así que sí, seguramente sea autodidacta. Bien sabe dios que hay un montón de libros sobre el tema, eso por no hablar de Internet. Puede que se interesara por el arte y la ciencia del trazado de perfiles psicológicos… cuando tú entraste en escena.

– Me estás atribuyendo demasiada importancia.

– ¿O demasiada responsabilidad? -murmuró ella, y luego negó con la cabeza-. Tú no creaste a ese monstruo. Si no estuviera jugando esta partida contigo, estaría jugando a alguna otra cosa en la que tuviera que morir gente. Es lo suyo. Matar. Jugar con la vida de los demás. Pero yo apostaría a que, si alguna vez tienes ocasión de entrevistarlo, te dirá que decidió entregarse a este juego en particular cuando te vio en la televisión o leyó sobre ti en el periódico y comprendió que eras muy bueno encontrando a la gente… y que él era muy bueno haciéndola desaparecer.

– Santo dios -dijo Lucas.

Samantha se encogió de hombros; luego volvió la cabeza para observar el coche de Lindsay.

– Es solamente una teoría, claro. Un palo a ciegas de una profana sin formación académica.

– Esto no ha sido nunca cuestión de formación académica -repuso él.

– Lo sé. La clave era el turbante morado. -Su boca se torció un poco, pero mantuvo la mirada fija en el coche-. Era la… credibilidad.

– Nos movemos por una línea muy fina, Sam. Sin credibilidad, no se nos permitiría hacer este trabajo. Y es un trabajo importante. Un trabajo necesario.

– Eso también lo sé.

– Entonces deja de culpar a Bishop por tomar la decisión que tenía que tomar.

– No culpo a Bishop. Nunca le he culpado. -Dio un paso hacia el coche y añadió casi distraídamente-: Te culpo a ti.

– ¿Qué? Sam…

– Elegiste la salida más fácil, Luke. Dejaste que Bishop arreglara el lío que tú habías dejado atrás. Y seguiste adelante diciéndote que era lo mejor.

– Eso no es cierto.

– ¿No? -Samantha volvió la cabeza y lo miró-. Debo estar equivocada, entonces.

– Sam…

– Da igual, Luke. Ya poco importa, ¿no crees? -Fijó su atención en el coche patrulla-. Éste es el coche que solía conducir Lindsay, ¿verdad?

Lucas se resistía a cambiar de tema, pero el reloj que marcaba el tiempo en su cabeza y la cercanía de los ayudantes del sheriff que vigilaban el vehículo le convencieron de que aquél no era el momento ni el lugar para proseguir la conversación. Así que se limitó a decir:

– Sí, era el coche que tenía asignado.

Samantha rodeó el vehículo cautelosamente. Confiaba en que su recelo no fuera evidente, pero temía que Luke lo intuyera. Era probable que no viera nada cuando tocara el coche, cuando se sentara en él. Casi todo el tiempo iba por la vida tocando cosas sin sentir nada, salvo su presencia física, como una persona corriente.

Casi todo el tiempo.

Sabía, sin embargo, por experiencia que en situaciones de gran carga emocional aumentaba la frecuencia y la intensidad de sus visiones. Luke habría dicho que las emociones fuertes alteraban los campos electromagnéticos que la rodeaban y los sincronizaban con su cerebro, abriendo de ese modo la puerta a las visiones.