A ella no le interesaban mucho las explicaciones científicas, convencionales o especulativas, que se escondían tras sus habilidades. Nunca le habían interesado. El comprender cómo y por qué funcionaba su don no alteraba el hecho de su existencia. Lo único que sabía con certeza era que aquellas visiones, que habían afectado y dado forma a su vida hasta tal punto, eran reales y dolorosas, siempre una carga a la que no podía sustraerse, y a veces aterradoras.
Se preguntaba si Luke se daba cuenta siquiera de ello.
– No tenemos pistas, Sam -dijo él mientras la observaba-. Ninguna prueba. Ni un solo indicio de quién es ese cabrón, ni de dónde puede estar Lindsay. Necesitamos algo. Cualquier cosa. Sólo un lugar por donde empezar.
Ella dijo para ganar tiempo:
– ¿Sigues sin captar nada?
– Sí. O no puedo conectar con ella, o está drogada o inconsciente.
– O ya está muerta.
La mandíbula de Lucas se tensó.
– A no ser que el secuestrador haya cambiado su modus operandi, Lindsay no está muerta. Siempre espera al pago del rescate.
– Hasta ahora.
– Sí, hasta ahora. Pero en cualquier caso, a no ser que pueda acercarme a ella, tal vez yo no sienta nada, aunque ella lo sienta.
– ¿Te refieres a acercarte físicamente?
– La distancia física parece decisiva. Igual que otras cosas: hasta qué punto conozca a las víctimas o pueda llegar a conocerlas; hasta qué punto sepa cómo reaccionan ante el estrés y las situaciones traumáticas… Incluso una dirección, una zona. Necesito algo en lo que concentrarme, Sam.
– ¿Y si no puedo dártelo?
– No creo que el procedimiento rutinario consiga acercarnos a Lindsay antes de mañana por la tarde.
– Pero no quieres que me sienta presionada.
Él sonrió por primera vez, aunque fuera con una sonrisa torcida.
– Perdona. Nunca se me ha dado muy bien endulzar la verdad.
– Sí, de eso me acuerdo.
Lucas decidió no hacer ningún comentario al respecto.
– Por favor, intenta conseguir algo del coche.
Samantha procuró armarse mentalmente de valor, a pesar de que sabía que no le serviría de nada, y alargó la mano hacia el manillar de la puerta del conductor. Sintió algo en el instante en que lo tocó, un temblor íntimo que conocía bien y que era imposible describir, pero no se detuvo. Abrió la puerta y se deslizó tras el volante.
Le habían dicho más de una vez que sus visiones eran perturbadoras para quienes la observaban. No porque sus espectadores vieran lo que ella veía, naturalmente, sino porque la veían a ella.
Al parecer, era todo un espectáculo.
Lo único que vio, sin embargo, fue la cortina negra que caía sobre ella, siempre el primer indicio de la visión. Una negrura densa como el alquitrán. Siguió un brusco y sofocante silencio. Sintió el volante bajo sus manos al agarrarlo; luego, incluso el sentido del tacto desapareció.
Había pensando a menudo en la gélida sensación que la envolvía como en una especie de limbo. De pronto se hallaba suspendida, ingrávida e incluso informe, en un vacío más hueco de lo que cualquiera pudiera imaginar.
Ni siquiera ella podía recordar lo espantosamente vacío que le parecía hasta que estaba dentro de él.
Y el único modo de salir del abismo al que la arrastraba la visión era esperar firmemente el atisbo de otra vida, de otro tiempo, de otro lugar. Esperar mientras su cerebro sintonizaba la frecuencia adecuada y los sonidos y las imágenes comenzaban a discurrir ante el ojo de su mente como una extraña película.
Imágenes parpadeantes al principio. Ecos de sonidos y voces. Todo distorsionado hasta que, finalmente, encajaba en su lugar.
«… entiendes.»
«… entiendes.»
«… personal, entiendes.»
– No es nada personal, ¿entiendes?
A pesar de que estaba aún un poco aturdida por el efecto de las drogas, Lindsay reconocía una mentira cuando la oía.
– Claro que es personal -murmuró. Procuraba instintiva mente ganar tiempo mientras se esforzaba por distinguir en aquella voz despreocupada y tranquila algo que la ayudara a comprender a su secuestrador.
Una rendija en su armadura, era lo único que pedía. Una rendija que pudiera trabajar, ensanchar. Una flaqueza que pudiera explotar en su provecho.
– En absoluto. Al menos, en lo que a ti respecta.
– Yo soy un peón -dijo ella, y se arrepintió de haber hablado en cuanto aquellas palabras salieron de su boca.
– ¿Un peón? -Él pareció interesado-. Una partida de ajedrez. Me pregunto quién te ha metido esa imagen en la cabeza. ¿Lucas?
Lindsay se quedó callada. Estaba en una silla, con las muñecas aún atadas y la cabeza cubierta con una bolsa que la mantenía a oscuras. Su secuestrador estaba en alguna parte, tras ella.
– Así que por fin se ha dado cuenta de que es un juego, ¿no?
– Usted sabe que sólo es cuestión de tiempo que lo atrapen. -Mantuvo la voz firme y procuró con todas sus fuerzas sofocar el terror que empezaba a agitarse dentro de ella. Debía pensar claramente y no desvelar ninguna información que pudiera ayudar a su secuestrador-. Sobre todo ahora. Los secuestradores que se quedan demasiado tiempo en un mismo sitio se pintan a sí mismos de neón.
– Bueno, imagino que por ahora estoy a salvo. -Su tono se hizo relajado, casi locuaz-. No tengo ninguna relación con Golden, ¿sabes? Ningún vínculo con ninguno de vosotros.
– Entonces somos víctimas elegidas al azar, ¿no?
– Desde luego que no. No, todos vosotros fuisteis elegidos con sumo cuidado. Cada uno de mis invitados ha sido un elemento importante del juego.
– Seguro que fue un gran consuelo para ellos.
Él se echó a reír. Se rio, divertido.
Y ello no dio a Lindsay ni un asomo de esperanza.
– Está bien que tengas sentido del humor -le dijo él-. El sentido del humor es de gran ayuda para afrontar la vida.
– ¿Y para afrontar la muerte?
– Eso lo descubrirás tú antes que yo -contestó él alegremente.
Capítulo 5
Santa Fe, Nuevo México
– En un sitio tan bonito -dijo el agente especial Tony Harte- no deberían vivir asesinos.
– Eso no te lo discuto -repuso Bishop.
– ¿Hasta qué punto estás seguro de que ella vive aquí?
– Estoy razonablemente seguro. El jefe de policía ha ido a buscar la orden de detención.
– Entonces, ¿vamos a cerrar el chiringuito?
– Si no nos hemos equivocado con esa mujer. Y si no hay problemas para detenerla.
– ¿Voy haciendo las maletas?
– ¿Es que las has deshecho?
– A algunos de nosotros no se nos da tan bien como a ti vivir con la maleta a cuestas -contestó Tony.
– Espera a que tengamos noticias del comisario. -Bishop levantó la vista de su ordenador con el ceño algo fruncido-. ¿Qué ocurre?
– Oye, eso no debería pasar. Tú eres un telépata por tacto, no un telépata puro.
– Y tu cara es un libro abierto, aunque hables con ese tono de despreocupación. ¿Qué sucede?
Tony se sentó a horcajadas en una silla y miró a Bishop desde el otro lado de la mesa de reuniones que habían improvisado en la habitación del hotel.
– Nada bueno. Acabo de recibir un soplo de un amigo del este. Es periodista. Un amigo suyo está cubriendo ese asunto de Carolina del Norte.
Bishop no tuvo que preguntar a qué asunto se refería.
– ¿Y?
– La noticia de que hay un secuestrador en serie está a punto de hacerse pública.
– Mierda.
– Y eso no es lo peor, jefe.
– ¿Qué más hay?
– Samantha Burke.
Pasado un momento, Bishop se recostó en su silla y suspiró.
– Luke no la mencionó ayer, cuando llamó para informar.
– Lo cual seguramente no debería sorprenderte.