Samantha intentó recordar cómo era tener dieciséis años y desesperarse por tantas cosas, aunque sabía que ella no tenía nada en común con aquella adolescente tan guapa, ni con su vida común y corriente. Ella no había tenido bailes de instituto, ni ceremonias escolares, ni se había preocupado por llevar el mejor vestido, ni por qué defensa del equipo de fútbol le pediría salir un viernes por la noche.
A los dieciséis años, sus preocupaciones consistían en dedicar largas horas a ganar dinero suficiente para no morirse de hambre, preferiblemente sin tener que vender ni el cuerpo ni el alma.
No sentía, sin embargo, rencor alguno hacia aquella chica, y su voz, más baja y seria que de costumbre pero sin acento fingido, seguía siendo serena y tranquilizadora.
– Te diré, entonces, que debes concentrarte en ese chico, cerrar los ojos e imaginarte su cara. Cuando estés segura de que tienes su imagen en la cabeza, dame la mano.
Esa tarde había usado la bola de cristal, pero por algún motivo el mirarla dañaba su vista, y al final había cambiado aquella pieza de atrezo por la lectura de la mano, menos teatral, pero más directa y a menudo más precisa.
La muchacha cerró los ojos y su hermoso rostro se crispó un momento en una mueca de fiera concentración; después abrió los párpados y extendió la mano derecha.
Samantha la sujetó con delicadeza entre las suyas y se inclinó sobre ella para escudriñar con aparente intensidad las líneas que se cruzaban en la palma. Trazó con un dedo, sin apenas tocarla, la línea de la vida, más por el efecto que ello surtía que porque estuviera leyendo en realidad su significado.
Sabía un poco más de quiromancia que una persona corriente… pero sólo un poco más.
Con los ojos entornados, veía algo muy distinto a la mano de la chica.
– Veo al chico en tu mente -murmuró-. Lleva un uniforme. De béisbol, no de fútbol. Es lanzador.
La chica sofocó audiblemente una exclamación de sorpresa.
Samantha ladeó la cabeza y añadió:
– Te pedirá salir, Megan, pero no para el baile del instituto. Otro chico te invitará a ir al baile.
– ¡Oh, no!
– No te llevarás una desilusión, te doy mi palabra. Éste es el chico con el que estás destinada a estar en este momento de tu vida.
– ¿Cuándo? -musitó Megan-. ¿Cuándo me lo pedirá?
Samantha sabía la fecha exacta, pero sabía también cómo hacer que su revelación sonara más misteriosa y cargada de dramatismo.
– Durante la próxima luna llena -dijo. Levantó la mirada a tiempo de ver que una expresión de desconcierto cruzaba la cara de la muchacha, y sintió la tentación de aconsejarle irónicamente que mirara un calendario. O que mirara el cielo, puesto que las tormentas de última hora de la tarde habían pasado ya y una luna brillante y casi llena resplandecía, enorme, en el firmamento.
No recordaba si era la luna de la cosecha o la luna del cazador, aunque le parecía que esto último o bien era una coincidencia muy adecuada, o bien mostraba un sentido de la oportunidad deliberado por parte del secuestrador.
– ¡Gracias, Madame Zarina!
Al soltar la mano de la chica, Samantha no pudo evitar añadir:
– Ponte el vestido azul, no el verde.
Megan sofocó otra exclamación de sorpresa, pero antes de que pudiera decir nada más, Ellis salió de detrás de las cortinas que había a espaldas de Samantha y la condujo fuera de la caseta.
Samantha se frotó un momento las sienes y respiró hondo, intentando mantener la concentración. Luego Ellis regresó sola.
– ¿Qué, ya he acabado? -preguntó Samantha.
– ¿Bromeas? Hay por lo menos doce personas en la cola, y Leo dice que ya han vendido otra docena de entradas esta noche.
– ¿Entonces?
– Les he dicho que ibas a descansar diez minutos. Se ha corrido la voz de que esta noche no fallas una, así que nadie se ha quejado. -Ellis desapareció de nuevo tras las cortinas y regresó al cabo de un momento con una taza grande-. Te he traído un poco de té.
Samantha conocía bien a Ellis y sabía que no merecía la pena perder el tiempo llevándole la contraria, así que se limitó a aceptar el té y a beber un sorbo.
– Está muy dulce. No estoy cansada, ¿sabes?
– No, pero necesitas combustible y sé perfectamente que no vas a comer nada hasta que acabes. Llevas dos horas sin parar y no hace falta ser vidente para saber que se te están agotando las energías.
– La verdad es que estoy un poco cansada. Pero se me pasará.
Ellis se sentó en la silla de los clientes.
– A juzgar por tus reacciones y las de ellos, yo diría que llevas toda la noche dando en el clavo. Psíquicamente, quiero decir. ¿Es así?
– Sí. Es un poco raro, la verdad. No estoy teniendo visiones completas, sólo destellos. Y certezas. Nunca antes había estado tan… sintonizada.
– ¿Y por qué crees que es?
– No lo sé. Puede que esa visión tan extraña que tuve esta mañana cambiara algo. Tal vez me dejó más conectada de lo normal, dure lo que dure.
– ¿No estás adivinando por pura deducción?
Samantha negó con la cabeza. Había hecho aquello otras veces y sin duda volvería a hacerlo en el futuro, aunque eran cosas como aquélla las que levantaban las sospechas de los policías como el sheriff Metcalf. Porque un buen vidente podía interpretar el lenguaje corporal y los indicios gestuales -tics físicos y ademanes, normalmente inconscientes- de sus clientes, y tejer con ellos un sutil tapiz de conjeturas y medias verdades que se asemejaba a una facultad parapsicológica genuina.
O a un acto de magia.
Samantha no se enorgullecía particularmente de ello, pero, tal como Ellis había comentado, poseía un carácter eminentemente práctico y hacía lo que tenía que hacer para abrirse camino en la vida. El cartel que había a la entrada de su caseta afirmaba claramente que sus adivinaciones respondían únicamente «a fines recreativos», y, recelosa de los clientes demasiado vehementes o crédulos, los sopesaba con todo cuidado antes de ofrecerles otra cosa que un espectáculo.
Quienes iban a verla estaban normalmente ansiosos por saber, como la joven Megan, algo acerca de su vida amorosa, o si les ascenderían en el trabajo, o dónde podían encontrar la caja de caudales llena de dinero que supuestamente su tío abuelo George había enterrado en algún lugar del jardín.
Pero a veces… a veces tenían la cara pálida y perlada de un sudor surgido de la desesperación, y los ojos vidriosos, y la voz tan crispada que era como escuchar a un animal que sufriera. Samantha se esforzaba especialmente por reconocer a esos clientes enseguida, antes de que sus emociones, ya intensas, se desbordaran.
La ayudaba tener a sus espaldas media vida de experiencia. Más de una vez había hecho una lectura deliberadamente vaga para no disgustar o dar alas a un cliente cuyo estado mental fuera frágil.
– Entonces, ¿todo lo que les has dicho esta noche era cierto? -preguntó Ellis.
– Casi todo. Pero la mayoría eran cosas inofensivas. Aunque he visto un par de cosas que me ha parecido que no podrían soportar, y me las he callado.
– ¿Tragedias?
– Sí. He visto a una señora morir en un accidente de coche dentro de unos seis meses… y sabía que no podía decirle nada que cambiara el resultado. -Se estremeció y bebió otro sorbo de té caliente y dulce-. Sientes el impulso de decirles que vayan a abrazar a sus hijos o que hagan las paces con su madre, o que redacten esa lista de las diez cosas que quieren hacer antes de morir y las hagan de una vez. Pero sabes… sé… que, si me creen, sólo conseguiré que se derrumben y que sean infelices lo que les queda de vida. Así que no se lo digo. Sólo los miro… y oigo el tictac del tiempo que les queda. Dios mío, da miedo saber cosas así.