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– Supongo que sí. ¿Tú crees en el destino, Sam? Nunca me lo has dicho.

– Creo que ciertas cosas tienen que suceder como suceden. Así que, sí, supongo que creo en el destino. Hasta cierto punto.

– ¿Y el libre albedrío?

Samantha sonrió con ironía.

– Ésa es la cuestión. No me gustaría pensar que cada uno de mis pasos y de mis decisiones fueron dictadas antes de que naciera. Pero creo que el universo te pone en situación de tomar decisiones y de elegir alternativas que determinarán la siguiente bifurcación del camino. Cambias de decisión… y te encuentras en un camino distinto.

– ¿Por eso estamos en Golden ahora mismo?

Samantha bebió más té con el ceño fruncido.

– Naturalmente, también puedes decirme que me ocupe de mis asuntos.

– Es asunto tuyo. Tú también estás aquí.

Ellis sonrió vagamente.

– Entonces… ¿estamos aquí por tu camino o por el de Luke?

Samantha hizo una leve mueca.

– Lo mismo da.

– Entonces, ¿vais los dos por el mismo camino?

– No. Nuestros caminos simplemente se han… cruzado. Como en otra ocasión. Y esta vez me gustaría de veras seguir adelante sin sentirme como si… como si me hubiera tomado un ácido y un león me hubiera comido a medias.

Ellis levantó las cejas.

– Bonita imagen. ¿Como si te hubieras tomado un ácido? Eso es más de mi generación que de la tuya.

Samantha arrugó el ceño.

– Puede que lo haya copiado de ti. Pero, en todo caso, el resultado es el mismo. Cuando aquello acabó, me sentí como si hubiera perdido la cabeza y hubiera acabado hecha jirones. Por culpa de algo con dientes y garras.

– No creía que Luke fuera tan feroz.

– Tú no lo has visto de cerca.

– ¿Y tú sí?

Tras un momento de silencio, Samantha apuró la taza de té y se la devolvió a Ellis.

– Creo que se me ha acabado el descanso. Si no te importa decirle al siguiente cliente que pase, te dejo que vayas a ver cómo van los puestos.

Ellis supervisaba los puestos de comida y de aperitivos de la feria, además de hacer las veces de enfermera.

Se levantó sin protestar, limitándose a decir:

– Puedes eludir la cuestión cuando te pregunto yo, Sam, pero será mejor que seas sincera contigo misma. Sobre todo, ahora. Porque tengo la corazonada de que hace falta una razón muy poderosa para que vuelvas a cruzar adrede tu camino con el de Luke. Quizás… ¿una razón de vida o muerte? Y, cuando llega un momento como ése, las decisiones son puro instinto, salen directamente del corazón y de las tripas.

– Bonita imagen -masculló Samantha.

Ellis sonrió.

– El resultado es el mismo. -Se volvió hacía la entrada de la caseta y añadió-: Se te ha torcido el turbante.

Samantha masculló una maldición y levantó las manos para enderezarse el odioso turbante. Detuvo los dedos un momento sobre la seda vieja y delicada, rozó las piedras brillantes y suspiró.

La credibilidad. O la falta de ella.

Luke y los demás miembros de la Unidad de Crímenes Especiales tenían a sus espaldas el poder acreditado del gobierno federal, y aunque en su larga historia el FBI hubiera sido puesto en entredicho algunas veces, el respeto por los hombres y mujeres que formaban parte de él había sobrevivido, de eso no cabía duda.

Samantha contaba con el respaldo de la compañía de circo «Después del anochecer», cuyos números eran bulliciosos, coloridos y destinados a la pura diversión. Juegos, atracciones y espectáculos curiosos. Como el suyo.

Como ella.

Pero ¿qué decisiones había tomado ella en un principio? Muy pocas. Una, en realidad. Una sola elección. Una sola alternativa: inventar a Zarina, con todo su misticismo seductor y su teatralidad, o morirse de hambre.

Tenía quince años la primera vez que se puso el turbante. Empezó a merodear por la feria cuando ésta pasó cerca de Nueva Orleans, adonde ella había llegado en el transcurso de sus viajes en autostop. Ofrecerse a leer el porvenir en las esquinas le había servido de poco, como no fuera para que la arrestaran una o dos veces, incluso en Nueva Orleans, y pensó que tal vez en una feria ambulante necesitaran o quisieran, al menos, una adivina.

Leo aceptó en cuanto ella adivinó, con cierta beligerancia, que su madre había sido cantante de ópera y su padre médico y le dijo que el lanzador de cuchillos, que tenía problemas con la bebida, heriría a su ayudante en una oreja en la función de esa noche y acabaría por matar a alguien si no le quitaban los cuchillos.

Todo acertado, al menos hasta la predicción acerca del espectáculo de esa noche; después, Leo despidió al lanzador de cuchillos.

Y Samantha se unió a la compañía de circo «Después del anochecer». Con el paso de los años, había pulido y refinado su número. Se cubrió de lienzos de tela colorida y de tintineantes joyas de oro, se aplicó un denso maquillaje para parecer más mayor… y tomó prestado un turbante que la madre de Leo había lucido en algunos de los mejores escenarios de Europa.

Nunca fue su intención convertirse en adivinadora de feria. No estaba del todo segura de por qué no se había retirado para dedicar su vida a otra cosa, sobre todo cuando tuvo suficiente seguridad en sí misma y dispuso de algunos ahorros, y el miedo a morirse de hambre la abandonó. Ello se debía, suponía, a que había sido más fácil dejarse llevar día tras día, año tras año, quedarse con gente que le gustaba y hacer un trabajo que exigía poco de ella, aislada y recluida en su pequeño mundo ambulante.

Al menos, hasta la aparición de Luke.

Se miró las manos, que había cruzado sobre el tapete de raso de la mesa, y oyó un susurro cuando Ellis hizo entrar al siguiente cliente antes de desaparecer sin hacer ruido por la cortina que había a su espalda.

Entonces dio comienzo a su charla de costumbre diciendo:

– Cuéntale a Madame Zarina qué es lo que deseas saber… -Estaba a punto de añadir «esta noche», pero no se molestó al ver caer sobre la mesa, junto a sus manos, un anillo.

– He oído decir que es más fácil si tocas algo. -La voz de la mujer era uniforme, comedida-. Así que he traído esto. ¿Podrías tocarlo, por favor?

Samantha levantó lentamente la vista. Había comprendido al instante que aquella mujer entraba dentro de la categoría de los desesperados. Había perdido algo o a alguien. Necesitaba respuestas y las necesitaba desesperadamente.

Era una rubia de ojos marrones, de unos treinta años, guapa y de atuendo informal. Y sufría. Tenía la cara demacrada, se retorcía las manos sobre el regazo y estaba tan tensa que el esfuerzo de estarse quieta prácticamente la hacía temblar. Quería hacer algo, se sentía impelida a la acción, a una acción de la clase que fuese. A aquella acción.

Samantha miró el anillo. Una piedra preciosa correspondiente al mes del nacimiento de alguien, se dijo. Un ópalo. Una sortija pequeña y sencilla con la gema engarzada. ¿El anillo de una niña?

Fijó de nuevo la mirada en la mujer.

– Algunas cosas perdidas no pueden encontrarse nunca -dijo.

La boca de la mujer tembló y volvió a aquietarse.

– ¿Puedes intentarlo, por favor?

Su instinto le decía que rehusara, que inventara alguna excusa, que le devolviera su dinero a aquella mujer y pusiera fin a aquello. Pero se descubrió alargando la mano y recogiendo el anillo.

La oscuridad y el frío la envolvieron inmediatamente, y comenzó a asfixiarse, a ahogarse.

Después no sabría nunca si fue su instinto de supervivencia o la certeza absoluta de cómo acabaría la visión -y de cómo acabaría ella misma si seguía atrapada en aquel abismo-, pero, fuera como fuese, soltó el anillo. Y tan repentinamente como se había sentido arrastrada a aquella visión, fue expulsada de ella.

Miró con fijeza la sortija que yacía sobre la mesa y se miró luego la palma de la mano, donde una línea circular blanca se había superpuesto a la tenue línea roja que le había dejado el principio de congelación de esa mañana.