Выбрать главу

– Si yo fuera un secuestrador y estuviera reteniendo a una víctima a la que quisiera mantener inmovilizada y en silencio durante catorce horas más, elegiría un lugar muy apartado.

– No puedo creer que vayáis a hacerle caso a esa chiflada.

– Son las doce y media -dijo Lucas con firmeza-. El rescate debe entregarse mañana por la tarde, a las cinco. Dieciséis horas y media, Wyatt. Te aseguro que Sam es de fiar, y las indicaciones que nos ha dado tienen sentido, teniendo en cuenta el modo de actuar de nuestro secuestrador. Así que, a menos que se te ocurra algo mejor, pienso seguir inspeccionando esas fincas aisladas… empezando por las que tengan cerca algún curso de agua.

Metcalf movió la cabeza de un lado a otro. La obstinación que hacía proyectarse su mandíbula hacia fuera parecía mitigada únicamente por la angustia y el temor enfermizo de sus ojos.

– Maldita sea, no se me ocurre nada mejor.

– A mí tampoco. Y no hace falta que Sam nos diga que a Lindsay se le está acabando el tiempo.

– Lo sé. Lo sé. -Metcalf se levantó con esfuerzo; cada línea de su cuerpo evidenciaba su cansancio-. Entonces, ¿de veras eres un vidente?

– Sí, de veras.

Con la vaga convicción de que la palabra «vidente» abarcaba un amplio espectro de posibilidades, el sheriff añadió:

– ¿Qué clase de vidente eres? ¿Qué haces? ¿Mirar bolas de cristal, como Zarina? ¿Ver el futuro?

– Encuentro a gente perdida. Percibo su miedo.

Metcalf parpadeó.

– ¿Samantha te estaba advirtiendo? ¿Por eso ha dicho…?

– Sí. Por eso.

– Mierda -masculló el sheriff.

Al principio, Lindsay pensó que era extraño que el secuestrador le hubiera dejado el reloj en la muñeca, intacto. Pero luego, a medida que los minutos pasaban y se convertían en horas, comenzó a comprender su propósito.

Quería aterrorizarla.

Era parte de su juego.

Aquello se le hizo evidente a eso de las nueve, el viernes por la mañana, después del fracaso de su enésimo intento de abrir un agujero a puntapiés en las paredes transparentes que la rodeaban para salir a la oscuridad indistinta que se extendía más allá. Las diversas bandas de acero que envolvían y reforzaban las gruesas láminas de cristal, aparentemente irrompibles, eran lo bastante fuertes como para resistir sus más arduos intentos de atravesarlas.

Y lo que era peor aún, tenía la fuerte sospecha de que se estaba quedando sin aire. Fue entonces cuando miró su reloj.

Las nueve en punto.

Las nueve en punto de la mañana del viernes.

El secuestrador siempre exigía que el rescate se entregara a las cinco de la tarde del viernes. Y los federales estaban convencidos (o casi) de que nunca mataba a sus víctimas hasta que el dinero se entregaba sin contratiempos. De modo que probablemente disponía de ocho horas.

Ocho horas para encontrar un modo de salir de aquella pecera sellada.

Ocho horas de vida.

Eso, suponiendo que el secuestrador no hubiera calculado mal cuánto aire necesitaba para sobrevivir durante ese tiempo.

– Mierda -masculló-. Mierda, mierda, mierda. -Maldecir solía hacer que se sintiera mejor. Pero esta vez no le sirvió de nada.

Se sentó con las piernas cruzadas sobre el suelo, observó detenidamente el tanque y procuró conservar la calma y el sentido común para pensar con claridad, para intentar encontrar una falla en el cristal. Se había arrojado con todo su peso contra diversos puntos y rincones del tanque, sólo para acabar magullada, jadeante, exhausta y con la sensación de ser un pájaro que se estrellara una y otra vez contra los barrotes de su jaula.

«Piensa, Lindsay.»

El rostro de Wyatt anegó su mente, y lo apartó con fiereza. No podía pensar en él en ese momento. No podía pensar en sus errores, ni en sus remordimientos, ni en otra cosa que no fuera descubrir un modo de salir con vida de allí.

Después habría tiempo para todo lo demás.

Tenía que haberlo.

Intentó concentrarse, estudiar su prisión. Entonces oyó un sonido leve y extraño.

Un goteo.

Se puso en pie y se acercó al rincón en el que la tubería sobresalía del grueso cristal. La tubería que había permanecido, hasta ese instante, perfectamente seca. Ahora goteaba agua. No mucha, ni muy aprisa; sólo un goteo constante.

Recorrió con la mirada la jaula.

El tanque.

Las paredes de cristal. El techo de cristal. El suelo, de algún tipo de metal. Todo sellado con esmero. A prueba de agua.

Comprendió que no iba a quedarse sin aire.

Mientras miraba, el goteo fue convirtiéndose en un chorro delgado.

– Dios mío -musitó.

Casi todos se tomaron un breve descanso a eso del mediodía, pero nadie quería perder ni un minuto. Habían conseguido inspeccionar menos de dos tercios de las fincas de la lista y ninguno de los miembros de los equipos de rastreo se hacía ilusiones: no podrían llegar a tiempo a todas las que quedaban.

Estaban exhaustos, con los nervios de punta por las circunstancias y por tanta cafeína. El terreno, por otra parte, no ayudaba: la búsqueda exigía un gran esfuerzo físico, era incluso agotadora, y el cansancio empezaba a apoderarse de todos ellos.

A las tres, Wyatt Metcalf dejó a los equipos de rastreo para ir al banco a sacar el dinero del rescate. Tenía orden de entregarlo solo. Ésas eran siempre las instrucciones.

Lucas le aconsejó que llevara un sensor o escondiera un dispositivo de seguimiento en la bolsita que contenía el dinero, pero se vio forzado a admitir que, siempre que habían podido intervenir en la investigación a tiempo de tomar tales medidas, el secuestrador había encontrado un modo de desactivar o cortocircuitar electrónicamente el dispositivo, o bien no había recogido el rescate.

Y su víctima había aparecido muerta.

Metcalf no estaba dispuesto a asumir ningún riesgo tratándose de la vida de Lindsay. Pensaba seguir las instrucciones al pie de la letra. Se negó a llevar dispositivos de búsqueda, a que lo acompañaran o a que lo vigilaran en modo alguno las fuerzas de seguridad.

– Es duro ser policía y novio al mismo tiempo -murmuró Jaylene cuando el sheriff les informó a través de la entrecortada emisión de radio de que iba a recoger el dinero y de que lo entregaría sin ningún sensor ni dispositivo de seguimiento.

– No está pensando como un policía -dijo Lucas con un dejo de cansancio.

– ¿Tú podrías?

Sin contestar a aquello, su compañero se inclinó de nuevo sobre el mapa desplegado sobre el capó del todoterreno y torció el gesto.

– Seis fincas más en nuestra lista. Y dos de ellas en las cercanías o junto a un curso de agua.

Champion, que se había acercado para examinar el mapa, meneó la cabeza.

– Si seguimos dando prioridad a los sitios con agua…

– Así es -le dijo Lucas.

– Entonces no hay modo de inspeccionar esos dos lugares antes de las cinco. Es imposible. No sólo están a unos cuantos kilómetros de distancia, sino que para llegar a éste… -clavó un dedo en el mapa-… no hay ninguna carretera. Tardaremos por lo menos una hora y media desde aquí, y eso suponiendo que las lluvias del verano no hayan barrido las colinas y los barrancos como suele ocurrir. Calculo que estaríamos allí sobre las cuatro y media, con mucha suerte. A las cinco, si la zona está en tan mal estado como me temo. Y eso sin contar el tiempo que tardaremos en inspeccionar los edificios que queden de ese viejo pozo minero.

– ¿Y el otro sitio? -preguntó Jaylene.

Champion se mordisqueó el labio inferior mientras miraba pensativamente el mapa.

– El otro sitio es la cabaña de cazadores de la laguna Simpson. Está muy apartada, pero hay un camino medio decente que llega hasta la mitad del trayecto, por donde antes iban las vías del tren. Desde aquí… menos de una hora, probablemente. Pero está en dirección contraria, así que, aunque tuviéramos toda la suerte del mundo, no podríamos inspeccionar los dos sitios. No antes de las cinco. Ni siquiera antes de las seis, si queréis mi opinión.