– ¿Dónde está?
– El agua… cada vez es más profunda…
– Enséñamelo. -La voz de Jaylene era serena y baja, pero exigente-. ¿Por dónde, Luke? ¿Dónde está Lindsay?
Él se quedó inmóvil un momento; después volvió a sobresaltar a Champion al volverse bruscamente hacia el oeste.
– Por aquí. Está… por aquí.
Antes de que Jaylene pudiera mirar el mapa o preguntar, Champion dijo:
– El pozo minero. Está al oeste de aquí. Por donde está señalando. ¿Deberíamos…?
– Sí. Ahora mismo.
Para cuando Champion acabó de recoger el mapa, Jaylene había conducido a Lucas al asiento del copiloto y se había montado atrás. El ayudante del sheriff se sentó tras el volante, como anteriormente, y pensó que todo aquello le asustaba un poco.
– No le queda mucho tiempo -murmuró Lucas-. Está asustada. Está muy asustada.
Champion miró al agente federal y masculló una maldición, acongojado. Lucas tenía la vista clavada hacia delante, la cara sudorosa y todavía pálida como la de un fantasma, y los ojos extrañamente… fijos. Como si estuviera mirando algo muy, muy lejano.
Sin perder un instante, Champion puso rumbo al oeste, hacia la vieja mina de oro.
– ¿Cómo lo sabe? -preguntó.
– Ella tiene miedo y él lo siente -contestó Jaylene-. ¿Luke? ¿Hasta qué punto estás seguro?
– Está por aquí. En esta dirección. Hace frío. Hace frío y hay humedad… y está sola.
– Glen, ¿alguno de los otros equipos está más cerca de la mina que nosotros?
– No creo. Y aquí arriba la comunicación por radio es muy mala. Pero podemos intentarlo.
– Yo me ocupo de la radio. Tú concéntrate en conducir. -Jaylene se encaramó a medias entre los asientos delanteros, cogió la radio e intentó contactar con los otros equipos.
– Aprisa -dijo Lucas.
– ¿Tan seguro estás? Tienes que estar seguro, Luke. Si puedo ponerme en contacto con alguien y alejo a uno o dos equipos de las zonas previstas…
– Está allí. Está sola. Ese cabrón la ha dejado sola. -Su voz era extraña, adelgazada. Atormentada.
Champion sintió de pronto un regusto amargo en la boca. Por vez primera sentía un temor auténtico.
Jaylene siguió intentando comunicar con los otros equipos, pero para cuando Champion calculó que estaban casi a medio camino de la mina, había perdido la esperanza de conseguirlo. Era imposible contactar por radio y allí, sin cobertura alguna, sus teléfonos móviles eran más que inútiles.
– Estamos solos -le dijo a Champion-. Si Lindsay está allí, somos la única esperanza que tiene.
– ¿Seguro que está allá arriba?
– Luke está seguro. Y, cuando se pone así, nunca se equivoca.
– Échate hacia atrás y abróchate el cinturón -ordenó Champion, y redujo la marcha del todoterreno para trepar por la pendiente casi vertical que se alzaba ante ellos.
Jaylene obedeció a medias, se echó un poco hacia atrás y se agarró a los asientos delanteros mientras el vehículo daba tumbos entre socavones lo bastante grandes como para inmovilizar a otros coches o camionetas.
– Aprisa -repitió Lucas. Tosió, pareció intentar tomar aire.
– Maldita sea -dijo Jaylene amargamente.
– Dios mío, ¿está allí con Lindsay? -preguntó Champion mientras forzaba el coche al máximo.
– Lucas siente lo que ella siente -repitió Jaylene-. Apresúrate.
Lucas volvió a proferir un gemido. Respiraba entrecortadamente.
Champion se alegraba de que el todoterreno hiciera tanto ruido, de que el motor se ahogara y de que los neumáticos se pegaran al terreno como los pies de un gato, porque lo que estaba sucediendo en el asiento del copiloto le ponía literalmente los pelos de punta.
Era como si Lindsay estuviera allí. Sentada allí, en el asiento de cuero. Ahogándose. Cada leve jadeo sonaba como si alguien estuviera asfixiándose, y Champion sabía que ese alguien era Lindsay. Sentía que era ella con tanta fuerza que temía volver la cabeza y mirar, porque estaba absolutamente seguro de que la vería allí, a su lado.
Ahogándose.
Lo que no sabía era hasta qué punto estaba conectado con ella Luke, hiciera como hiciese aquello. El caso era que lo estaba haciendo, que estaba de algún modo unido a Lindsay, ¿y qué pasaría si ella se ahogaba?
Champion no preguntó.
Jaylene se echó hacia delante y pese a las sacudidas del coche se mantuvo en equilibrio mientras miraba fijamente a su compañero.
– ¿Luke?
El tosió, masculló:
– Está oscuro…
– Mierda. ¿Cuánto queda, Glen?
– Quince minutos, por lo menos -contestó él mientras luchaba con el volante y con la tendencia del todoterreno a dar tumbos.
– Luke…
– No. No, maldita sea…
Champion le lanzó una mirada rápida y al instante se dio cuenta de que el hilo que lo unía a Lindsay se había roto. Lucas parecía aturdido y movía la cabeza como si quisiera despejarse.
– ¿Luke?
– Ese cabrón la ha dejado sola -dijo él con voz pastosa-. La ha dejado sola. Todas estas horas.
Jaylene no dijo una palabra más. Lucas tampoco. Se quedó allí sentado, junto a Champion, en el coche que se zarandeaba y se ahogaba, y su cara pálida y su mirada atormentada parecían decir a todo el que se molestara en mirar lo que encontrarían cuando llegaran a la vieja mina de oro.
Aun así, cuando irrumpieron en el edificio de bloques de cemento que antaño había servido de almacén a la mina, Champion no estaba preparado para lo que encontraron.
Hasta el día de su muerte recordaría la imagen de Lindsay Graham suspendida en un tanque lleno de agua y deslumbradoramente iluminado desde abajo, con los ojos abiertos e inermes y una mirada que parecía acusarles a todos.
Capítulo 8
Lunes, 1 de octubre
La inspectora Lindsay Graham fue enterrada junto a sus padres, en la tumba familiar, una tarde gris y brumosa. Sus padres habían muerto también prematuramente, aunque en su caso fuera culpa de un conductor borracho y de una carretera helada. Ellos no fueron conducidos a la tumba por policías uniformados, en ataúdes envueltos en banderas, ni fueron saludados por docenas de agentes, muchos de los cuales lloraban abiertamente en tanto se oía el sonido plañidero de las gaitas.
Su muerte no fue noticia de primera plana ni siquiera en el periódico local de Golden, ni mucho menos en varios diarios regionales, ni hubo periodistas que atosigaran a la poca familia que les quedaba en busca de comentarios.
Lindsay murió siendo mucho más famosa -o tristemente célebre- de lo que había sido en vida, cosa que sin duda no habría suscitado en ella otra cosa que un cínico sarcasmo. Porque al final, famosa o no, descendió a la tierra sola, igual que sus padres.
Caitlin se quedó de pie junto a la tumba hasta mucho después de que los demás se hubieran ido. Abrazada a la bandera pulcramente doblada en triángulo que le habían ofrecido, pensaba en todo aquello. Pensaba en su hermana. Por la razón que fuera, no habían estado muy unidas, pero se caían bien y se respetaban, se dijo Caitlin.
Era ya demasiado tarde para desear que hubiera habido algo más.
Wyatt Metcalf se acercó a ella.
– Te llevaré al hotel -se ofreció.
No habría para Lindsay el tradicional ágape después del entierro. A ella nunca le había gustado aquella costumbre: los platos cubiertos y las voces sofocadas, los coches aparcados en fila en las largas entradas de las casas de campo y las coronas fúnebres en las puertas de los familiares del difunto.
– Enterrad a los muertos y seguid viviendo -había dicho más de una vez, quizá con la sabiduría, duramente ganada, de una agente de policía. O de una huérfana. De pronto, Caitlin deseaba desesperadamente saber de dónde había extraído aquella convicción.
Pero era ya demasiado tarde para preguntárselo.