De momento, Samantha no le había pedido que alterara sus planes, pero Leo temía que lo hiciera. No le hacía falta ser vidente para darse cuenta de que aquel secuestrador en serie la obsesionaba, de que se sentía en cierto modo impelida a involucrarse en el asunto. Incluso creía conocer el motivo.
Luke.
En los quince años que hacía que la conocía, sólo una vez la había visto perder su obstinado pragmatismo natural, y el dolor de aquella experiencia la había cambiado para siempre. Algo en ella había quedado destruido, pensó Leo. No por capricho, ni de manera premeditada siquiera, pero destruido al fin y al cabo.
Aquello entristecía a Leo. Y también le ponía furioso.
– Quédate ahí mucho más tiempo y acabarás llamando la atención. Y no es lo que más conviene ahora mismo en Golden.
Sobresaltado, Leo volvió la cabeza y miró fijamente a aquel hombre, que parecía salido de la nada.
– ¿Cuánto tiempo llevas ahí? -preguntó.
– Desde antes del entierro.
– ¿Por qué? -Leo respondió a su propia pregunta-. Estás vigilando a Sam, ¿no es eso?
– ¿No crees que deba hacerlo?
Leo se mordió el labio inferior.
– No sé. A ella no le gustará, de eso estoy seguro.
– Me importa una mierda que le guste o no.
– Entonces, ¿por qué no la sigues ahora?
– No tengo que seguirla. Está con Caitlin Graham, tomando un café en ese bar de la carretera. O en lo que en este pueblo pasa por ser un bar. Podría envenenarse con el café, pero allí no va a pasarle nada más.
Leo sacudió la cabeza, preocupado.
– Está expuesta, a plena vista. Antes podía salir de la feria e ir a cualquier parte sin que nadie la reconociera. Pero los periódicos han sacado fotos suyas sin el disfraz de Zarina. Ahora todo el mundo sabe qué aspecto tiene Samantha Burke. Quiero decir que es como si tuviera una gigantesca diana pintada en la espalda. ¿Has visto los periódicos? ¿Has visto lo que están diciendo en televisión?
– Sí.
– Puede que la gente de Golden no se haya formado todavía una opinión sobre Sam, pero los medios sí se la han formado, de eso no hay duda. Les encanta la idea de que sea una vidente auténtica. Es cuestión de tiempo que lo que ahora sólo interesa en el estado y en esta región se convierta en una noticia de alcance nacional. Un día sin muchas noticias, y me lloverán llamadas de la CNN.
– No tienen pruebas de que sea una vidente auténtica. El departamento del sheriff se negó a confirmar que estuviera bajo sospecha, y menos aún que predijera el secuestro de Lindsay Graham o cualquier otro, y que se ofreciera voluntariamente a permanecer bajo vigilancia para limpiar su nombre cuando hubiera otro secuestro.
– ¿Hemos visto lo mismo en la tele? -preguntó Leo-. ¿Hemos leído los mismos periódicos? Esa gente no necesita pruebas ni confirmación de ninguna clase para empezar a especular, y ahora mismo están especulando como locos.
– Para la feria es bueno.
– Claro que sí, a corto plazo. Tenemos montones de publicidad y enjambres de curiosos dispuestos a pagar la entrada. Pero a largo plazo no estoy tan seguro. Ni sé qué efecto va a tener esto sobre Sam. Ya trabaja demasiadas horas y apenas duerme. Tú sabes tan bien como yo que no puede seguir así mucho tiempo, viviendo a base de cafeína, de sus propios nervios y del último programa nocturno de la tele.
– Tú eres de otra generación.
Leo arrugó el ceño.
– ¿Qué? Ah, ¿lo dices por lo del programa nocturno?
– Bueno, te deja un poco anticuado. Ahora el entretenimiento dura veinticuatro horas, siete días a la semana; ya no hay últimos programas nocturnos, ni cadena de televisión nacional, ni pantalla llena de nieve que nos acune hasta dormirnos de madrugada.
– Está claro que tú te acuerdas de esas cosas.
– Sólo las conozco de oídas. Un primo más mayor que yo solía contarnos historias de miedo. Las sacaba de no sé qué programa llamado Teatro del horror, una versión local del último programa del día, supongo. Fantasmas y vampiros y cosas que hacían ruido de noche.
Leo notó un leve escalofrío que no supo explicarse. Frunció aún más el ceño.
– ¿De veras tenemos que hablar de cultura popular en este momento?
– Si. Por lo menos, uno de los dos.
– ¿Te importaría ser un poco más serio?
– Yo -contestó con calma su interlocutor- soy tan serio como un ataque al corazón.
A pesar de su pregunta, Leo no necesitaba que se lo recordara.
– Entonces dime qué vas a hacer al respecto -dijo.
– Haré lo que me pagan por hacer.
– ¿Qué es…?
– Por ahora, esperar.
– ¿Esperar? ¿Y qué mierdas esperas?
– Lo creas o no, una señal.
Lee pestañeó.
– ¿Una señal?
– Sí. Me han dicho que la reconoceré cuando la vea. Y que no debo permitir que me distraiga. De momento, nada tenía pinta de señal, al menos para mí. Así que… sigo esperando.
– Está muriendo gente, ¿o es que no lo has notado? -Leo fijó la mirada en él y tuvo que refrenar el impulso de dar un paso atrás. Había, pensó, hombres a los que no convenía presionar. Y aquél era uno de ellos. Le convenía recordarlo-. Sólo era un decir -añadió apresuradamente.
– Sí, bueno, díselo a alguien que no lo sepa. Yo sí lo sé.
– Ya. Claro. -Leo titubeó; luego dijo, indeciso-: ¿Alguna idea de cuándo va a presentarse esa señal?
– En realidad, no.
– Pareces un poco…
– ¿No lo estarías tú?
Leo se quedó pensando y asintió con la cabeza.
– Sí, supongo que sí. Me sentiría frustrado y un poco… inútil.
– Muchas gracias por expresarlo en voz alta.
Leo decidió marcharse mientras aún siguiera de una pieza. Se aclaró la garganta y preguntó:
– ¿Vuelves a la feria?
– Todavía no.
Leo aventuró un último comentario.
– Creía que habías dicho que no tenías que seguir a Sam -dijo.
– Pero no he dicho que no fuera a vigilarla.
– Tenía miedo.
Sin levantar la mirada del informe de la autopsia que estaba leyendo, Lucas dijo con voz firme:
– Claro que tenía miedo.
– Dices que lo sentiste.
Lucas guardó silencio.
– Y bien, ¿no es así?
– Déjalo ya, Wyatt.
El sheriff se removió, inquieto, en su silla.
– Necesito… necesito saberlo. Saber por lo que pasó.
– No, no lo necesitas.
– Tengo que saberlo, ¿es que no lo entiendes?
– Ni siquiera deberías estar aquí hoy. Vete a casa. Date tiempo para llorarla.
– No puedo irme a casa. ¿Qué iba a hacer allí? ¿Mirar las paredes? ¿Acabarme la bolsa de palomitas que ella se dejó a medio comer hace casi una semana? ¿Meterme en la cama para olerla en las sábanas?
Las emociones en carne viva de Metcalf no sorprendieron a Lucas, ni le extrañó que el sheriff se desahogara allí, tras la puerta cerrada de la sala de reuniones y ante una persona relativamente extraña. La pena encontraba su cauce de un modo u otro, y muchos hombres contaban a extraños lo que no podían contar a sus más allegados. Lucas lo había visto otras veces.
Pero ello no hacía que le resultara más fácil oír todo aquello.
– Anoche dormí en el sofá, o lo intenté -prosiguió Metcalf con aspereza-. Como cada noche desde que la encontramos. La cama… Podría lavar las sábanas, pero no quiero. No quiero… perder eso. Nadie sabía lo nuestro, a Lindsay no le parecía buena idea, así que todo lo que tengo de ella es así, como las sábanas, íntimo. -Sacudió la cabeza, parpadeó y miró a Lucas como si lo viera por primera vez-. Pero tú lo sabías, ¿no? ¿Que éramos amantes?