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Caitlin sonrió un poco al advertir el tono premeditadamente teatral de Samantha.

– Como dice el cartel de tu caseta.

– Exacto. Según lo entiendo yo, mi principal capacidad es la precognición, ver el futuro. A veces veo el presente y también algo que va más allá de mi vista y de mi oído; es una especie de clarividencia. Pero, a diferencia de la mayoría de los clarividentes, que tienden a recoger información a su alrededor, por todas partes, al azar, lo que yo veo está muy reconcentrado, enfocado en un acontecimiento concreto.

– Como cuando viste a Lindsay.

Samantha asintió de nuevo con la cabeza.

– Es una capacidad secundaria, mucho menos común en mí. También me han dicho que soy más bien una vidente por contacto que una vidente pura. La diferencia, supongo, es que tengo que tocar un objeto para percibir algo.

– ¿Siempre?

Samantha pensó en su sueño, pero asintió y dijo con firmeza:

– Siempre. Pero por suerte no voy por la vida teniendo visiones cada vez que cojo una lata de atún o un cepillo de pelo.

– Entonces, ¿qué desencadena las visiones? -preguntó Caitlin con vehemencia-. Quiero decir que por qué un objeto sí y otro no.

Samantha bebió un sorbo del té, que empezaba a enfriarse; luego se concedió un momento y contestó lentamente:

– Personas con más conocimientos científicos que yo afirman que es todo cuestión de energía. Las emociones y los actos tienen energía. Cuanto más intensa es la emoción o el acontecimiento, o cuanto más duren, más probable es que… dejen algún rastro de energía en una zona concreta o en un objeto. Es como si imprimieran en él un recuerdo. Por lo visto mi cerebro está diseñado para captar ese tipo de energía cuando toco el objeto adecuado.

– Pero eso no explica lo del anillo de Lindsay. Hacía años que no se lo ponía, y de pequeña nunca estuvo a punto de ahogarse.

– Si fuera fácil de explicar, no parecería magia, ¿no crees? -Samantha sonrió, pero también se encogió de hombros-. Puede que cada persona tenga su firma energética, tan única como una huella dactilar. Eso he oído. Tal vez sea cierto. Alguien deja su energía en un objeto, yo toco y, a veces, mi cerebro percibe esa huella energética. Capta lo que le está pasando o lo que le pasará a esa persona, sobre todo si hay emociones fuertes de por medio.

– Entonces, captaste su futuro cuando tocaste el anillo porque… porque lo llevó mucho tiempo. De pequeña.

– Puede ser. En realidad no lo sé, Caitlin. No suelo pensar mucho en ello. Es simplemente algo que me sale de manera natural. También sé hacer malabarismos, tengo buena puntería, por lo menos tirando a dianas móviles, y soy la campeona de póquer de la feria.

Caitlin sonrió, pero dijo:

– Talentos mucho menos problemáticos, imagino.

– Eso es porque nunca has ganado a Leo al póquer. Puede ponerse como una fiera.

Caitlin siguió sonriendo, pero tenía una mirada muy seria.

– Si te pidiera que hicieras algo por mí, ¿lo harías?

– Primero tendría que saber qué es -contestó Samantha con cierto recelo.

– Quiero que toques una cosa.

Samantha no se sorprendió mucho, pero, todavía recelosa, levantó las cejas y esperó.

– Tuve que ir al apartamento de Lindsay. A… elegir lo que llevaría puesto hoy.

Samantha asintió con la cabeza, esperando todavía.

– Yo sabía que se veía con Wyatt Metcalf, así que esperaba encontrar algunas cosas suyas allí. Y vi un par de cosas que imaginé que eran del sheriff. Pero también encontré esto. -Metió la mano en su bolso y sacó un objeto pequeño, envuelto en un pañuelo. Lo puso sobre la mesa, entre las dos y desdobló el pañuelo limpio de algodón blanco-. No hay sitio para una huella dactilar, pero de todas formas lo recogí con el pañuelo. No es… No era de Lindsay.

En el centro de la mesa había una joya de reducidas dimensiones, una alhaja o un colgante hecho para llevar con una cadena. Era una joya muy original, seguramente pensada para lucirla en Halloween: una pequeña araña negra en medio de una tela plateada.

Mientras la miraba, Samantha se oyó preguntar:

– ¿Cómo sabes que no era de Lindsay?

– Porque le horrorizaban las arañas. -Caitlin hizo una mueca-. Decía que era una bobada, siendo policía, pero la verdad es que le daban miedo desde que éramos niñas. La última vez que hablamos, me dijo que una vez al mes hacía fumigar el apartamento para asegurarse de que no entrara ninguna. Era una auténtica fobia, créeme.

– Aun así -dijo Samantha-, esto no es una araña de verdad.

– No importa. Lindsay no soportaba ni ver una araña en fotografía, y jamás, jamás, hubiera tenido una joya con una araña.

– Puede que fuera un regalo.

– No lo habría conservado. Samantha, estoy absolutamente convencida de que esto no era de Lindsay.

– ¿Dónde lo encontraste?

– En su mesilla de noche, nada menos. Lindsay no habría tenido nada parecido cerca de su cama. Se habría muerto de miedo. Cuando era muy pequeña, una araña se metió en su cuna. Nuestra madre estaba en el piso de abajo y tardó varios minutos en subir. Lindsay siempre decía que fueron los minutos más largos de su vida y que recordaba claramente cada segundo. Estaba tan aterrorizada que no podía ni moverse. La araña no era venenosa ni nada por el estilo, pero desde entonces Lindsay siempre tuvo pesadillas con eso.

– Entonces, ¿crees… crees que alguien puso esto en su apartamento?

– Lindsay no lo habría tocado, de eso por lo menos estoy segura.

– Si se lo regaló el sheriff…

Caitlin sacudió la cabeza.

– Por lo que deduzco, hacía meses que eran amantes. Y trabajaban juntos desde hacía mucho más tiempo. Metcalf no es un hombre al que se le ocurriría gastarle una broma así, sobre todo porque tenía que saber lo que de verdad le daba miedo. Lindsay tuvo que decírselo. Era prácticamente lo primero que decía cuando conocía a alguien, sobre todo si era una charla informal. «Hola, me llamo Lindsay y odio las arañas con toda mi alma.» ¿No te lo dijo a ti?

– La verdad es que sí -reconoció Samantha lentamente-. Cuando me quedé en comisaría, bajó un par de veces a llevarme café. Medio en broma, me preguntó si podía ver su futuro y me hizo prometerle que no…

– Que no moriría por la picadura de una araña -concluyó Caitlin con calma-. Cuando éramos niñas, sólo había dos cosas que le dieran miedo: las arañas y meter la cabeza debajo del agua. El miedo al agua lo superó aprendiendo a nadar. De hecho, en la universidad estuvo en el equipo de natación y hasta ganó campeonatos. Pero nunca pudo dominar su miedo a las arañas.

Samantha murmuró para sí misma:

– Con arañas hubiera sido poco práctico, tal vez imposible. Lindsay no se controlaba. Con sólo verlas, la habría dominado el pánico. Y él quería que se fuera dando cuenta poco a poco. Que el miedo creciera gradualmente. Así que tenía que usar agua.

– Cuando me dijeron que la había ahogado -repuso Caitlin con amargura-, lo primero que pensé fue en lo horrible que tenía que haber sido para ella morir así, como temía cuando era pequeña. También pensé que era mucha coincidencia que ese tipo eligiera esa forma de matarla. Cuando encontré esto en su mesilla de noche… No fue una coincidencia en absoluto, ¿verdad? No quería simplemente matarla, quería aterrorizarla.

– Estás dando por sentado que fue él quien dejó esto en su apartamento.

– ¿Tú no lo crees?

Samantha asintió lentamente.

– La cuestión es ¿lo hizo antes o después de llevársela?

– Tuvo que ser después -contestó Caitlin inmediatamente-. O, por lo menos, después de que ella saliera de casa esa mañana. Hablo en serio cuando digo que Lindsay no habría tenido algo así cerca de ella. Si lo hubiera visto, no lo habría dejado allí. Seguramente habría usado unas pinzas de cocina y una bolsa de papel para recogerlo.