– Sí.
– Algo personal. Está empeñado en demostrar que es mejor que tú. Más listo, más fuerte, más rápido… lo que sea. Como dijo Sam. Pero no porque los medios te hayan dedicado atención. No porque se fijara casualmente en lo bueno que eres y decidiera poner a prueba tus capacidades. Está haciendo esto porque, en algún momento de tu pasado o del suyo, le pisaste los pies.
Lucas asintió con la cabeza.
– Si tenemos razón, yo conozco a ese tipo. Así que el juego consiste en parte en descubrir de qué lo conozco. Y qué le hice, si es que le hice algo, para que tomara ese camino.
– Sam tenía razón en otra cosa, ¿sabes? Pase lo que pase, tú no has creado a ese monstruo.
– Puede que no, pero parece que he creado el juego, aunque fuera sin darme cuenta. Que lo he inspirado, al menos. Y ya han muerto más de doce personas.
Jaylene sabía que no serviría de nada ofrecerle trivialidades o razonamientos lógicos, de modo que se limitó a decir:
– Sam dijo que estaba segura de que no podías ganar la partida sin ella.
– Sí.
– Y, si ese tipo ha estado investigándote, siguiéndote la pista, y sabe lo vuestro, seguramente tienes razón en que no es ninguna coincidencia que ella esté aquí. No sé cómo lo ha hecho, pero tuvo que incluirla deliberadamente en el juego, manipularla de algún modo para que acabara en este pueblo. Y aunque no se ha hablado públicamente de tus facultades psíquicas desde que entraste en la unidad, las suyas aparecen anunciadas cada noche en el cartel de una marquesina a la entrada de la feria.
Lucas asintió lentamente con la cabeza.
– La idea se me ha pasado por la cabeza.
– ¿Crees que eso es lo que Sam ha estado ocultándonos? ¿Que sabe que el secuestrador es muy consciente de quién y qué es?
– Ésa es otra cosa que creo que deberíamos averiguar. Porque, en las manos equivocadas, Sam podría ser una ventaja insuperable.
– ¿Y en las manos adecuadas?
– Una ventaja insuperable.
Jaylene se puso en pie al mismo tiempo que él.
– ¿Me equivoco -dijo- o la pieza más poderosa en un tablero de ajedrez es la reina?
– No te equivocas.
– Mmmm. ¿Se lo has dicho ya a Bishop? ¿Que Samantha está aquí? ¿Que está implicada en la investigación?
– Ya lo sabía, más o menos. Por las noticias.
– ¿Te dijo algo sobre esta partida de ajedrez?
– Sí -contestó Lucas con cierta acritud-. Me dijo que no perdiera.
La visión dio comienzo en cuanto Samantha cogió el pequeño medallón de plata.
El negro telón cayó sobre ella, una oscuridad espesa como el alquitrán, un silencio absoluto. Por un instante, se sintió transportada físicamente a otra parte, a toda velocidad; incluso tuvo la fugaz impresión de sentir el viento, la presión, contra su cuerpo.
Después, sintió la quietud y la heladora conciencia de una nada tan vasta que casi escapaba a la comprensión. Una especie de limbo. Se hallaba suspendida, ingrávida e incluso informe, en el vacío, en alguna parte más allá de este mundo y antes del siguiente.
Como siempre, lo único que podía hacer era esperar un vislumbre de lo que estaba destinada a ver. Esperar mientras su cerebro sintonizaba la frecuencia precisa y los sonidos y las imágenes empezaban a desfilar ante el ojo de su mente como una extraña película.
Al principio, fueron sólo imágenes fragmentarias. Pasaban tan aprisa que eran apenas un borrón. Ecos y voces. Todo ello distorsionado hasta que, finalmente, quedó fijo en un lugar.
Pero no era en absoluto lo que Samantha esperaba.
De pronto se encontró mirando desde arriba una escena que parecía bastante corriente. Una pequeña familia. El padre, la madre, dos hijos pequeños, una niña y un niño. Se habían reunido alrededor de una mesa de comedor y parecían estar cenando.
Samantha intentó concentrarse en lo que decían, pero notaba una especie de presión en los oídos, como si se hallara montada en un ascensor ultrarrápido o en un avión, y sólo pudiera oír un runrún distante y amortiguado. Intentó cambiar de postura para ver sus caras, pero por más que se esforzaba no dejaba de hallarse suspendida sobre ellos.
La escena se difuminó antes de que pudiera intentar memorizar sus detalles, y se descubrió de nuevo en aquel vacío oscuro y opaco.
Cada vez hacía más frío.
Pareció transcurrir una eternidad antes de que otra escena se iluminara y quedara fijada ante su vista. Esta vez sólo estaba la niña pequeña, o una niña pequeña, tal vez otra distinta, acurrucada en un rincón de una habitación imposible de identificar. Con un brazo se sostenía el otro, como si lo acunara y lo protegiera, en una postura que a Samantha le pareció turbadoramente familiar.
«Lo tiene roto. El brazo. ¿Por qué no se lo dice a alguien? ¿De qué tiene miedo?»
Un instante después surgió otra escena: una mujer sentada en la cama de un dormitorio muy pulcro, con las manos cruzadas sobre el regazo, los pies juntos sobre el suelo y una postura extrañamente rígida. Y frente a ella había…
«Frío. Muerte. Frío. Muerte.»
«Eso es lo que está pensando. Lo que siente.»
Las oleadas del miedo de aquella mujer arrastraron a Samantha, la transportaron velozmente hasta la siguiente escena. Un niño pequeño en su cama. Temblaba visiblemente y miraba con fijeza una ventana, con los ojos agrandados por el terror. Fuera se veían rayos, se oía el estruendo continuado del trueno y la lluvia que arreciaba.
«Me atrapará. Me atrapará… me atrapará…»
Otra escena, y esta vez Samantha no vio personas, sino arañas, cientos de ellas avanzando rápidamente hacia ella por un suelo de madera. Intentó retroceder, bajó la mirada, se vio los pies, pero no eran los suyos…
Y después se halló en un bosque oscuro y pestilente, casi sofocada por el hedor a húmeda podredumbre que la rodeaba por completo. Intentaba huir de las serpientes que se deslizaban hacia ella, cogía una rama para intentar apartarlas a golpes y se sorprendía al ver la mano de un hombre en lugar de la suya…
De nuevo, antes de que pudiera fijarse en los detalles, la escena desapareció, reemplazada esta vez por un mareante flujo de imágenes, como una serie de diapositivas pasadas a toda velocidad. Creyó verse en algunas de ellas y en otras vio a extraños, pero todas aquellas personas estaban llenas de horror.
No lograba fijarse en una sola imagen antes de que apareciera la siguiente. Y la confusión de docenas de conversaciones sonando al unísono estuvo a punto de ensordecerla.
El miedo la empujaba, la embargaba, la vapuleaba en oleadas sucesivas, frío, húmedo y negro. Dentro y fuera de ella sentía crecer la presión: aumentaba progresivamente hasta hacerse dolorosa, hasta que comprendió que la amenazaba, hasta que se sintió casi abotagada por su fuerza.
Y luego, bruscamente, se halló de nuevo en medio de un silencio absoluto, de un vacío frío y opaco, tan hueco que…
«¿De qué tienes miedo tú, Samantha?»
Abrió los ojos sobresaltada, profiriendo un gemido, y sus oídos registraron vagamente el ruido del colgante al caer sobre la mesa. Su mano abierta ardía. Se la miró, miró la blanca impronta de una araña y su tela fantasmal impresa sobre la línea y el círculo, mucho más tenues, que marcaban ya su palma.
– Sam… Sam… Estás sangrando.
Miró por encima de la mesa el rostro blanco y desencajado de Caitlin y sintió un goteo bajo la nariz. Levantó la mano izquierda, notó una humedad y, al extender la mano, vio que estaba manchada de escarlata.
Se miró las dos manos, una marcada con fuego gélido y la otra con su propia sangre.
– ¿Sam?
– De qué tienes miedo tú -musitó Samantha para sí misma.
– ¿Yo? De las alturas. Pero no llega a ser una fobia. -Caitlin cogió un puñado de servilletas de papel del dispensador que había sobre la mesa y se las ofreció-. Sam, la sangre…