– Shhhh. No hagas ruido -dijo él.
Era casi imposible, pero logró no gemir, ni gimotear, ni emitir ningún otro sonido tras la cinta adhesiva que tapaba su boca. La venda le cegaba, pero antes de que aquel tipo se la pusiera, había visto bastante: su secuestrador tenía una pistola de gran tamaño, y estaba claro que sabía manejarla.
Su instinto le gritaba que luchara, que se defendiera, que huyera si podía.
Pero no podía. El momento de escapar, en caso de que hubiera habido alguno, había pasado. Tenía las manos y los tobillos atados con cinta aislante. Si intentaba siquiera levantarse de la silla donde estaba sentado, caería hacia atrás o de bruces.
Estaba indefenso. Eso era lo peor. No el miedo a lo que pudiera sucederle, sino la conciencia de que no podía hacer absolutamente nada por impedirlo.
Debería haber hecho caso de las advertencias, de eso estaba seguro. Aunque parecieran disparates, debería haberles prestado atención.
– Yo no voy a hacerte daño -dijo su secuestrador.
Inconscientemente, volvió un poco la cabeza hacia un lado; su mente ágil había advertido el leve énfasis de la primera palabra. ¿Él no iba a hacerle daño? ¿Qué significaba aquello? ¿Que se lo haría otro?
– No intentes descubrirlo. -La voz sonaba de pronto divertida, y tan despreocupada como desde el principio.
Mitchell Callahan no era ningún tonto. A lo largo de los años, había calibrado a muchos hombres poderosos; no se dejaba engañar por una voz suave y unas maneras aparentemente despreocupadas. Cuanto más indiferente parecía alguien, más probable era que te volara las pelotas, en sentido metafórico.
O literal.
«Ni siquiera puedo razonar con este hijo de puta.»
Aquélla era su idea del infierno: hallarse indefenso y sentirse incapaz de persuadir a aquel tipo.
– Seguro que tu mujer pagará el rescate. Luego podrás irte a casa.
Callahan se preguntó si la cinta adhesiva y la venda ocultarían su mueca refleja. ¿Su mujer? ¿La misma que estaba a punto de pedir el divorcio porque un día llegó a su oficina de improviso, pasada la hora de cierre, y lo encontró follándose a su secretaria encima de la mesa?
Sí, su mujer estaba deseando que volviera. Sin duda estaba ansiosa por pagar una pasta para salvarle el pellejo a un marido que la engañaba.
– No te preocupes. He pedido un rescate razonable. Tu mujer podrá conseguirlo fácilmente, imagino.
Callahan no pudo impedir que un sonido estrangulado escapara de él; luego, al echarse a reír su secuestrador, sintió que la vergüenza le abrasaba la cara.
– Naturalmente, puede que no quiera pagar cuando el detective privado al que ha contratado descubra que tu secretaria sólo es la última de la larga lista de mujeres con las que te has divertido. No sabes tener la bragueta abrochada, ¿eh, Mitchell? Y tu mujer es muy simpática. Se merece algo mejor. Deberías haber sido un marido bueno y respetable. No todo consiste en ganar mucha pasta, ¿sabes? Y, además, ¿para qué necesita el mundo otra urbanización hecha en serie que estropee el paisaje?
Callahan sintió un escalofrío repentino. Su secuestrador estaba hablando demasiado. ¿Por qué dar a su víctima la ocasión de memorizar el sonido de su voz? ¿Por qué poner en evidencia lo mucho que sabía de su vida y sus negocios?
«Quizá porque sabe que no vas a tener ocasión de contárselo a nadie.»
– Inquietante, ¿verdad?
Callahan se sobresaltó: aquella voz baja había sonado junto a su oído. Suave y tranquila, amenazadora sin siquiera proponérselo.
– Que un extraño diseccione tu vida. Que te arrebaten todo tu poder, toda tu seguridad. Estar completamente indefenso y ser consciente de que otro controla tu destino.
Callahan profirió sin querer otro sonido estrangulado.
– Así es, ¿sabes? Yo controlo tu destino. Al menos, hasta cierto punto. Después, está en manos de otro.
Callahan se sorprendió no poco cuando de pronto le quitó la venda. Durante unos segundos, mientras sus ojos se acostumbraban a la luz, sólo pudo parpadear. Luego miró, vio.
Y todo se hizo mucho más claro.
«Dios mío.»
Lunes, 24 de septiembre
– El rescate se pagó. -Wyatt Metcalf, sheriff del condado de Clayton, parecía tan enfadado como solía estarlo cualquier policía cuando ganaban los malos-. Su mujer no dijo nada por miedo, así que no nos enteramos hasta que todo había acabado, cuando Callahan no volvió a casa después de que ella dejara el dinero.
– ¿Quién encontró el cuerpo?
– Un excursionista. En esta época del año, con el cambio de las hojas y todo eso, esto se llena de gente. Estamos rodeados de bosques y de parques nacionales, y los turistas nos salen hasta por las orejas durante semanas. Lo mismo pasa en toda la montaña de Blue Ridge.
– Así que el secuestrador sabía que el cuerpo sería encontrado rápidamente.
– Si no lo sabía, es que es idiota… o no conoce esta zona. -Metcalf observaba al agente federal, un tipo muy alto al que todavía intentaba tomarle la medida. Lucas Jordan no era, se decía el sheriff, un hombre al que fuera fácil calibrar de un plumazo. Saltaba a la vista que era un tipo enérgico, atlético, sumamente inteligente, cortés y de habla suave; pero tan visible como esos atributos resultaba la intensidad reconcentrada de sus llamativos ojos azules, una intensidad rayana en la ferocidad e igual de turbadora.
Un hombre ambicioso, evidentemente.
Pero ¿en qué consistía su ambición?
– Estamos reteniendo el cuerpo, como nos pidieron -le dijo Metcalf-. Los chicos de mi unidad forense se formaron en el laboratorio de criminología del estado y han dado unos cuantos cursos en el FBI, así que saben lo que hacen. Lo poco que encontraron aquí les espera a usted y a su compañera en comisaría.
– Supongo que no había nada revelante.
No era una pregunta, pero Metcalf contestó de todos modos.
– Si lo hubiera, no habría tenido que llamar a su Unidad de Crímenes Especiales.
Jordan le miró, pero volvió a fijar su atención en el terreno rocoso que los rodeaba sin hacer ningún comentario.
Consciente de que había hablado con tanta irritación como sentía, Metcalf contó hasta diez en silencio antes de volver a dirigirse a él.
– Mitch Callahan no era un santo, pero no se merecía lo que le ha pasado. Quiero encontrar al hijo de puta que le asesinó.
– Le entiendo, sheriff.
Metcalf se preguntó si en realidad lo entendía, pero no puso en duda su afirmación.
Jordan dijo casi distraídamente:
– Este es el tercer secuestro que se denuncia en la parte oeste del estado este año. En los tres casos se pagó el rescate y las tres víctimas murieron.
– Los otros dos fueron en condados ajenos a mi jurisdicción, así que sólo conozco los datos generales. Aparte de ser bastante ricas, las víctimas no tenían nada en común. El hombre rondaba los cincuenta años, era blanco, viudo y tenía un hijo; la mujer tenía treinta y cinco años, era de ascendencia asiática, estaba casada y no tenía hijos. Él murió asfixiado; ella, ahogada.
– Y Mitchell Callahan fue decapitado.
– Sí. Es muy raro. El forense dice que fue un corte muy rápido y extremadamente limpio; no lo hicieron con un hacha ni nada parecido. Quizá con un machete o una espada. -Metcalf tenía el ceño fruncido-. ¿No estará insinuando que esos casos estén relacionados? Esos otros secuestros fueron hace meses y me figuro que…
– ¿Que fue una coincidencia? -Una tercera persona se unió a ellos. Era la compañera de Jordan, la agente especial Jaylene Avery. Tenía una sonrisa un tanto irónica-. Si le pregunta a nuestro jefe, le dirá que tal cosa no existe. Y suele tener razón.
– ¿Has encontrado algo? -le preguntó Jordan. Ella había estado deambulando por el claro montañoso en el que había sido hallado el cuerpo sin vida de Mitchell Callahan.