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– Ni idea.

– ¿Estropearé algo si lo intento?

Jaylene sonrió y se encogió de hombros.

– En esto no hay normas, Caitlin. O no muchas, en todo caso. Haz lo que te parezca mejor en su momento.

– Para ti es fácil decirlo.

– Por desgracia, sí. -Jaylene se puso en pie sin dejar de sonreír-. Voy a llamar a Luke para contarles a Sam y a él lo de la advertencia. Entre tanto, los dos ayudantes del sheriff estarán ahí fuera, vigilando. Si necesitas algo o te da miedo estar sola, avísales.

– Lo haré. Gracias, Jaylene. -Caitlin se quedó allí sentada largo rato después de que la agente se marchara, hasta que comprendió que estaba esperando algo… y que aquella habitación iba a convertirse en un lugar muy silencioso y aburrido si se quedaba allí sentada, hora tras hora.

Pensó que lo mejor sería hacer lo que solía a aquella hora de la noche: llamar al restaurante chino más cercano, pedir que le llevaran la cena y prepararse para dormir.

Sacó la guía telefónica del cajón de la mesilla de noche y murmuró:

– Yo estoy lista cuando tú lo estés, Lindsay.

Y habría jurado que la lámpara de su lado parpadeaba. Sólo un poco.

Samantha abrió la puerta de su habitación en el motel y entró.

– Hay dos ayudantes del sheriff vigilando ahí fuera -dijo-. ¿Por qué tienes que quedarte tú también?

– Porque no te están vigilando a ti. Están protegiendo a Caitlin.

– ¿Y porque no saldrían del coche para ayudarme ni aunque me prendiera fuego? -Samantha hizo un ademán desdeñoso antes de que él pudiera contestar y añadió-: Es igual. -Estaba tan cansada que casi no le importaba. Ni aquello, ni cualquier otra cosa.

– Ya oíste lo que te dijo esa chica, Sam.

– He oído muchas cosas esta noche, la mayoría de ellas dentro de mi propia cabeza. Estoy cansada de escuchar.

– Sam…

– Voy a darme una ducha bien larga y caliente. Haznos un favor a los dos y no estés aquí cuando salga.

Él apretó la mandíbula.

– No voy a ir a ninguna parte.

Samantha oyó que se le escapaba una risilla.

– Está bien. Pero no digas que no te lo advertí. -Sacó un camisón de uno de los cajones de la cómoda, entró en el cuarto de baño y cerró la puerta a su espalda. Todas sus cosas de aseo estaban allí, así como su bata. Se quitó la ropa sin perder un instante y se metió tras la cortina de la bañera.

Eran pasadas las once, la hora a la que solía volver de la feria cuando trabajaba. Y normalmente, después de la ducha caliente, acababa tumbada en la cama, viendo la televisión o leyendo hasta bien entrada la noche. Era una lectora voraz, en parte debido a una terca determinación de cultivarse a pesar de su falta de escolarización formal, y en parte por simple interés.

Dejó que el chorro de agua caliente se deslizara por su piel helada y procuró entrar en calor, aunque sabía que aquel frío le venía de dentro, donde el agua caliente, por mucha que fuera, no lograría entrar. Aquel frío procedía del limbo al que la arrastraban las visiones, de donde surgían hasta el más insignificante conocimiento precognitivo y la más nimia clarividencia, de un lugar en el que ese día se había adentrado ya demasiadas veces.

No había mentido a Luke. Había oído muchas cosas ese día, y ello la había dejado con los sentimientos en carne viva e insegura de sí misma, cosa que rara vez le había pasado.

De modo que el secuestrador estaba vigilándola.

Se lo esperaba, tarde o temprano, pero aun así…

¿Qué debía hacer a continuación?

Se quedó bajo el agua caliente largo rato; luego, por fin, salió a regañadientes de la bañera y se secó. Se enjugó el pelo con una toalla, pero no hizo más que peinárselo con los dedos. Se puso el camisón y se envolvió en el grueso albornoz.

Fiel a su palabra, Luke estaba allí cuando salió. Se había sentado en la presunta butaca de lectura, con los pies sobre la cama, y había sintonizado las noticias sin subir apenas el volumen del televisor.

Su pistola enfundada descansaba sobre la mesa, cerca de su mano.

Aquel indicio de su propia vulnerabilidad hizo que Samantha se sintiera aún más desvalida.

– ¿No tienes otro sitio dónde ir? -Se oyó preguntar con crispación-. ¿Es que no hay una investigación en pleno apogeo?

– Ha sido un día muy largo para todos -le recordó él con extraña calma-. Empezaremos de cero por la mañana.

Una vocecilla en su cabeza le advirtió a Samantha de que había sido, en efecto, un día muy largo y de que las decisiones que tomaba estando tan cansada siempre acababan volviéndose en su contra. Pero ella ignoró aquella voz. Se acabaron las voces por esa noche.

– Durante mucho tiempo te odié -le dijo a Lucas.

Él se puso en pie lentamente.

– Lo siento.

– Oh, no lo sientas. Odiarte era mejor que sufrir. No iba a permitir que me hicieras daño, costara lo que costase. Por eso me reí cuando dijiste que no habías pretendido herirme. No me heriste. Yo no lo permití.

Lucas dio un paso hacia ella.

– Sam…

– No te atrevas a decirme otra vez que lo sientes. No te atrevas.

Él dio otro paso hacia ella. Después, masculló una maldición y la estrechó entre sus brazos.

Cuando pudo, Samantha murmuró:

– Te ha costado mucho tiempo. Aquí estamos, otra vez donde lo dejamos. En la habitación de un motel barato.

– El otro no era barato -dijo Lucas, y la tumbó sobre la cama, a su lado.

Samantha creía haber olvidado cómo era sentir sus cuerpos unidos, cómo sabía seducirla la boca de Lucas. Creía haber olvidado lo bien que se amoldaban el uno al otro, cómo ardía la piel de él bajo sus caricias, cómo respondía su propio cuerpo con un placer feroz que ni antes ni después había conocido.

Creía haberlo olvidado.

Pero no era cierto.

Deseaba en parte replegarse, salvar algo de sí misma, pero con Luke nunca había podido hacerlo. Y él parecía tan irrefrenable como ella: su boca la besaba con ansia, devoraba ávidamente su cuerpo y sus manos temblaban al tocarla. Hasta su voz, cuando murmuraba su nombre, sonaba áspera, apremiante, tan poderosa para los sentidos de Samantha como lo eran sus caricias.

Desconfiados, ariscos y llenos de recelos, forjaron un vínculo del único modo que se permitían hacerlo: carne contra carne y alma contra alma. Y mientras se extraviaba en el placer, Samantha cobró conciencia de una esperanza casi inarticulada.

La esperanza de que, esta vez, le bastara con eso.

Capítulo 11

Martes, 2 de octubre

Eran cerca de las dos de la madrugada cuando una discreta tormenta comenzó a retumbar en el exterior. Tumbado en la habitación iluminada por la luz de la lámpara, Lucas la escuchaba como antes había escuchado la respiración suave de Samantha.

Ella dormía con la tranquilidad inerme de una niña exhausta, acurrucada a su lado, con la cabeza morena apoyada sobre su hombro. Se amoldaba perfectamente a éclass="underline" siempre había sido así y, en otra época, ello le había hecho sentir una inquietud inefable.

Se preguntaba ahora a qué obedecía aquel sentimiento. Y por qué ya no existía. ¿Tanto había cambiado él en tres años? ¿O acaso era simplemente, como había dicho la propia Samantha, que su otro encuentro se había dado en el momento menos oportuno?

El momento presente, sin embargo, tampoco era el más conveniente.

No hacía falta que nadie le dijera que tenía un carácter difícil ni que tendía, incluso en las mejores circunstancias, a mantener a los demás a distancia, rasgo este que muchas veces se magnificaba cuando se hallaba en medio de una investigación. Era obstinado, meticuloso y a menudo obsesivo hasta el punto de cerrarse inadvertidamente a cuanto le rodeaba. Pero eso era en el trabajo, no en su vida íntima.