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– No me gustan los ultimátums, Sam.

– Llámalo como quieras. Pero decídete. Porque no voy a volver a bailar al son que tú me marques.

Antes de que Lucas pudiera responder, el ayudante Champion entró en la sala. Su semblante juvenil tenía una expresión atormentada.

– Nada -informó sin esperar a que le preguntaran-. No hay rastro del sheriff por ninguna parte. Vosotros habéis estado en su apartamento. ¿Habéis…?

Fue Jaylene quien dijo:

– No hay indicios de violencia, ni de que hayan forzado la entrada, aunque vuestra unidad forense sigue allí. Su coche estaba en el sitio de siempre. Y parece que durmió en su cama.

Lucas se apartó de Samantha con cierta brusquedad.

– Puede que no -dijo-. Por lo que me dijo, estaba durmiendo en el sofá.

Jaylene frunció los labios pensativamente.

– Su arma estaba encima de la mesa baja, así que eso encaja. Y había un montón de botellas de cerveza en el cubo de la basura de la cocina. Yo diría que anoche bebió mucho.

– Bebe todas las noches -dijo Lucas lacónicamente.

Samantha se fue al otro lado de la habitación, lejos de él, y se sentó.

– No me parecía de los que beben hasta perder el sentido -opinó con templanza-. Así que quizá lo ayudaron.

Champion dijo con cierta vehemencia:

– Nadie ha podido llevarse al sheriff si no estaba fuera de combate. Si no, se habría defendido. Y le habría pateado el culo a ese tipo. Aunque no tuviera su arma, era cinturón negro, por el amor de dios.

Lucas y Jaylene se miraron.

– Lo cual hace aún más probable que el secuestrador utilizara algún tipo de droga -dijo él-. Wyatt no es ningún enclenque, y acarrear un peso muerto no es fácil… pero es mucho más sencillo que enfrentarse a un hombretón que sabe cómo usar sus músculos.

– Puede que el secuestrador tuviera una pistola -sugirió Samantha.

– Puede -convino Lucas-. Es probable. La pregunta es ¿la usó para reducir a Wyatt?

El joven ayudante parecía impaciente.

– La unidad forense analizará todas las botellas que encuentren en casa del sheriff -dijo-. Pero, aunque descubramos que le drogaron, ¿qué importa eso? No nos ayudará a encontrarlo. ¿Por qué no estamos buscándolo?

Jaylene contestó con calma:

– El ayudante jefe está convocando a todo el mundo en este preciso momento, Glen. Todos los coches patrulla saldrán a buscar al sheriff, al igual que todos los agentes y los inspectores. Pero…

– Pero -concluyó Lucas- aún no sabemos cómo reducir la zona de búsqueda. Este condado es muy grande, ¿recuerdas? Y tiene demasiados sitios inaccesibles o remotos.

– Entonces, ¿por qué no hacen lo que saben hacer? -preguntó Champion con aspereza.

– Hemos mandado el original de la nota a Quantico…

– No me refiero al trabajo del FBI -repuso Champion, cada vez más impaciente-, sino a lo otro. A lo suyo. ¿Por qué no sienten dónde está el sheriff?

– No es tan sencillo -contestó Lucas al cabo de un momento.

– ¿Por qué no?

Con el mismo tono premeditado que había empleado poco antes en una conversación mucho más íntima, Samantha respondió:

– Porque para hacerlo, tiene que abrirse. Y ahora mismo está tenso como un tambor.

Lucas volvió la cabeza para mirarla y una expresión casi de estupor se apoderó por un momento de sus rasgos. Sin decir palabra, salió de la habitación.

Champion parecía confuso.

– ¿Se ha enfadado? ¿Adonde va?

– Seguramente a hablar con el ayudante jefe -dijo Jaylene en tono tranquilizador-. No te preocupes, Glen. Haremos todo lo que esté en nuestro poder por encontrar al sheriff.

– Pues será mejor que le encontremos antes de que sea demasiado tarde, ¿no? -De pronto la voz de Champion parecía un tanto desigual; estaba claro que recordaba vivamente la imagen de Lindsay Graham flotando sin vida en su tumba de agua.

– Haremos todo lo que esté en nuestra mano -le dijo Jaylene-. Y tú puedes sernos de gran ayuda. Tendremos que revisar los sitios más inaccesibles de la lista e inspeccionar especialmente aquéllos a los que no llegamos cuando estábamos buscando a Lindsay. Organiza equipos de rastreo armados, como la otra vez, cada uno con al menos una persona que conozca de verdad el terreno.

El ayudante del sheriff asintió con la cabeza y salió apresuradamente de la sala para cumplir la tarea que se le había encomendado.

Cuando se hubo ido, Jaylene miró a Samantha con las cejas levantadas.

– ¿Sabes lo que estás haciendo?

Samantha masculló a medias para sí misma:

– Dios mío, espero que sí.

Jaylene asintió con la cabeza. Acababa de ver confirmada una corazonada.

– Entonces estás provocando a Luke deliberadamente. Y todo esto tiene poco o nada que ver con la última vez que os liasteis, imagino. Tiene más bien que ver con la visión que te trajo aquí, a Golden.

Samantha miró la mesa con el ceño fruncido y guardó silencio. Su vacilación resultaba obvia; tan obvia como la conclusión a la que llegó y como su prolongado mutismo.

– Presionarle es una táctica peligrosa, Sam -añadió Jaylene sin inmutarse.

– Lo sé.

– Tiene que hacerlo a su modo.

– No. Esta vez, no. Esta vez tiene que hacerlo a mi modo.

Wyatt Metcalf no había conocido el miedo hasta ese momento. El miedo por su vida, al menos. No había sentido nada que se aproximara verdaderamente al terror hasta el secuestro de Lindsay. Ahora, por más que le pusiera furioso y le avergonzara, era consciente de estar aterrorizado por sí mismo. Y tenía razones para ello.

Había una puta guillotina suspendida sobre su cabeza.

Y él estaba casi completamente inmóvil, atado a una mesa de tal modo que apenas podía levantar la cabeza. Aquel leve movimiento bastaba para que viera lo bien que estaba amarrado. Y bastaba asimismo para demostrarle que aquella guillotina estaba diseñada de manera algo distinta a las que había visto en ilustraciones.

La mesa sobre la que yacía soportaba su cuerpo en toda su longitud. No había ningún cesto debajo para recoger su cabeza cercenada. La mesa tenía, en cambio, una rendija bastante profunda justo debajo de su cuello, donde acabaría descansando la pesada cuchilla de acero, entre su cuerpo y su cabeza limpiamente segada.

Seguramente la cabeza ni siquiera se movería, salvo quizá para deslizarse suavemente hacia un lado.

Cielo santo.

Intentó con todas sus fuerzas no pensar en eso. Ni en las manchas ocres que cubrían la rendija a lo largo y que le parecían sangre seca. Lo cual hacía evidente que el secuestrador no había probado su pequeño invento usando repollos a modo de cabezas.

Seguramente había empleado la guillotina para matar a Mitchell Callahan.

En lugar de detenerse a pensar en aquello, Wyatt, como buen policía, procuró hacerse una idea del lugar donde se encontraba. Lo poco que veía desde su posición estaba en su mayoría a oscuras. Dos fluorescentes (o dos focos) apuntaban hacia él y hacia la mortífera máquina, lo cual hacía muy difícil ver más allá del resplandor que le rodeaba.

– ¡Eh! -gritó de pronto-. ¿Dónde estás, cabrón?

No hubo respuesta, y el eco tenue de su propia voz le convenció de que la habitación tenía tan sólo superficies duras, sin apenas muebles ni alfombras que amortiguaran el sonido. Así que estaba posiblemente en un sótano o en un desván o, qué demonios, incluso en un almacén, en alguna parte. Tenía la sensación de que un vasto espacio vacío se extendía a su alrededor.