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Jaylene vaciló sólo un instante.

– No sabía que hubiera acabado tan bruscamente.

Samantha dejó caer los hombros, más que encogerlos.

– Bishop dijo que os había enviado a investigar otro caso, que era vital que os fuerais inmediatamente y que no os había dado elección. Imagino que era cierto. Pero también es cierto que creía que asignar a Luke un nuevo caso lo antes posible era lo mejor para él, teniendo en cuenta lo mucho que se culpaba por la muerte de esa niña. Y… supongo que marcharse tan bruscamente dio a Luke una buena excusa para no despertarme ni el tiempo justo para decirme adiós.

Jaylene hizo una mueca.

– Casi preferiría que no me lo hubieras contado -dijo.

Samantha respondió, muy seria:

– No permitas que lo que pasó entre nosotros afecte al respeto que sientes por él. Pensándolo bien, no creo que tuviera mucho control sobre cómo reaccionaba ante mí… ni sobre cómo me dejó. Creo que todo está relacionado de una manera enrevesada con esa barrera que lleva dentro, con esa resistencia a dejarse sentir hasta que no le queda más remedio.

– Esa clase de barreras psicológicas -dijo Jaylene- tienden a ser auténticos monstruos, Sam. De los que te desgarran por dentro.

– Sí, lo sé.

– Pero es lo que estás buscando en Luke. Lo que intentas desenterrar.

La mandíbula de Samantha se tensó.

– Lo que tengo que desenterrar. Lo que debo encontrar.

Jaylene la estudió un momento en silencio. Después dijo:

– Ojalá pudieras contarme de qué va todo esto. Tengo la sensación de que ahora mismo te encuentras muy sola.

– Tú al menos te das cuenta. Para Luke, es pura cabezonería en el mejor de los casos y, en el peor, ganas de poner impedimentos.

– Pero tú entiendes por qué reacciona así. ¿No lo entendías hace tres años?

– No.

– Entonces, cuando empezó a hacerte el tercer grado al día siguiente de que os acostarais por primera vez…

Samantha contestó con franqueza:

– Ya he dicho que fue doloroso.

– Me parece que ahora también lo es un poco. Aunque esta vez sepas a qué se debe.

– Saber algo de manera racional es una cosa. -La sonrisa de Samantha se torció-. Y los sentimientos son otra bien distinta. De todos modos, no le estoy pidiendo que me quiera, sólo necesito que confíe en mí.

– ¿Confías tú en él?

– Sí -respondió Samantha al instante.

– ¿A pesar de que te dejó la otra vez? ¿Cómo es posible?

Samantha contestó lentamente:

– He confiado en él desde el momento en que nos conocimos. Confío en que no me mentirá y en que estará ahí si lo necesito.

Jaylene sacudió la cabeza.

– Entonces eres mejor persona que yo. La última vez que me dejaron plantada, no fue de manera tan pública como a ti… y aun así estuve a punto de pedirle a un amigo que trabaja en Hacienda que le hiciera una inspección de los últimos diez años al tipo en cuestión.

Samantha sonrió.

– Tú no habrías hecho eso -dijo.

– Puede que no. Aunque quizá sí, si hubiera salido herido algo más que mi orgullo.

Samantha, que se resistía a hablar de sus sentimientos, se limitó a decir:

– Como tanto le gusta decir a Bishop, algunas cosas tienen que suceder como suceden.

– ¿Como tanto le gusta decir?

Samantha levantó las cejas inquisitivamente.

– ¿Es que ha dejado de decirlo?

– No -contestó Jaylene pasado un momento.

– Ya me parecía. Me dio la impresión de que era prácticamente su mantra.

Jaylene la miraba con fijeza.

– Mmmm. Oye, volviendo al tema de cómo estás provocando a Luke, deduzco que tu intención es obligarle a superar esa barrera, sea cual sea, y averiguar qué hay del otro lado.

– Algo así.

– Ya, pues te aconsejo que tengas cuidado. Las murallas se construyen por alguna razón, y esa razón suele ser dolorosa. Si obligas a alguien a enfrentarse a ese dolor sin estar listo, te arriesgas a provocar un derrumbe psíquico. Si fuerzas a alguien con facultades parapsicológicas a enfrentarse a traumas enterrados, con toda la energía electromagnética extra que hay en nuestros cerebros, te arriesgas a provocar literalmente un cortocircuito que haga a esa persona, a él, inaccesible a todos los demás. Y para siempre.

– Lo sé -repuso Samantha.

Se lo había dicho Bishop.

Encontró a Lucas en el almacén del garaje del departamento del sheriff donde se guardaba el tanque de acero y cristal. Estaba solo y en una mano sostenía una copia de la nota desafiante que el secuestrador le había enviado esa misma mañana. Su mirada se deslizaba de la nota al tanque y de éste a la nota.

Samantha se adentró sólo un paso en la habitación y preguntó con calma:

– ¿Qué te dicen? ¿La nota, el tanque?

– Que ese cabrón está enfermo -contestó Lucas sin volverse a mirarla.

– Aparte de eso.

Él fijó la mirada de nuevo en el tanque y dijo en tono distante:

– Encontramos varios pelos dentro del tanque. Algunos de ellos, al menos, no eran de Lindsay. Acabo de hablar con Quantico y los análisis de ADN han confirmado que pertenecían a una víctima a la que asesinó en esta parte del país hace unos meses. Una mujer de ascendencia asiática. Ahogada.

– Dudo que esos pelos estuvieran allí por casualidad.

– Yo también. Quería que los encontráramos… o que los encontrara yo.

Samantha miró el tanque y volvió luego a fijar la mirada en el perfil de Lucas.

– ¿Qué deduces de ello?

– Que ya usó antes este tanque. Quizás aquí, o quizá tenga algún medio de transporte. No había, desde luego, ninguna evidencia de que fuera construido en esa mina abandonada. Sea donde sea donde lo usó, cuando murió su víctima la sacó de él y la dejó donde fue encontrada, en el lecho de un arroyo, a más de cien kilómetros de aquí.

– Entonces… cabe la posibilidad de que Metcalf no corra peligro de morir ahogado.

– Sí. No lo he comprobado para estar seguro, pero si la memoria no me falla, al menos tres de las víctimas anteriores, contando esa mujer, murieron ahogadas. Lindsay es la cuarta. No sé si el secuestrador ha tenido este tanque desde el principio o si lo construyó en algún momento para controlar mejor a sus víctimas.

– Y aterrorizarlas.

– Sí, eso también.

– Pero ahora lo tienes tú. Así que puede que haya perdido, o abandonado, una de sus máquinas de matar. ¿Qué otras le quedan?

Lucas tensó la mandíbula.

– Mitchell Callahan no fue la única víctima decapitada -dijo-. Otras dos también lo fueron.

– Entonces, tiene una guillotina.

– Eso parece.

– ¿Qué más?

– Tres murieron desangradas. Con un cuchillo muy fino, aplicado a una o a ambas venas yugulares.

– Supongo que también podría construirse una máquina para eso.

– Sí, posiblemente.

– Según mis cuentas, hemos hablado de nueve o diez de las víctimas. ¿Qué hay de las otras?

– Tres fueron asfixiadas. Pero no manualmente.

Samantha había pasado mucho tiempo pensando en aquello como para no tener una sugerencia que hacer.

– El modo más sencillo de asfixiar a alguien lentamente, durante cierto tiempo, e infligirle el mayor terror posible sería… sería enterrarle vivo.

– Lo sé.

– Así que debe de tener una caja en alguna parte, un ataúd, enterrado. Y reutilizable.

– Seguramente más de uno -dijo Lucas con aire todavía distante-. Es el modo más fácil de recrearse. Sólo una caja de madera y un agujero en el suelo, nada sofisticado. Y no hace falta temporizador. Sólo cubrir la caja con tierra, enterrarla. Dejar que se agote el aire. Meter dentro una bombona de oxígeno, si se quiere prolongar un poco el suministro de aire.