Se quedó allí, a oscuras, entre enfadada y asustada, y se preguntó de pronto si no habría imaginado aquel contacto. Seguramente había sido eso. Seguramente.
Porque no había nada después de la muerte, nada, y el desear que lo hubiera era inútil. Lindsay no podía estar intentando comunicarse con ella porque estaba muerta, muerta y enterrada, y lo demás sólo era fruto de su mala conciencia y de su imaginación dolorida…
Oyó un leve arañar que hizo que el vello de la nuca se le erizara.
Pasaron largos segundos. Sólo aquel suave arañar turbaba el silencio.
Luego, bruscamente, las luces volvieron a encenderse. Con un chasquido, el televisor se puso en marcha. El sonido cotidiano de las voces humanas llenó la habitación.
Caitlin se quedó paralizada, parpadeó un momento, deslumbrada por la luz repentina, y fijó luego la mirada en la mesilla de noche. Incluso sin acercarse, vio que había algo escrito en la libreta que había sobre ella.
Antes de que se fuera la luz, la libreta estaba en blanco.
Respiró hondo, se acercó a la mesilla de noche y cogió la libreta con manos temblorosas.
Ayúdales, Cait.
Ayúdales a encontrar a Wyatt.
Sabes más de lo que crees.
– Señorita Burke, ¿es cierto que ayudó usted a la policía a localizar el cuerpo de la inspectora Lindsay Graham?
– No, no es cierto -contestó Samantha con calma a la periodista-. La inspectora Graham fue localizada gracias a un trabajo policial muy serio.
– Pero no a tiempo de salvarle la vida -masculló alguien.
– El asesino pretendía que muriera. A eso se dedican los asesinos. Obviamente, es un error considerar a esa… persona… como otra cosa que un asesino a sangre fría. -De nuevo su voz sonó serena y firme. Estaba de pie sobre el escalón de arriba de la entrada principal del departamento del sheriff y miraba desde allí a la pequeña manada de periodistas, ansiosos por oír lo que tuviera que decirles.
«No ha venido la televisión, menos mal.» Se preguntó cuánto tiempo le duraría la suerte en ese aspecto, de cuánto tiempo disponía antes de que su imagen apareciera en las noticias de las seis. De momento, había podido evitarlo porque las cadenas de televisión locales tenían su sede a casi doscientos kilómetros de allí, en Asheville, y durante las semanas anteriores habían dispuesto de unos cuantos crímenes llamativos en los que concentrar su atención. Habían mandado un reportero para cubrir los asesinatos y mantenerse al día de los avances de la investigación, pero de momento no se habían aventurado a lanzar especulaciones acerca de la feria o la vidente de paso por Golden.
Ya era suficiente con que la prensa local se hubiera ocupado ampliamente del caso, sin ahorrarse especulaciones. Pero para eso estaba preparada. Si las cadenas de televisión regionales empezaban a prestar atención a la historia, sólo sería cuestión de tiempo que la noticia cobrara alcance nacional… y se difundiera a los cuatro vientos.
Confiaba en que aquello no llegara a ocurrir, aun sabiendo que, con cada secuestro y cada asesinato, se acercaban a un foco de luz mucho más extenso y molesto.
– ¿Está ayudando ahora a la policía, señorita Burke? -preguntó la misma periodista. Sostenía su pequeña grabadora en alto y mantenía sus ojos verdes y ávidos fijos en Samantha.
Consciente de que tras ella se había abierto la puerta, Samantha dijo con premeditación:
– Ésa parece ser una cuestión susceptible de discusión en este momento.
– ¿Cómo podría ayudarles? -preguntó otro periodista agresivamente-. ¿Mirando su bola de cristal?
Samantha abrió la boca para contestar, pero Luke la agarró del brazo, la hizo volverse hacia la puerta y dijo dirigiéndose a los reporteros:
– La señorita Burke no tiene nada más que añadir. Les mantendremos informados de los avances de la investigación cuando el departamento del sheriff tenga algún dato que compartir con ustedes.
Los periodistas les lanzaron a gritos una andanada de preguntas, pero Lucas se limitó a entrar en el edificio tirando de Samanta y a doblar la esquina para quitarse de su vista antes de preguntar con aspereza:
– ¿Qué diablos estabas haciendo?
Estaba enfadado. Y se le notaba.
Samantha le miró un momento; después levantó la mano derecha para enseñarle la palma. Las marcas de quemadura que le habían dejado el volante, el anillo y el medallón de la araña seguían allí, más claras aún que antes.
– Es una lástima que me hayas interrumpido -dijo con suavidad-. Estaba a punto de enseñarles esto.
– ¿Por qué? -preguntó Lucas.
Ella se encogió de hombros.
– Bueno, el asesino ya me está vigilando. He pensado que es hora de que se haga una idea de lo que soy capaz.
– ¿Te has vuelto loca? Dios mío, Sam, ¿por qué no te pintas una diana en la espalda?
– ¿Y por qué no confundir un poco a ese hijo de puta, si podemos? ¿Por qué no hacer que se pregunte si tal vez, sólo tal vez, no controla tanto el juego como piensa? De momento todo ha salido exactamente como planeaba, así que tal vez sea hora de que hagamos algo por cambiar la situación. No sé si en el ajedrez hay algo parecido a un comodín, pero eso soy yo. Y creo que es hora de que le hagamos saber que hemos tirado las normas por la ventana.
Lucas estaba a punto de contestar algo, no estaba seguro de qué, cuando se dio cuenta, bruscamente y demasiado tarde, de dónde estaban. En la entrada de la oficina.
Apartó la mirada de Samantha y descubrió que todos los policías de la sala los miraban con abierto interés. Y aunque estaba enfadado y le avergonzaba un poco haber perdido los estribos, notó también que algunas caras que antes habían mostrado una abierta hostilidad hacia Samantha parecían ahora tan pensativas, al menos, como poco amistosas.
– ¿Cuándo salen los equipos de búsqueda? -preguntó al jefe de ayudantes, cuya mesa era la más cercana a la puerta.
Vanee Keeter miró el portafolios que tenía en la mano como si éste pudiera responderle y dijo rápidamente:
– Dentro de diez minutos todo el mundo debería estar listo para salir.
– Bien -dijo Lucas con aspereza, y echó a andar por el pasillo en dirección a la sala de reuniones, tirando de Samantha.
Ella se dejó llevar, algo divertida y no poco interesada en aquella faceta, mucho menos contenida, del carácter de Lucas. Él, sin embargo, no tenía por qué saberlo. Así que, en cuanto entraron en la sala de reuniones, Samantha apartó el brazo bruscamente.
– ¿Te importa?
Jaylene, que estaba inclinada sobre un mapa extendido sobre la mesa, los miró con leve sorpresa y se sentó luego en la silla que tenía detrás de ella.
– Hola, Sam. Creía que te habías ido.
Era buena actriz, pensó Samantha con admiración mientras decía:
– Me han obligado a volver… y me han regañado como si fuera una niña delante de todo el departamento del sheriff. Cosa que no me ha hecho ninguna gracia, por cierto.
– Tienes suerte de que no te haya detenido en el acto -replicó Lucas-. Podría acusarte de obstrucción, Sam. Será mejor que lo recuerdes.
– Quizá consiguieras mantener la acusación hasta el momento del juicio, pero te resultaría muy difícil probarla -le espetó Samantha-. No soy una empleada del departamento del sheriff, ni del gobierno federal, lo que significa que soy libre de decirle a la prensa lo que quiera. Y no he hecho nada, absolutamente nada, que una persona en su sano juicio pueda considerar obstrucción a la justicia.
– No tenías derecho a hablarle a la prensa sobre la investigación.
– No les he dicho nada que no supieran ya.
– Eso no es lo que importa, Sam.
– Te equivocas, es precisamente lo que importa. Lo único que he hecho ha sido pararme por fin un minuto y responder a un par de preguntas sobre mí misma. Sobre mí, personalmente. Lo cual es asunto mío y de nadie más. Y probablemente beneficiará a mi negocio, ahora que lo pienso.