– No creo que mi propia imaginación me llamara idiota. Aunque…
«Aguanta.»
– ¿Lindsay? ¿Eres tú?
Silencio.
– Ya me parecía que no. Yo no creo en fantasmas. Me parece que ni siquiera creo en el cielo, aunque sería bonito creer que me estás esperando en alguna parte, más allá de esta vida.
«No seas cursi.»
Wyatt se descubrió sonriendo.
– Ésa sí que parece mi Lindsay. ¿Has venido a hacerme compañía en mis últimos momentos, nena?
«Tú no vas a morir. Ahora, no.»
Wyatt dedujo que posiblemente sufría una forma apaciguada de histeria, en lugar de la calma que creía, y dijo:
– Quedan veinte minutos en el reloj, nena. Y no oigo a la caballería.
Tampoco volvió a oír la voz de Lindsay, aunque intentó aguzar el oído. Y tenía esperanzas de volver a oírla. Porque había, pensó, cosas mucho peores que llevarse a la tumba que la voz de la mujer a la que uno amaba.
Lucas sorprendió a Caitlin al detenerse bruscamente. Ella se apoyó en un roble, procuró recuperar el control sobre su aliento entrecortado y miró a la pareja que se había detenido un par de metros por delante de ella. Sentía las piernas como si fueran de goma, notaba una punzada en el costado y no recordaba haber estado nunca tan cansada.
Habían llegado por fin a lo alto del risco que habían tardado más de dos horas en escalar y, desde aquella posición, podían ver un claro casi llano más allá del cual la montaña comenzaba a subir abruptamente de nuevo.
– ¿Luke? ¿Qué ocurre? -Samantha parecía extrañamente serena y en absoluto fatigada.
– Ya no tiene miedo.
Samantha lo miró arrugando el ceño.
– Pero ¿todavía puedes sentirlo?
– Sí. Pero está tranquilo. Ya no tiene miedo.
Glen miró su reloj y dijo con desesperación:
– Nos quedan menos de quince minutos. ¿Dónde está?
Lucas volvió la cabeza y miró un momento al ayudante del sheriff con el ceño fruncido; después echó a andar más aprisa.
– Por allí. La mina.
– ¿Hay una mina ahí arriba? -Glen parecía sorprendido, pero acompañó su pregunta diciendo con fastidio-: Dios mío, me había olvidado por completo de la vieja mina del arroyo de Six Point. La cerraron cuando mi abuelo era un niño.
Caitlin, que de algún modo logró reunir fuerzas para seguirles el paso, estaba a punto de preguntar dónde estaba el arroyo cuando casi se cayó en él. Mascullando en voz baja, siguió a los otros, que cruzaron el riachuelo poco profundo, de unos seis metros de ancho, saltando de piedra en piedra.
La entrada a la mina estaba casi oculta tras lo que parecía una espesa mata de madreselvas, y Caitlin sólo pudo pensar en que allí dentro todo tenía que estar muy, muy oscuro.
Glen se detuvo el tiempo justo para quitarse la mochila que había sacado del todoterreno y repartirles rápidamente grandes linternas policiales. Hizo ademán de sacar su arma, pero Lucas dijo con firmeza:
– Ahí dentro sólo está Wyatt. Por lo menos…
Glen titubeó con una mano en el arma:
– ¿Por lo menos qué? ¿Hay trampas? -preguntó.
Lucas pareció aguzar el oído y, al cabo de un momento, encendió su linterna y apartó la maraña de enredaderas para entrar en la mina.
– No. No hay trampas. Vamos.
El pozo estaba casi por completo despejado de escombros y ascendía ligeramente hacia el interior de la montaña. Había sitio de sobra para que todos se movieran con libertad. Avanzaron veinte o treinta metros en línea recta; después, el pozo viraba bruscamente hacia la derecha y se ensanchaba considerablemente para formar una suerte de caverna.
Vieron entonces la luz brillante y desabrida, enfocada hacia la guillotina mortífera y fantasmal y su cautivo.
Impulsados por su instinto policial, Glen y Lucas echaron a correr. Caitlin apoyó una mano en la pared húmeda. Se sentía desfallecida de alegría porque aquella hoja brillante siguiera aún suspendida sobre Wyatt. Aun así, le pareció que no respiraba con normalidad hasta que se aseguró de que Glen había agarrado el cable, de modo que la cuchilla siguiera alzada mientras Lucas deshacía las ataduras que mantenían prisionero al sheriff.
Miró entonces a un lado y vio que Samantha también se había detenido un momento. Había luz suficiente para que viera que se llevaba un instante la mano temblorosa a la cara. Después, Samantha se adelantó y dijo con calma:
– ¿Puedo ayudar?
Lucas estaba aflojando el bloque de madera que sujetaba el cuello de Wyatt a la mesa.
– Creo que ya lo tengo -dijo-. Wyatt…
El sheriff se incorporó sin perder un instante, apartándose del peligro. Se deslizó hasta el borde de la mesa y se sentó. Estaba pálido y macilento, pero su rostro reflejaba también una extraña paz.
– Ha llegado la caballería -dijo con sólo un ligero temblor en la voz-. ¿Qué os parece?
Volvió entonces la cabeza y todos siguieron su mirada en dirección al reloj digital que proseguía implacablemente su cuenta atrás. Nadie dijo una palabra mientras pasaban los dos últimos minutos… y Glen se descubrió de pronto sujetando el peso de la gruesa cuchilla de acero cuando un suave chasquido anunció que el cable se había soltado. Hizo descender cuidadosamente la cuchilla, hasta que ésta descansó sobre la hendidura manchada de sangre de la mesa.
– Joder -dijo Wyatt con voz llena de asombro-. Creía que era hombre muerto.
– Y casi lo eras -dijo Lucas. Se acercó a observar el reloj, que estaba sujeto a una barra metálica que colgaba de la lámpara-. Y ese cabrón quería que lo supieras, ¿no?
– Jamás volveré a mirar un reloj con los mismos ojos. -Wyatt frunció ligeramente el ceño cuando Samantha y Caitlin entraron en el círculo de luz brillante-. Hola. ¿Dónde demonios estamos, por cierto?
– En la mina del arroyo de Six Point -le dijo Glen, que parecía considerablemente aliviado-. Y, si me perdonáis, tengo que salir de aquí para avisar por radio a los otros equipos. Si es que ahí fuera hay señal, claro. -Se alejó rápidamente.
Wyatt, que seguía mirando a las dos mujeres, dijo:
– ¿Qué hacéis vosotras aquí?
Lucas respondió inmediatamente:
– Si no hubiera sido por ellas, no te habríamos encontrado a tiempo.
– ¿Sí? ¿Os ha hablado Lindsay a alguna de las dos?
Todos le miraron con sorpresa, pero fue Caitlin quien dijo con cierta vacilación:
– Me habló a mí. O algo parecido. Me dejó una nota.
– Que nos indicó en esta dirección -añadió Samantha-. Después, ha sido Luke quien nos ha traído hasta aquí, al conectar con usted.
Wyatt dio un ligero respingo y le dijo a Lucas con cierta sorna:
– Yo no diré nada si tú haces lo mismo.
– Trato hecho -contestó Lucas inmediatamente.
– ¿Le ha hablado Lindsay, sheriff? -preguntó Samantha.
– ¿Sabéis?, creo que sí -contestó el sheriff, sorprendiéndolos a todos-. Puede que fuera mi imaginación, claro, pero estoy casi seguro de que no. Me dijo que estabais a punto de llegar.
Samantha quiso preguntarle si por eso había dejado de sentir miedo, pero no lo hizo. Lo que Wyatt Metcalf hubiera sentido allí, en aquella mina oscura y solitaria, con un reloj que marcaba el tiempo que restaba y una hoja de acero dispuesta para acabar con su vida, sólo era asunto suyo.
– Será de noche cuando lleguemos al coche -dijo-. Luke, sé que querrás inspeccionar esto…
– Eso puede esperar -respondió él-. Mandaremos a un par de ayudantes para que vigilen la mina esta noche y volveremos a primera hora de la mañana con un equipo forense. Aunque no espero que encuentren nada útil. Supongo que no viste a ese canalla, Wyatt.
– Ni siquiera le oí. Que yo sepa, cuando me desperté este sitio estaba desierto. Sólo estaba yo.
– Ha sido muy cuidadoso -comentó Samantha-. Con Lindsay habló. Y también con la mayoría de las otras víctimas, ¿verdad?