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– No lo sabemos con certeza -contestó Lucas-. Sólo la primera sobrevivió para contarlo.

– No puedes estar seguro oficialmente, pero lo sabes, ¿no?

Él la miró un momento y por fin dijo:

– Sí, estoy casi seguro de que habló con todos ellos, al menos hasta cierto punto.

– Y luego les dejó para que murieran solos.

Lucas asintió con la cabeza.

Samantha miró al sheriff y dijo lentamente:

– Me pregunto por qué en su caso ha sido distinto. Puede que sea porque… ¿porque le habría reconocido? ¿Incluso por la voz?

– Es una posibilidad, desde luego -dijo Lucas-. Un cambio de modus operandi a estas alturas tiene que significar algo.

– ¿No podemos hablar de eso cuando hayamos salido de esta montaña? -preguntó Wyatt-. Necesito aire fresco… y quizá también una ducha caliente. Y una taza de café. Y un buen filete.

Nadie estaba dispuesto a discutir con él. Dejaron la caverna tal y como estaba, iluminada por aquella luz deslumbrante, y usaron las linternas para alumbrar el camino de vuelta a la boca de la mina. Al llegar a ella, encontraron a Glen a punto de entrar. Había conseguido contactar con uno de los equipos de rastreo, de modo que ya había empezado a correrse la voz de que el sheriff Metcalf había sido encontrado vivo y se hallaba a salvo.

– Nos encontraremos con los demás en jefatura -dijo.

– Muy bien -contestó Wyatt-. Voto porque nos vayamos de aquí pitando. Estoy harto de este sitio.

Desde su observatorio, próximo al departamento del sheriff, vio que los equipos de búsqueda comenzaban a regresar y comprendió al instante que algo había salido mal. Algunos policías sonreían y todos ellos parecían mucho menos preocupados de lo que habrían estado si la búsqueda hubiera resultado infructuosa o hubieran hallado el cadáver del sheriff.

Comprobó su reloj y masculló una maldición en voz baja. Después, se dispuso a esperar.

Había transcurrido casi una hora cuando llegó el último equipo de búsqueda. A la luz inclemente del aparcamiento de la jefatura, les vio salir de un voluminoso todoterreno mientras los periodistas les gritaban preguntas y los flashes brillaban. Y vio también al sheriff, que obviamente se había tomado el tiempo necesario para ducharse y cambiarse de ropa después de su calvario.

Wyatt Metcalf estaba vivo.

Vivo.

El equipo de rastreo que había encontrado al sheriff desapareció rápidamente en el interior del edificio sin detenerse a contestar preguntas, al igual que Metcalf, después de hacer un mal chiste acerca de que las noticias acerca de su muerte eran tremendamente exageradas.

Mientras observaba, con los dientes apretados sin darse cuenta, supo todo lo que tenía que saber. Aquella jugada, al menos, la habían ganado los otros.

Luke.

Caitlin Graham.

Y Samantha Burke.

Descontó automáticamente al ayudante del sheriff, consciente de que no suponía ninguna amenaza. Pero los demás…

¿Qué papel había desempeñado Caitlin Graham en todo aquello? Le molestaba no saberlo, no haber previsto su aparición en Golden. No haber sabido siquiera que Lindsay Graham tenía una hermana.

Eso pasaba por cambiar de planes, era consciente de ello, aunque en su momento no había visto otra alternativa.

No tenía planeado llevarse a Lindsay Graham y, casi desde el momento en que la había secuestrado, había tenido la sensación de que las cosas iban… mal. Tenía la idea inquietante de que, desde el instante en que había decidido no secuestrar a Carrie Vaughn (principalmente porque le había irritado y sorprendido que la vidente de feria no sólo hubiera descubierto cuál era su objetivo y hubiera avisado a la mujer, sino que además se las hubiera ingeniado, tras aquella sorpresa, para convencer de algún modo al sheriff de que vigilara a Vaughn), su control sobre los acontecimientos se había difuminado, aunque fuera solamente un poco.

No esperaba, ciertamente, que el sheriff prestara oídos a Samantha, fuera lo que fuese lo que ésta le dijera. Metcalf era un policía tenaz que no tenía paciencia para videntes de feria; todo en su pasado y en su trayectoria profesional así lo indicaba, del mismo modo que los tratos anteriores de Samantha Burke con la policía indicaban tanto su falta de credibilidad a ojos de los agentes de las fuerzas del orden, como su reticencia a involucrarse en todo lo que escapara a su vida cotidiana en la feria.

Sólo una vez había tomado parte activa en una investigación, tres años antes, y el desastroso final (tanto de la investigación como de su efímera y turbulenta relación con Luke Jordan) la había hecho huir y buscar refugio de nuevo en la feria «Después del anochecer».

Samantha le había parecido una herramienta práctica, no porque creyera que podía ver el futuro, sino por el torbellino de sentimientos que sin duda provocaría en Luke, y por la tormenta mediática que atraería sobre la investigación. Por eso la había conducido hasta allí, dispuesto a utilizarla con esos fines. Para desequilibrar a Luke y distraerle del caso.

Era, había pensado, un paso necesario, una vez establecido el juego allí, en Golden. No disponía ya de la ventaja de moverse constantemente, forzando a Luke a seguirlo. Así que necesitaba la presencia de Samantha para mantener a su oponente algo distraído y descentrado.

Para aumentar las probabilidades a su favor.

El comportamiento de Samantha, sin embargo, le había sorprendido desde el principio. En lugar de distraer a Luke o de desconcertarle con su inesperada presencia de amante abandonada, aquella mujer parecía haberse introducido sutilmente tanto en la investigación como en la cama de Luke.

Aquello escapaba a su comprensión. Entendía cómo el dolor y el miedo podían (a falta de una expresión mejor) hacer oír su voz a cualquiera con el talante adecuado para escucharla: la simple energía electromagnética de las emociones y los pensamientos que habitaba en el aire, a su alrededor, tenía perfecto sentido para él. Era una facultad que comprendía, no tanto paranormal como resultado de la afinación de unos sentidos por lo demás corrientes.

Incluso comprendía, porque se había empeñado en ello, cómo y por qué a Luke le resultaba difícil controlar, y más aún dominar, sus facultades. Y por qué éstas le agotaban físicamente, hasta dejarlo exhausto.

Aquello era lo que él había querido: un hombre impulsado más allá de sus límites y vaciado de todo, salvo del recuerdo del dolor y del sufrimiento de las víctimas a las que no había podido encontrar a tiempo, y de la insoportable convicción de que había fracasado.

Un hombre roto.

Un hombre que comprendiera, al fin, por qué había sido juzgado y estaba recibiendo un castigo.

Pero el hombre al que había visto entrar en el departamento del sheriff tras una búsqueda coronada triunfalmente por el rescate de Wyatt Metcalf no parecía en absoluto exhausto, ni mucho menos roto.

Mucho tiempo después de que el reducido equipo de rescate desapareciera de su vista, él seguía aún en su puesto. Hasta los periodistas se habían dispersado cuando metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una bolsa de plástico que contenía un sobre. Dentro del sobre estaba la nota que le había escrito a Luke diciéndole dónde podía encontrar el cadáver del sheriff.

Sacó el sobre de la bolsa y lo rompió metódicamente, saña, en pedacitos.

– ¿Crees haber ganado, Luke? -masculló-. Pues espera. Espera y verás.

– He pedido que un agente vaya a hablar con la primera víctima del secuestrador -dijo Lucas-. Pero no espero conseguir gran cosa, aparte de su declaración original. Nos dijo lo que sabía y luego nos pidió que la dejáramos en paz. Lógicamente, en el último año y medio ha intentado pasar desapercibida, y dudo mucho que esté dispuesta a venir aquí para hablar con nosotros.