Pero no le importaba. Casi siempre le gustaba estar sola. Su trabajo como diseñadora de software era al mismo tiempo lucrativo y creativo y, además, le permitía trabajar desde casa y viajar cuándo y dónde quería. Tenía una casa preciosa de la que estaba tremendamente orgullosa, sentía pasión por los rompecabezas y las películas antiguas y poseía la capacidad de divertirse hasta cuando estaba sola.
Era, además, muy mañosa, de modo que, cuando esa tarde de fines de septiembre se volvió inesperadamente fría y su bomba de calor se negó a funcionar, sacó su caja de herramientas del garaje y se dispuso a rodear la casa para echarle un vistazo.
– Eso es peligroso, ¿sabe?
Sobresaltada, Carrie se volvió y vio a una desconocida de pie en el camino de entrada a su casa. La mujer era quizá diez años más joven que ella, de mediana altura y complexión delgada, y tenía los ojos y el pelo más negros que Carrie había visto acompañar nunca a una tez tan pálida. No era exactamente bonita, pero sí, desde luego, llamativa; había algo curioso y exótico en sus ojos de densas pestañas y en su boca carnosa.
El voluminoso jersey que llevaba le quedaba una talla grande, y sus pantalones vaqueros estaban tan desgastados que parecían raídos, pero su porte erguido denotaba una especie de orgullo lleno de sencillez, y su voz tenía un deje al mismo tiempo fresco y confiado.
– ¿Quién es usted? -preguntó Carrie-. ¿Y qué es peligroso?
– Soy Sam.
– Está bien, Sam. ¿Qué es peligroso?
– Su despreocupación. No tiene valla, ni perro, ni sistema de seguridad… y la puerta de su garaje lleva toda la tarde subida. No hay ningún vecino que viva lo bastante cerca como para oírla, si necesitara ayuda. Aquí está muy expuesta.
– Tengo un arma dentro. Dos, en realidad. -Carrie la miró con el ceño fruncido-. Y sé defenderme. Oiga, ¿ha estado vigilándome? ¿Quién es usted?
– Alguien a quien le preocupa que corra peligro.
– ¿Y qué demonios le importa eso a usted?
Por primera vez, la mirada oscura de Sam vaciló, se desvió un instante y su boca se torció un poco antes de volver a afirmarse.
– Porque… no quiero que acabe como ese hombre. Ese tal Callahan. Mitchell Callahan.
Carrie no se sentía amenazada por aquella mujer ni le tenía ningún miedo, pero algo le decía que no se riera ni desdeñara lo que estaba oyendo.
– ¿El promotor inmobiliario al que secuestraron?
– Y asesinaron, sí.
– ¿Por qué iba a acabar como él?
Sam cambió levemente de postura y metió las manos en los bolsillos delanteros de sus pantalones.
– No hay razón para que acabe así… si tiene cuidado. Sólo le estoy diciendo que sea cautelosa.
– Mire -dijo Carrie, sin saber por qué permitía siquiera que aquella conversación continuara-, yo no soy la víctima ideal para un secuestro. Tengo algunos ahorros, claro, pero…
– No se trata de dinero.
– Los secuestros suelen ser por dinero.
– Sí. Pero no esta vez.
– ¿Por qué no esta vez? ¿Y usted cómo lo sabe? -Mientras la más joven de las dos vacilaba, Carrie la observó atentamente. De pronto se dio cuenta de algo-. Espere un momento, yo la conozco. Más o menos. He visto su foto. En un cartel.
La fina cara de Sam se tensó.
– Es posible. Señorita Vaughn…
– Está con ese circo que hay en el recinto ferial. Se supone que es una especie de adivinadora. -Carrie notó que su voz subía de tono, indignada, y no se sorprendió. ¡Una adivinadora, por el amor de dios! En el cartel que anunciaba sus servicios como «Zarina, la vidente y médium que todo lo sabe», lucía un turbante.
Un turbante morado.
– Señorita Vaughn, sé que no quiere tomarme en serio. Créame, no es la primera vez que me pasa. Pero si quisiera…
– Debe de estar tomándome el pelo. ¿Qué pasa? ¿Es que ha leído las hojas del té y le han dicho que alguien va a secuestrarme? Por favor, no me venga con ésas.
Sam respiró hondo.
– El secuestrador, sea quien sea, estuvo en la feria -dijo rápidamente-. Yo no lo vi, pero estuvo allí. Se le cayó algo, un pañuelo. Yo lo recogí. A veces, cuando toco cosas, veo… La vi a usted. Atada, amordazada, con una venda en los ojos. Estaba en una habitación pequeña y vacía. Y tenía miedo. Por favor, sólo le pido que tenga cuidado, que tome precauciones. Sé que soy una extraña y que no tiene motivos para creerme, pero ¿qué puede perder por hacerme caso?
– Está bien -dijo Carrie-. Le haré caso. Tendré cuidado. Gracias por la advertencia, Sam. Ya nos veremos por ahí.
– Señorita Vaughn…
– Adiós. -Carrie se cambió de mano la caja de herramientas y volvió a entrar en la casa. Había decidido dejar para más tarde el echar un vistazo a la bomba de calor. Cuando unos minutos después miró por la ventana de la fachada, vio a Sam alejarse por el camino, en dirección a la carretera.
La observó con el ceño fruncido hasta que dejó de verla.
Su sentido común le decía que se sacudiera de encima aquella «advertencia» y siguiera con sus asuntos como habría hecho normalmente. No tenía una opinión muy formada respecto a las facultades psíquicas, pero era decididamente escéptica en lo referente a pitonisas, y no se sentía inclinada a creer a aquélla.
Pero…
No le haría ningún mal, se dijo, tomar unas cuantas precauciones sensatas. Cerrar con llave las puertas, ser precavida. Porque, después de todo, Mitch Callahan había sido secuestrado y asesinado, y ella nunca habría creído que fuera la víctima más propicia para un secuestro.
De modo que cerró con llave las puertas y se puso a hacer otras cosas, pero pasaron una o dos horas antes de que aquella advertencia dejara de rondarle por la cabeza y se esfumara de su memoria.
– Supongo que veis un montón de salas como ésta -dijo la inspectora Lindsay Graham, dirigiéndose a los dos agentes federales.
Lucas Jordan paseó la mirada por la sala de reuniones, funcional aunque poco estimulante, del departamento del sheriff del condado de Clayton; luego intercambió una mirada con su compañera y dijo:
– Unas cuantas, sí. Siempre parecen iguales; sólo cambia la vista desde las ventanas. Si es que la hay.
Aquella habitación, situada en el centro del edificio, no tenía vistas, pero estaba bien iluminada, era espaciosa y parecía contener los muebles, el equipamiento y los suministros necesarios.
– De momento, el caso Callahan no ha generado mucho papeleo -dijo la inspectora Graham, señalando las carpetas que había sobre la amplia mesa-. Y todo el que hay es posterior a los hechos, dado que la señora Callahan nos avisó cuando el secuestrador ya tenía el rescate y su marido no aparecía. Tenemos su declaración, las de los compañeros de trabajo de la víctima, la del excursionista que encontró el cuerpo, el informe del patólogo y el de nuestra unidad de investigación forense.
– Teniendo en cuenta que os avisaron de la desaparición el sábado y que el cuerpo fue encontrado el domingo por la mañana, yo diría que os ha cundido mucho -dijo Jaylene Avery-. Soy Jay, por cierto.
– Gracias, yo me llamo Lindsay. -La inspectora Graham apenas titubeó-. Maldita sea, no tenemos ni idea de quién es el secuestrador. El jefe dice que creéis que podría ser un secuestrador en serie.
– Podría ser -le dijo Jordan.
– ¿Y lleváis siguiéndolo un año y medio?
– No nos lo recuerdes, por favor -dijo Jay en broma-. Siempre vamos un paso por detrás de él, y Luke se lo está tomando como algo personal.
Lindsay observó a Jordan, un hombre rubio y francamente atractivo, tomó nota de aquella mirada intensa y dijo:
– Sí, parece de los que se lo toman como algo personal. ¿Hace listas? El sheriff las hace, y no lo soporto.
– Él jura que no, pero yo no le creo.