»Supongo que las cosas podrían haber seguido así muchos años más, porque yo estaba empeñada en acabar el colegio, a pesar de él. Incluso soñaba con conseguir una beca para ir a la universidad. Pero entonces, poco antes de que cumpliera catorce años, se pasó de la raya y me rompió un par de costillas.
Lucas masculló otra maldición. Le dolía oír aquello; ni siquiera lograba imaginar cuánto habría sufrido Samantha.
– En aquel momento no me di cuenta. Sólo notaba que me costaba respirar. Pero al día siguiente, en clase, una profesora notó que me movía como con miedo y me mandó a la enfermera del colegio. Intenté decirle que me había caído, no para protegerle a él, sino porque había visto a chicos que pasaban de una familia mala a otra aún peor en el sistema de hogares de acogida, y prefería lo malo conocido. Pero la enfermera no me creyó en cuanto me quitó la camisa y vio los cortes a medio curar y los moratones viejos.
»Así que, después de vendarme las costillas, les llamó a mi madre y a él para que fueran al colegio. Habló con ellos en otra habitación, así que no sé qué dijeron. Pero, cuando él entró en la habitación para recogerme, noté en su cara que estaba más enfadado que nunca. Con uno de esos accesos de furia suyos que podían prolongarse días antes de estallar.
Cuando se quedó callada, Lucas tuvo que preguntar:
– ¿Qué ocurrió?
Samantha contestó:
– Me agarró de la muñeca para levantarme de la camilla en la que estaba sentada y, aunque no me había pasado nunca antes, su contacto disparó una visión.
– ¿Qué viste?
– Vi que me mataba -contestó ella con sencillez.
– Dios mío.
Por primera vez, Samantha parecía mirar más allá de Lucas; tenía una mirada distante, casi desenfocada.
– Yo sabía que lo haría. Sabía que me pegaría hasta matarme. A no ser que huyera. Así que me escapé esa misma noche. Metí en una bolsa todo lo que podía llevar, robé unos cincuenta pavos del bolso de mi madre y me marché.
Parpadeó y de pronto estaba de nuevo allí, con la mirada fija en la cara de Lucas.
– Fue entonces cuando recibí mi primera lección acerca de cómo cambiar el porvenir. Porque no me mató. Lo que vi no llegó a suceder.
Lucas titubeó. Luego dijo:
– Tú sabes que no es tan sencillo. La visión era una advertencia de lo que ocurriría si no te ibas, si no te alejabas de esa situación. Era un futuro posible.
– Lo sé. Y durante los años siguientes aprendí que algunas cosas que veía no podían cambiarse. Incluso aprendí que a veces mi propia intervención parecía desencadenar lo que intentaba impedir, lo que una visión me había mostrado. -Esbozó una sonrisa torcida-. Al futuro no le gusta que lo veamos con demasiada claridad. Eso nos pondría las cosas demasiado fáciles.
– Sí, al universo no le gusta ponerse demasiado complaciente con nosotros.
Samantha exhaló un suspiro.
– A veces era como caminar por la cuerda floja, sobre todo esos primeros años. El único talento que tenía era… predecir el futuro. A veces intentaba cambiar lo que veía, y a veces me sentía casi paralizada, incapaz de actuar en absoluto.
– Eras muy joven -dijo Lucas.
– Ya te dije que yo no era joven ni cuando lo era. -Ella sacudió la cabeza y añadió con más energía-: Me dirigí al sur porque sabía que, si tenía que dormir en la calle, el clima era más suave. Y solía dormir en la calle. Decía la buenaventura por las esquinas a cambio de unos pavos. Un par de veces me detuvieron. Y al final me encontré con Leo y con la feria, y me uní a ellos.
– ¿Cuánto tiempo estuviste en la calle?
– Seis, siete meses. El tiempo suficiente para saber que así no se podía vivir. Como tú has dicho, la feria era una alternativa mucho mejor. -Le miró con fijeza-. Y, por si te lo preguntas, no espero tu compasión. Hay mucha gente con historias tristes a sus espaldas. Por lo menos la mía tuvo un final relativamente feliz.
– Sam…
– Sólo quería recordarte que no eres el único que sabe algo del dolor y del miedo. No lo eres, Luke. Pasó muchísimo tiempo antes de que pudiera dormir toda la noche de un tirón. Mucho tiempo antes de que dejara de esperar que ese hombre apareciera de pronto y volviera a hacerme daño. Mucho tiempo antes de que aprendiera a confiar en los demás.
– En mí confiaste -dijo él.
– Y sigo confiando. -Sin esperar respuesta, se levantó de la cama y empezó a retirar las mantas-. La ducha es toda tuya. Yo me voy a la cama. Parece que no entro en calor.
Lucas quería decir algo, pero no sabía qué. Ignoraba cómo salvar la distancia que los separaba y era consciente de que la culpa era suya. Sabía lo que Samantha quería de él, o al menos eso creía: sus provocaciones lo habían dejado claro.
Quería que le hablara de Bryan.
Pero ésa era una herida que seguía abierta e intocable, y Lucas rehuía pensar siquiera en ella.
Cogió lo que necesitaba de la bolsa que había llevado de su habitación y se dirigió a la ducha con la esperanza de que el agua caliente le ayudara a pensar.
No le cabía duda alguna de que, sin la presión y la insistencia de Samantha, no habría encontrado a Wyatt a tiempo. Ella había descubierto una forma, aunque fuera dolorosa, de obligarlo a traspasar sus muros, a revolverse, furioso, y, al hacerlo, a abrirse al miedo y al dolor que, por naturaleza, estaba diseñado para percibir.
Le perturbaba profundamente que la ira pareciera mejor modo de abrir la puerta a sus facultades que cualquier otra cosa que hubiera ensayado en años de esfuerzo continuado. Había creído, por lo que sabía de las capacidades parapsicológicas y de quienes las poseían, que, supuestamente, las suyas no funcionaban así.
Debería haber sido capaz de canalizar conscientemente, con calma, sus facultades, y de dirigirlas hacia un punto focal mucho antes de estar tan agotado y exhausto que el esfuerzo casi le dejara incapacitado.
Lo sabía.
Lo sabía desde hacía mucho tiempo.
Incluso sabía por qué no había sido capaz de lograrlo, aunque no fuera algo en lo que se detuviera a pensar muy a menudo.
Por más que quisiera encontrar a las víctimas de los crímenes que investigaba, por más que deseara encontrar a los que se hallaban perdidos, llenos de dolor y de pánico, había una parte de él que temía y hasta repudiaba lo que aquello le costaba.
Sentía lo que sentían ellos.
Y su terror, su agonía decretada por el destino, le arrastraba a un suplicio infernal que era al mismo tiempo un recuerdo imposible de soportar.
La habitación estaba en silencio y en penumbra cuando Lucas salió del cuarto de baño. Comprobó de nuevo la puerta, sólo para asegurarse, deslizó luego el arma bajo la almohada, junto a la de Samantha, y se tendió en ese lado de la cama. La lámpara de su lado emitía una luz tenue y la dejó así.
Estuvo tumbado junto a Samantha mucho tiempo, mirando el techo. Luego la sintió estremecerse y, sin vacilar, se volvió hacia ella y la estrechó entre sus brazos.
– Todavía tengo frío -murmuró ella sin resistirse.
Lucas la apretó un poco más, con el ceño fruncido; ella no tenía la piel fría, sino casi febril. Y de pronto se dio cuenta, inquieto, de que el gélido lugar en el que Samantha se adentraba para usar sus facultades, aquel lugar que una bestia había despertado con su violencia, era más atormentador, oscuro y obsesivo que cuanto él había experimentado.
Y, para ella, ineludible.
Capítulo 16
Miércoles, 3 de octubre
Caitlin Graham no sabía sinceramente por qué seguía involucrada en la investigación de los secuestros y asesinatos. Por qué deseaba estar allí y por qué se lo permitían. Se consideraba la única civil del grupo, porque, a pesar de que Samantha carecía de credenciales como miembro de las fuerzas del orden, estaba claro que entendía los procedimientos que intervenían en el caso y que poseía, además, un talento evidente para la investigación.