– Jaylene lo intentó. Y no sirvió de nada.
– Yo soy más fuerte que ella, tú lo sabes. Y ya he accedido a la mente de ese maníaco, con el colgante. Puedo conectar con él tocando sus máquinas. Tengo que intentarlo.
– No.
– No tenemos ninguna pista que merezca la pena seguir. Estamos interrogando a periodistas y esperando una lista de propietarios de Hummers de la costa Este que tú sabes tan bien como yo que incluirá cientos de nombres. Estamos esperando, Luke. Esperando su siguiente jugada. Estamos bailando a su son, como él quiere. Y ya no podemos permitirnos ese lujo. Tú lo sabes.
Él se quedó callado.
– Uno de nosotros tiene que conectar con él. -Samantha dejó que aquella afirmación quedara suspendida en el aire, entre los dos, sin apartar los ojos de su cara.
Lucas casi dio un respingo, pero su mirada no vaciló.
– Entonces lo haré yo.
– Tu don no funciona del mismo modo. Tocar no te ayuda a conectar. Así que, ¿cómo vas a hacerlo, Luke? ¿Cómo vas a abrirte lo suficiente como para introducirte en la mente de ese monstruo?
– No lo sé, maldita sea.
Caitlin entró en la habitación en ese momento, con la taza de café que había ido a buscar, y dijo:
– Uno de los periodistas dice recordar que alguien le hizo un montón de preguntas. Luke, Wyatt cree que deberías oír lo que dice. -Se detuvo de pronto, miró a uno y a otro y añadió, indecisa-: ¿Queréis que me vaya?
– No -contestó Lucas. Luego repitió tajantemente, dirigiéndose a Samantha-: No. -Y salió de la sala.
– Un hombre de pocas palabras -comentó Caitlin, todavía indecisa.
– Y todas ellas despóticas.
– Eso no lo dices en serio. ¿Verdad?
Samantha se puso en pie.
– Digamos simplemente que en este momento no puedo permitir que Luke me diga lo que debo hacer por mi propio bien.
– ¿Es que lo has permitido alguna vez? -Caitlin dejó la taza sobre la mesa y salió tras Samantha de la habitación-. Oye, no te enfades conmigo. Era sólo…
– No estoy enfadada. Por lo menos, contigo. Ni tampoco con Luke, en realidad. Él no puede evitar ser como es. Si pudiera, no habría problema.
Caitlin ignoraba adonde iba Samantha, ni por qué la seguía, pero no permitió que aquellas dudas la detuvieran.
– Supongo que todo esto tiene algo que ver con el hecho de que ayer le hicieras enfadar hasta el punto de que fue capaz de encontrar a Wyatt.
– Sí, algo tiene que ver -respondió Samantha mientras tomaba una escalera que las condujo al aparcamiento subterráneo del edificio-. Pero parece que hoy no tengo fuerzas para volver a hacerlo. Así que voy a intentar algo distinto.
– ¿El qué? -Caitlin la siguió por el garaje desierto, hasta un cuarto lateral. Al ver lo que contenía, sintió un escalofrío-. Sam…
Samantha la miró con una leve sonrisa; avanzó luego hasta quedar entre el tanque de cristal y la guillotina, que separaban unos dos metros de distancia.
– Lo siento, Caitlin. No debería haberte dejado bajar aquí.
– Ese tanque. ¿Es donde…?
– Es así como mató a Lindsay, sí. Lo siento.
Caitlin miró el tanque un momento y pensó únicamente en lo poco amenazador que parecía allí colocado, sobre el suelo de cemento, vacío de agua y de vida. Y de muerte. O, al menos, esa impresión le daba. Miró a Samantha.
– ¿Qué vas a hacer?
– Tengo que tocar estas máquinas. Él las construyó. Tengo que intentar conectar con él.
Caitlin se acordó del colgante, de la aterradora palidez y de la hemorragia que había provocado en Samantha la visión, y dijo:
– No hace falta que nadie me diga que no es buena idea, Sam.
– Tengo que intentarlo. Tengo que ayudarles a encontrarle, si puedo.
– Pero…
– Se me está acabando el tiempo. Tengo que intentarlo. -Extendió las dos manos; con la derecha tocó la hoja de acero, que descansaba sobre su hendidura manchada, y con la izquierda el cristal del tanque.
Caitlin comprendió al instante que, fuera cual fuese el pozo de emoción o de experiencia al que Samantha se había sentido psíquicamente arrastrada, era un pozo muy hondo y peligroso. Samantha se sobresaltó, un leve sonido escapó de sus labios apretados con fuerza y el poco color que le quedaba abandonó su cara.
– Mierda -masculló Caitlin.
Mientras escuchaba al reportero, empleado de un periódico de Golden, hablar de «un tipo muy entrometido» que la semana anterior se le había acercado dos veces para hacerle preguntas curiosas, algo empezó a inquietar a Lucas.
– No tenía mucho acento -dijo Jeff Burgess pensativamente-. No era de por aquí, eso desde luego.
– ¿Podría describirle?
– Bueno… no era joven, pero tampoco mayor. Puede que tuviera cuarenta años, más o menos. Era alto. Con un pecho como un tonel, de esos que se ven en algunos hombres, fuerte como un toro. Pero, por lo demás, muy normal. Pelo castaño y corto. Ojos tirando a grises. Había una cosa… Torcía un poco la cabeza hacia un lado después de hacer una pregunta. Pensé que era un rasgo curioso y estudiado. Y también molesto. Alguien debería haberle dicho hace años que lo dejara.
– ¿Qué más?
– Bueno, pues me llamó «compadre», ¿se lo pueden creer? Porque ¿cuánto tiempo hace que no oyen a nadie usar esa expresión? «No quisiera molestarte, compadre, pero me preguntaba si…», lo que fuese. Seguramente por eso le recuerdo tan bien. Tenía además una sonrisa curiosa, como si supiera que debía sonreír, pero no tuviera ganas, ¿saben?
– Sí -dijo Lucas-, ya sé. Señor Burgess, voy a pedirle que le repita todo eso a un ayudante del sheriff, si no le importa, para que dispongamos de una declaración por escrito.
– No, no me importa. -Los ojos de Burgess se afilaron-. Así que no era un simple turista entrometido, ¿eh?
– Cuando lo sepamos -contestó Lucas amablemente-, se lo haré saber.
Burgess soltó un bufido, pero no protestó mientras Lucas le hacía una seña a un ayudante del sheriff para que pusiera por escrito su declaración.
Al entrar en la sala de reuniones, Lucas apenas era consciente de que Wyatt y Jaylene lo seguían, y se sorprendió sinceramente cuando su compañera le habló.
– ¿Te suena de algo?
Lucas la miró. Su mente trabajaba rápidamente.
– Puede ser. La descripción… las maneras… Y supongo que podría guardarme rencor, aunque en aquel momento no lo demostrara.
– Luke, ¿quién es?
Como si no la hubiera oído, él murmuró:
– Pero no entiendo cómo puede estar haciendo esto. Matar, y matar así. El fue una víctima. Sufrió, lo sé. Perdió… perdió. Y yo también. Puede que ése sea el quid de la cuestión. Yo la perdí, no pude encontrarla a tiempo, y él me culpa. Debería haberla encontrado, era mi deber. A eso me dedicaba. Pero fracasé y él sufrió por ello. Así que me toca fracasar otra vez. Me toca sufrir a mí.
Jaylene lanzó a Wyatt una mirada un tanto impotente. Luego le dijo a su compañero:
– Luke, ¿de quién estás hablando?
Los ojos de Lucas se aclararon de repente y la miró, la vio por fin.
– Cuando Bishop me reclutó, hace cinco años, yo estaba trabajando en un caso de desaparición, en Los Ángeles. Una niña de ocho años. Un día no volvió del colegio. Meredith Gilbert.
– ¿La encontraste? -preguntó Jaylene.
– Semanas después, demasiado tarde para ella. -Él sacudió la cabeza-. Su familia pasó por un infierno, y además el caso tuvo mucha publicidad porque su padre era un potentado del sector inmobiliario en aquella zona. Su madre nunca lo superó. Se suicidó unos seis meses después. Su padre…
– ¿Qué hay de él? -preguntó Wyatt con vehemencia.
– Había empezado trabajando en la construcción, estoy seguro de ello, así que era un tipo hábil. Y grande. Alto, con el pecho como un tonel. De una fuerza física asombrosa. Y tenía la costumbre de decir «compadre» cuando se dirigía a un hombre.