Выбрать главу

– Bingo -dijo Jaylene-. Si te culpa por no encontrar a su hija y, por extensión, del suicidio de su mujer, puede que esté tremendamente resentido contigo, Luke. Cinco años para hacer planes y un montón de dinero para llevarlos a cabo. Un pasado relacionado con la construcción. Incluso un conocimiento profundo del sector inmobiliario podría haberle ayudado a hacer proyectos y ha organizado todo aquí, en el Este. Eso explica incluso que chantajeara a Leo Tedesco. Un hombre así pensaría inmediatamente en comprar lo que quisiera o necesitara.

– Yo habría jurado que no me culpaba. -Lucas ahuyentó aquella idea y dijo dirigiéndose a Jaylene-: Tenemos que comprobarlo, averiguar qué fue de Andrew Gilbert después de que murieran su mujer y su hija. Tenía también un hijo más mayor, creo. En aquella época vivía fuera de casa, en un colegio, así que no lo conocí.

– Llamaré a Quantico para que se pongan con ello -dijo ella, dándose la vuelta.

Fue entonces cuando Lucas se dio cuenta de otra cosa.

– ¿Dónde está Sam? Cuando me fui estaba aquí.

– Yo no la he visto salir -dijo Wyatt.

Lucas empezaba a sentir que un nudo gélido se le formaba en la boca del estómago cuando Caitlin apareció en la puerta con la cara muy pálida.

– Es Sam. El sótano… ¡Aprisa!

Samantha apenas sentía el contacto físico del tanque y la guillotina. Sólo sentía…

Una negra cortina que caía sobre ella, una oscuridad tan densa como el alquitrán, un silencio absoluto. Por un instante, se sentía físicamente transportada a otra parte, a toda velocidad; incluso sentía fugazmente el viento, la presión contra el cuerpo, como si se moviera realmente.

Sentía después la brusca quietud, tan conocida ya, y la conciencia paralizante de una nada tan vasta que casi escapaba a la comprensión. El limbo. Estaba suspendida, ingrávida y hasta informe, en un vacío helado, en alguna parte más allá de este mundo y antes del siguiente.

Como siempre, lo único que podía hacer era esperar obstinadamente un atisbo de lo que estaba destinada a ver. Esperar mientras su cerebro sintonizaba la frecuencia precisa y los sonidos y las imágenes comenzaban a discurrir ante el ojo de su mente como una extraña película.

Pero, desde ese momento en adelante, nada sucedió como solía.

Por el contrario, escenas de su propio pasado comenzaron a desfilar ante la mirada sin párpado de su psique. Precisas, brutales, implacables, en vividos colores.

Las palizas. Sus puños, su cinturón, incluso el palo de una escoba. Las veces en que la quemaba con el cigarrillo. Los peores momentos, cuando la arrojaba contra las paredes, la tiraba por encima de los muebles la zarandeaba como a una muñeca. Y, entre tanto, oía los bramidos furiosos de su ira de borracho.

Y las palabras, una y otra vez aquellas palabras odiosas.

«¡Zorrita estúpida!»

«… no sirves para nada…»

«… fea…»

«… enana…»

«… lástima que nacieras…»

Un sufrimiento que circulaba por cada una de sus terminaciones nerviosas y el dolor, profundo hasta los huesos, de después, cuando apenas podía moverse. Arrastrarse hasta su habitación, acurrucarse bajo las mantas y sofocar los gemidos que nunca permitía que él oyera.

Eso, cuando podía arrastrarse hasta la cama; cuando él no la metía de un empellón en el armario diminuto y encajaba una silla bajo el pomo, dejándola allí encerrada horas y horas…

El terror recordado se agitó dentro de ella, frío y espantoso, y, al mismo tiempo, la escena que veía cambió bruscamente. Se halló de pronto mirando a un hombre al que no había visto nunca. Estaba de pie ante la puerta abierta de un voluminoso todoterreno y parecía mirar más allá de ella. Luego se movió repentinamente, buscó la pistola que llevaba en el asiento del coche.

Disparó al menos un tiro cuyo estruendo laceró los oídos de Samantha. Hubo luego otros disparos y la sangre escarlata brotó bruscamente de su pecho, burbujeó en sus labios, y él abrió la boca para gemir…

La negrura engulló a Samantha antes de que pudiera oír lo que decía. Aquella negrura pareció durar eternamente, o quizá durara sólo unos segundos. Ella no lo sabía. No le importaba, en realidad. La oscuridad, el silencio y el frío la acompañaron mientras salía muy lentamente de aquel limbo.

– ¿Sam?

Sufría. Tenía frío y sufría. Y él, pensó vagamente, no la ayudaría. Quizá no pudiera. Quizá nadie pudiera…

– ¡Sam!

Consciente entonces del peso de su cuerpo, consciente de que había regresado, se obligó a abrir los ojos.

– Hola -musitó. Su voz sonaba curiosamente herrumbrosa y desusada.

– Dios mío, me has dado un susto de muerte -dijo Lucas.

– ¿Sí? -preguntó ella, vagamente sorprendida-. ¿Por qué?

Él le mostró un pañuelo manchado de sangre.

– Has estado fuera casi una hora -dijo con aspereza.

– Ah. Lo siento. -Samantha se dio cuenta entonces de que estaba tendida en un sofá, en la sala de descanso del departamento del sheriff. Lucas se había sentado al borde del asiento, y Caitlin y el sheriff se hallaban de pie a unos pocos pasos de ellos.

Al encontrarse con la mirada de Caitlin y ver su palidez, dijo apesadumbrada:

– Lo siento mucho, Caitlin. Sabía que sería duro, pero no tenía ni idea…

– Entonces, ¿por qué demonios lo has hecho? -preguntó Lucas.

Ella volvió a mirarlo e hizo una mueca.

– No grites tanto, por favor. Me estalla la cabeza. -Se sentía terriblemente débil, mareada y aturdida.

– ¿Seguro que no deberíamos llevarla al hospital? -preguntó Wyatt-. Nunca he visto a nadie tan pálido.

– No hay nada que un médico pueda hacer por ella. Si no, ya estaría bajo los cuidados de alguno -dijo Lucas con voz más suave. La miró con el ceño fruncido y acercó el pañuelo a su nariz, añadiendo-: Pero si no deja de sangrar pronto…

Samantha le quitó el pañuelo y lo sujetó ella misma.

– Ya parará. Escuchad, sobre el asesino…

– Tenemos un nombre -le dijo Wyatt-. Es alguien a quien Luke recordaba de su pasado. Jaylene está ahora mismo comprobando los registros de la propiedad del condado para averiguar si ese cabrón ha tenido la arrogancia de usar su auténtico nombre, como cree Luke. -Saltaba a la vista que el sheriff estaba deseando ponerle las manos encima al hombre que le había atado a una guillotina.

– Así que -le dijo Lucas a Samantha- no hacía falta que pasaras por esto.

– Puede que no. -Ella volvió a doblar el pañuelo y se lo llevó de nuevo a la nariz. Se sentía muy cansada-. Pero, cuando lo encontréis, estará junto a la puerta abierta de su coche, un todoterreno. Tened mucho cuidado. Hay una pistola en el asiento. No dejéis que la coja, o disparará al menos una vez.

Wyatt silbó suavemente.

– Vaya, eso es lo que yo llamo una predicción práctica.

– No es una predicción. Es un hecho.

Él asintió con la cabeza.

– Está bien.

Samantha lo miró buscando sarcasmo en su expresión, pero no lo encontró. El sheriff, que entendió aquella mirada, dijo:

– Eh, que soy un converso. Es lo que tiene enfrentarse a la muerte: que te abre la mente a nuevas posibilidades.

– Sí -dijo Samantha-, lo sé.

Jaylene entró en la habitación.

– Eh, Sam, me alegra ver que has vuelto con nosotros.

– Y yo me alegro de estar aquí.

– Lo tenemos -agregó Jaylene, dirigiéndose a Lucas-. Tenías razón, usó su verdadero nombre. Seguramente pensó que no nos remontaríamos hasta tan lejos al comprobar los registros de la propiedad. Andrew Gilbert compró algunas fincas en esta zona hace dos años y medio. -Miró al sheriff con las cejas levantadas-. Te las compró a ti.