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Wyatt parpadeó.

– ¿Cómo dices?

– Vendiste una parcela de cuarenta hectáreas que había pertenecido a tus padres. En su mayor parte terreno montañoso, no muy útil, con un trocito de valle en el que hay una casita vieja y un granero mucho más grande. A unos cuarenta kilómetros del pueblo. No incluimos la finca en las búsquedas anteriores porque, aunque está bastante apartada, en ese valle hay otras granjas en funcionamiento y vecinos que presumiblemente se habrían dado cuenta de si alguien fuera por ahí acarreando tanques, guillotinas y cadáveres.

– Su cuartel general -dijo Lucas lentamente-. Quizá donde guarda el todoterreno cuando no lo usa… suponiendo que haya un camino por el que pueda entrarse en el granero sin que los vecinos lo vean.

Wyatt dijo con sorna:

– Y apuesto a que creen que es un tipo normal, aunque un poco reservado y de pocas palabras.

– Seguro -dijo Jaylene.

– Por el amor de dios. Sí, me acuerdo de él. Dijo que estaba buscando un sitio tranquilo donde retirarse cuando pasaran un par de años. Habló de construir una casita de madera, una cabaña de caza, como siempre había deseado. Me ofreció un buen precio, aunque no muy alto, y, como yo intentaba vender unas tierras que no me hacían falta, acepté.

– Por eso ayer no se quedó a hablar contigo -dijo Samantha-. Podrías haber reconocido su voz.

Wyatt enganchó los pulgares al cinturón y dijo:

– Maldita sea. Vámonos.

Samantha hizo amago de sentarse, pero Lucas la obligó a que se tumbara de nuevo.

– Tú te quedas aquí -le dijo.

Ella vaciló, no porque creyera que podía ayudarle a capturar al asesino, sino porque todavía estaba inquieta. Y porque tenía el presentimiento de que, si intentaba levantarse del sofá, se caería de espaldas.

– Podría quedarme en el coche -sugirió.

– Puedes quedarte aquí -contestó Lucas-. Dudo que ahora mismo puedas levantarte siquiera. No te muevas de ahí, Sam. Descansa un rato, al menos hasta que dejes de sangrar. Espera a que traigamos a ese cabrón.

– ¿Vivo o muerto? -murmuró ella.

– Como él quiera. -Lucas le dijo a Wyatt-: Que todo el mundo se prepare. Entraremos por la fuerza y bien preparados. Que todo el mundo se ponga el chaleco antibalas.

Caitlin le dijo al sheriff:

– Yo puedo ayudar con el teléfono o con lo que sea, si os vais todos. Sé que esto no va a quedarse desierto, pero si puedo echar una mano…

– Sí que puedes -le dijo Wyatt.

Cuando se hubieron ido, Jaylene dijo:

– Voy a llamar al jefe, Luke.

Él asintió con la cabeza y, al ver la mirada inquisitiva de Samantha, dijo:

– Es el procedimiento normal si estamos a punto de enfrentarnos a una situación potencialmente peligrosa.

– Ah. -Ella se quedó mirando un momento a Jaylene, que se alejaba; después miró el pañuelo y volvió a acercárselo a la nariz-. Maldita sea.

– Ése es el precio que pagas por ser tan temeraria -le dijo él.

Samantha decidió no molestarse en discutir.

– Tened cuidado, ¿de acuerdo?

– Lo tendremos. -Lucas se acercó a la puerta; luego vaciló y volvió a mirarla-. ¿Estás bien?

– Lo estaré dentro de poco. Anda, ve a hacer tu trabajo.

Samantha esperó allí algún tiempo, escuchando el ajetreo de la oficina mientras los ayudantes del sheriff y los agentes federales se preparaban para marcharse. Pasado un rato, el edificio quedó en silencio y su nariz dejó de sangrar. Poco tiempo después intentó incorporarse.

Al tercer intento lo consiguió y unos diez minutos más tarde logró llegar a la sala de reuniones. Un escritorio apoyado contra la pared sostenía el único teléfono de la habitación. Samantha se sentó allí para usarlo.

Tal vez Luke tuviera razón al decir que era una temeraria, pensó mientras luchaba con el aturdimiento y las náuseas. Nunca antes había sido tan dura una visión, y entre eso y el dolor de cabeza, estaba considerando seriamente la posibilidad de regresar al sofá de la sala de descanso y echarse a dormir un día entero, o varios.

Porque su papel allí, se dijo, había terminado. Estaba casi segura de que había podido cambiar el desenlace que había visto en un principio.

En la visión que la había llevado a Golden, Andrew Gilbert no era atrapado, ni mucho menos, y no era él, ciertamente, quien moría.

Consiguió hablar con Quentin al primer intento, lo cual rara vez era posible llamando a un teléfono móvil en aquella zona montañosa.

– ¿Habéis tenido noticias de Bishop? -preguntó enseguida.

– Sí, ahora mismo -contestó él-. Así que nuestro asesino es un fantasma salido del pasado de Luke, ¿eh? -Parecía un poco distraído.

– Eso parece. ¿Dónde estáis, chicos?

– En la feria.

– ¿Por qué?

– Una simple corazonada.

– Tú no tienes corazonadas, Quentin.

– El que haya dicho eso mentía como un bellaco.

– Quentin…

Él suspiró.

– Está bien, está bien. Sabía que algo estaba pasando aquí eso es todo.

Ella esperó un instante. Luego preguntó:

– ¿Qué está pasando?

– Pues es bastante curioso -contestó él pensativamente- Esto está prácticamente desierto… pero todas las atracciones están en marcha.

Capítulo 17

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Samantha.

– Lo que he dicho. La noria, los coches de choque… todo, menos los ponis. Están todas funcionando. La verdad es que da un poco de miedo, a plena luz del día y sin música ni gente.

– ¿Dónde está Leo?

– No consigo localizarle.

– ¿Qué?

– No te asustes. Un par de tipos de mantenimiento nos han dicho que se fue al pueblo esta mañana. Ahora mismo están intentando parar las atracciones.

– Todas tienen interruptores. ¿Cuál es el problema?

– Que los interruptores están trucados.

La inquietud de Samantha aumentó.

– Esto no me gusta, Quentin.

– No, a mí tampoco. Mis sentidos de arácnido cosquillean como locos.

– ¿Crees que quizás ese tal Gilbert sepa que la policía va de camino? ¿Que tal vez les esté esperando?

– Tú les has visto cargárselo en una visión, ¿no?

– Sí, pero…

– Mira, quizás esto no tenga nada que ver con lo otro, ¿sabes? -Al ver que ella se quedaba callada, Quentin suspiró y dijo-: De acuerdo, yo tampoco creo en las coincidencias. Suponiendo que consiga contactar con ellos allá arriba, Bishop les avisará de que se cubran las espaldas. Y el frente. Tú quédate ahí, Sam. Galen se quedará aquí y yo iré a buscarte.

– Estoy en la jefatura de policía.

– Sí, y está prácticamente desierta. No te muevas. Estaré ahí dentro de quince minutos.

Samantha colgó y se quedó mirando el teléfono con el ceño fruncido mientras se frotaba distraídamente las sienes. Seguía recordando aquella visión y las últimas palabras de Andrew Gilbert, que no había podido oír.

Tenía la inquietante sensación de que algo cambiaría si hubiera oído aquellas palabras.

Pero intentar pensar en ello agudizaba su dolor de cabeza y su aturdimiento, de modo que se dio por vencida y emprendió con mucha cautela el camino de regreso a la sala de descanso.

La comisaría parecía realmente desierta, pensó; sólo oía sonar de vez en cuando un teléfono, y voces amortiguadas desde el mostrador de recepción, en la parte delantera del edificio.

Dudó un momento en la puerta de la sala de descanso e intentó descubrir nuevamente el origen de su desasosiego, pero se dio por vencida y fue a echarse en el sofá.

La finca que Wyatt había vendido a Andrew Gilbert estaba, en efecto, muy apartada, pero no era, ni mucho menos, tan difícil de alcanzar como los lugares que habían estado investigando durante las semanas anteriores. Había, de hecho, una carretera decente que llevaba desde la autovía prácticamente hasta la puerta de la casa, pequeña y desvencijada, de la granja.