– Sigo en la habitación, señoras -dijo Jordan mientras se sentaba a la mesa de reuniones y elegía una carpeta.
Jay ignoró su comentario.
– También es un adicto al trabajo -confesó-. Hace cuatro años que somos compañeros y en ese tiempo no ha cogido vacaciones ni una sola vez. Ni una sola.
– El año pasado estuve en Canadá -objetó Jordan cálidamente.
– Fuiste a un seminario policial, Luke. Y al final pasaste casi una semana ayudando a la policía montada a encontrar a una adolescente desaparecida.
– Me pidieron ayuda. No podía negarme. Y volví descansado, ¿no?
– Volviste con un brazo roto.
– Pero descansado.
Jay suspiró.
– Eso es cuestión de opiniones.
Lindsay sacudió la cabeza.
– ¿Nadie os pregunta nunca si lleváis mucho tiempo casados?
– De vez en cuando -dijo Jay-. Pero yo siempre les digo que no lo querría ni en pintura. Además de su perfeccionismo, que me saca de quicio, y de que es un adicto al trabajo, tiene uno de esos pasados oscuros y tormentosos que pondrían los pelos de punta a cualquier mujer sensata.
Jordan levantó una ceja. Se disponía a hablar cuando oyeron acercarse la voz del sheriff Metcalf. Sonaba un poco como un oso al que alguien estuviera pinchando con una vara afilada.
– No sé cómo demonios tiene la desfachatez de extrañarse porque no quiera volver a hablar con usted. Ya vino a verme la semana pasada, ¿recuerda?
– Para lo que sirvió… -La voz de la mujer no sonaba exactamente amarga, pero era algo afilada.
Lindsay, que por casualidad estaba mirando a Lucas Jordan, vio cambiar su semblante mientras aquella mujer invisible hablaba. El agente federal pareció dar casi un respingo, y una sorpresa momentánea, acompañada de algo mucho más intenso, crispó sus facciones. Luego, su cara quedó totalmente inexpresiva.
Llena de curiosidad, Lindsay volvió la mirada hacia la puerta a tiempo de ver entrar al sheriff Metcalf, seguido por una mujer esbelta, de mediana estatura, con los ojos extremadamente oscuros y el pelo negro y corto peinado con descuido.
La mujer se detuvo en la puerta y sus ojos oscuros e insondables se dirigieron inmediatamente hacia Jordan. Como si, pensó Lindsay, no sólo no se sorprendiera -como en cambio le había sucedido a él-, sino que esperara encontrarlo allí.
Fue él, sin embargo, quien primero habló.
– Veo que el circo está en el pueblo -dijo, arrastrando las palabras, y se recostó en la silla mientras la miraba desde el otro lado de la habitación.
Ella sonrió, quizás extrañamente, y dijo con voz seca:
– Es una feria ambulante, como muy bien sabes. Hola, Luke. Cuánto tiempo sin verte.
– Samantha.
Metcalf estaba sorprendido.
– ¿Se conocen?
– Desde hace tiempo -contestó ella con la mirada aún fija en Jordan-. Obviamente, el señor Jordan estaba… visitando los bajos fondos… cuando nos conocimos.
Jordan fue el primero en apartar la mirada. Su boca se torció ligeramente.
– Hola, Samantha -dijo con tranquilidad su compañera.
– Jay.
– ¿Llevas mucho en el pueblo?
– Un par de semanas. Vamos a estar en el recinto ferial otros quince días, -Clavó en Lindsay su mirada opaca e inclinó la cabeza-. Inspectora Graham.
Lindsay la saludó con una inclinación de cabeza, pero guardó silencio. Estaba con el sheriff cuando, a principios de la semana anterior, Samantha Burke se había presentado en comisaría. Su incredulidad entonces, al igual que la de Metcalf, había sido poco menos que hostil. Notó ahora que le ardía la cara al acordarse de su desdén.
Un desdén que había resultado desencaminado.
Porque la «vidente» de la feria había intentado advertirles, y ellos no la habían escuchado.
Y Mitchell Callahan había muerto.
Capítulo 2
Metcalf miraba con el ceño fruncido al agente federal y a la adivina de la feria, y no intentaba disimular su descontento, su incertidumbre y su irritación por todo aquello.
Samantha le compadecía, aunque no lo demostrara.
Metcalf le dijo a Jordan con acento no del todo inquisitivo:
– Vino a vernos la semana pasada y dijo que un hombre iba a ser secuestrado. No sabía su nombre, pero nos dio una descripción muy precisa de Mitchell Callahan.
– Naturalmente -dijo Samantha-, no me creyeron. Hasta que a última hora del sábado la señora Callahan llamó para denunciar la desaparición de su marido. Luego fueron derechos a por mí, claro. Cargados de preguntas y sospechas.
El ceño del sheriff se convirtió en una mueca de enojo mientras la miraba.
– Y la habría metido entre rejas si sus compañeros de la feria, que también tenían coartada, no hubieran jurado por lo que supuestamente consideran más sagrado que estuvo allí, a la vista de todos, prácticamente todo el jueves, el día que desapareció Callahan.
– A kilómetros de distancia y con el coche aquí, en el taller del pueblo -le recordó Samantha-. Creo que alguien se habría dado cuenta si me hubiera paseado por la calle Mayor en uno de los ponis de la feria, ¿no le parece?
– No es la única de esa panda que tiene coche.
– Nadie me prestó un coche, ni echó de menos el suyo -repuso ella con tranquilidad-. Estuve en la feria todos los días hasta pasadas las doce de la noche, desde el martes por la tarde, cuando me fui de aquí, hasta que se presentaron allí el sábado para… hablar conmigo.
Lindsay, que obviamente intentaba ser justa e imparcial, al menos ahora, dijo:
– La feria no suele parar en Golden, y no encontramos ni una sola conexión entre sus miembros y los vecinos del pueblo. Además, ninguno de ellos llevaba suficiente tiempo en esta zona para conocer las costumbres de Callahan hasta el punto de escoger el momento idóneo para secuestrarlo, y no encontramos ni rastro del dinero del rescate en los terrenos de la feria. No había ni una sola prueba que indicara que Samantha o algún otro feriante pudiera estar implicado en el caso.
– Salvo que ella sabía de antemano que habría un secuestro -puntualizó Metcalf-. Algo para lo cual todavía no tengo una explicación satisfactoria.
– Soy vidente -dijo Samantha con naturalidad, sin asomo de desafío o de indignación. Hacía tiempo que había aprendido a hacer aquella afirmación con calma y sin aspavientos. También había aprendido a pronunciarla sin las alharacas necesarias para anunciar un «número» de feria.
– Sí, ya, Zarina, la vidente, la pitonisa que todo lo ve. He leído los carteles que hay en la feria y en el pueblo.
– El propietario de la feria decide cómo publicitar mi caseta, y su ídolo es P.T. Barnum [1]. Yo no puedo hacer gran cosa respecto al resultado.
– Pues hágase otra fotografía. Tiene un aspecto ridículo con ese turbante morado.
– Y por eso llegó usted inmediatamente a la conclusión de que era todo mentira. De que estafo a la gente para ganarme la vida.
– Más o menos, sí -respondió Metcalf.
– ¿Siempre tiene usted razón, sheriff?
– Tratándose de una estafa, normalmente sí.
Samantha se encogió de hombros. Entró en la sala y se sentó a la mesa de reuniones, frente a Lucas, pero siguió mirando al sheriff. Y, por difícil que le resultara, siguió mostrándose tranquila y relajada.
– Normalmente, no es siempre. Pero intentar convencer a alguien tan estrecho de miras es peor que hablar con un poste. Así que sigamos con esto por las malas. ¿Quiere llevarme a uno de esos cuartitos de interrogatorio y ponerme un foco en la cara, o prefiere interrogarme aquí, donde todos estaremos más cómodos?
– Usted, desde luego, parece bastante cómoda -refunfuñó él.
– Esto es más espacioso. Y supongo que querrá que sus nuevos amigos, los federales, participen. Estoy segura de que también ellos tienen preguntas que hacer.