– Y no tiene motivos para quedarse por aquí -dijo Lucas-. Sin duda estaban preparados para huir. Otro coche, tal vez un utilitario o un todoterreno, seguramente con las maletas ya hechas. Habrá abandonado el coche patrulla enseguida y habrá seguido los planes de su padre. Se ha ido.
Jaylene le agarró del brazo y le hizo volverse para mirarla, un gesto tan inesperado que Lucas se descubrió mirándola fijamente, viéndola por fin.
– Lo cual significa que tienes que encontrar a Sam -dijo ella con vehemencia.
– Jay, tú sabes que no puedo sencillamente…
– Aquí no vamos a encontrar nada, Luke. Tú lo sabes. Tampoco Quentin y Galen encontrarán nada útil en el departamento del sheriff. Y se nos está agotando el tiempo, se le está agotando a Sam.
– Maldita sea, ¿es que no crees que quiero encontrarla?
– No lo sé, ¿quieres?
Él la miró con fijeza y sintió que literalmente se le retiraba de la cara el poco color que le quedaba.
Jaylene continuó con voz insistente:
– No sé qué va a costarte, de veras, no lo sé. No sé a qué se debe ese bloqueo tuyo. Pero sé que Sam tenía razón al pensar que nunca podrás usar tus facultades como deben usarse hasta que lo superes. Y si esto no lo consigue, si salvarle la vida a la mujer que quieres no es suficiente… entonces pasarás el resto de tu vida siendo un vidente que funciona sólo a medias, que sólo puede utilizar sus capacidades cuando está tan cansado que ya no puede pensar. ¿De veras es eso lo que quieres, Luke? ¿Vivir a medias? ¿Perder a Sam? ¿De veras merece la pena pagar ese precio por evitar tu propio dolor?
No.
– No -dijo él lentamente-. No merece la pena.
– Entonces ábrete y busca a Sam -dijo Jaylene, soltándole el brazo-. Encuéntrala, Luke. Antes de que sea demasiado tarde para los dos.
Lucas ni siquiera estaba seguro de cómo proceder deliberadamente, sin ira ni cansancio, sino abriendo de manera consciente sus facultades. Nunca antes había podido hacerlo.
Pero…
Lo único que sabía era que necesitaba a Sam y que no iba a perder a otra persona a la que amaba. Tenía que encontrarla, tenía que ayudarla…
Y entonces una oleada de terror, negra y heladora, se apoderó de él con tanta fuerza que le hizo caer literalmente de rodillas.
Samantha ni siquiera podía fingir que no estaba aterrorizada. No creía haber tenido tanto miedo en toda su vida. Ni siquiera cuando…
El recuerdo de su padrastro y de aquel armario estrecho no la dejaba en paz, la torturaba. Se oía a sí misma gemir en voz alta, como gemía aquella chiquilla maltratada y temerosa cuando, finalmente, ya bien entrada la noche, él se iba y ella podía dar voz a su pavor.
Cuando estaba más enfadado, la dejaba allí dentro horas y horas, a veces durante días, y prohibía a voces a su madre que le hablara siquiera. La casa quedaba quieta, en silencio. Oscura. Y ella se sentía completamente sola.
Temía más aquel «castigo» que cualquier otro de los que él le infligía. Porque estaba convencida de que algún día él no abriría, sencillamente, la puerta del armario.
Y ella moriría allí dentro, aterrorizada, dolorida y tan sola que el inmenso vacío de aquel sentimiento resultaba inexpresable.
Ahora luchaba contra el pánico, o eso intentaba, pero aquellos recuerdos, el viejo sentimiento de un terror impotente, seguían embargándola. Se oía sollozar, sentía que empezaban a dolerle las manos mientras golpeaba la áspera madera colocada sobre ella.
Una parte de su mente, distante y racional, le decía que estaba malgastando un oxígeno precioso, que el siseo de la bombona se había ido debilitando a medida que se vaciaba en el interior del ataúd, pero el pánico lo dominaba todo.
Hasta que…
«Sam…»
Se quedó quieta e intentó todavía contener un último sollozo.
«Ya voy, Sam.»
– ¿Dónde estás?-musitó ella.
«Cerca.»
– No queda mucho aire -musitó de nuevo, y se dio cuenta con otro sobresalto de terror de que empezaba a costarle respirar.
«Quédate quieta, Sam. Cierra los ojos. Te prometo que… te prometo que llegaré a tiempo.»
Fue una de las cosas más difíciles que había hecho en toda su vida, pero Samantha lo logró: cerró los ojos y obligó a sus manos doloridas a permanecer quietas junto a sus costados.
Le quedaba la fe justa para confiar en que Luke diera con ella a tiempo.
Pero sólo la justa.
Una docena de palas y manos dispuestas a actuar le seguía cuando, pasada más de una hora, Lucas detuvo de pronto el Jeep en la carretera que salía de Golden y corrió unos veinte metros, hacia un lado del asfalto. No tuvo que decirles dónde cavar, porque la tierra recién removida, con su escalofriante forma de tumba, se veía claramente.
Los hombres se pusieron a cavar enseguida, frenéticamente, impulsados por sus propios temores y por el rostro macilento y torturado del agente federal que usaba sus manos para apartar la tierra que colmataba la tumba de Samantha.
Otros hombres esperaban pertrechados con palancas y, en cuanto quedó al descubierto la madera, comenzaron a levantar las tablas. Un gemido colectivo se oyó cuando, en respuesta a sus esfuerzos, aparecieron el rostro blanco y los ojos cerrados de Samantha; en ese instante, casi todos pensaron que estaba muerta.
Pero Lucas sabía que no era así. De rodillas junto a la tumba poco profunda, bajó los brazos, la cogió de las muñecas evitando tocar la carne magullada de sus manos y tiró de ella hacia arriba.
Sólo entonces ella abrió los ojos y parpadeó a la luz mortecina del día. Luego, mientras Lucas murmuraba su nombre, respiró una honda bocanada del aire limpio del campo y le rodeó el cuello con los brazos.
Capítulo 18
– Pero no quiero pasar la noche en el hospital -dijo Samantha.
– Porque, naturalmente -repuso Lucas-, unos cuantos huesos de las manos rotos no son nada, ¿verdad?
Ella se miró con el ceño fruncido las manos, que, cubiertas con gruesos vendajes, descansaban sobre su regazo.
– Ya has oído al médico. En los humanos, los huesos de la mano pueden ser muy frágiles y romperse fácilmente. Pero acaban soldándose. Y voy a recuperarme. Así que no tengo por qué pasar la noche aquí.
Bishop dijo:
– Tómate la libertad de detenerla, Luke.
– No va a ir a ninguna parte -dijo Lucas-. Voy a quedarme aquí toda la noche para asegurarme de ello.
Samantha suspiró y abandonó sus protestas.
– Bueno, si no queda más remedio, al menos es una suerte que me hayan dado una habitación grande. Si Wyatt y Caitlin no se hubieran ido a llevar a Leo a la feria, habríais cabido todos. -Miró a la gente que rodeaba su cama y se dirigió a Bishop al decir-: Me preguntaba cuándo ibas a asomar la cara.
– Me pareció que ya era hora -respondió él con calma-. Tu secuestro no formaba precisamente parte del plan.
Galen, que estaba al otro lado de la cama, dijo:
– Y quizás así aprendas a no ser tan críptico la próxima vez. «Esperad una señal. Y no dejéis que os distraiga.» Santo cielo.
– La verdad -dijo Bishop- es que lo de la feria tampoco estaba previsto. La señal que os dijimos que esperarais no llegó a darse. Se suponía que sería una exhibición de fuegos artificiales en toda regla: un par de cajas de munición quemadas, suponíamos, para distraeros a todos mientras Gilbert escapaba.
Galen parpadeó y le dijo a Quentin:
– Podría habérnoslo dicho antes.
– Nunca lo hace -contestó Quentin.
– Si eso es lo que visteis Miranda y tú -dijo Samantha-, ¿por qué no sucedió?
– Lo vimos al principio. -Bishop sonrió y la sonrisa suavizó su bello rostro, pero intimidatorio-. Antes de que tú empezaras a cambiar el futuro que habías visto. Cuando eso sucedió, todo lo que nosotros habíamos visto ya no sirvió de nada.