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Dado que Jordan y su compañera habían permanecido extrañamente callados, Metcalf no estaba tan seguro de ello. Sintió la tentación de ordenar a Samantha Burke que entrara en una de las salas de interrogatorio sólo para dejar claro que era él quien tenía la sartén por el mango.

Si no fuera porque, en realidad, temía que la tuviera ella.

– Quiero saber cómo sabía lo del secuestro -dijo, más enfadado aún porque sabía que aquel temor resultaba obvio.

– Ya se lo he dicho. Soy vidente.

– Así que las hojas del té le hablan. ¿O es una bola de cristal?

– Ninguna de las dos cosas. -La voz de Samantha sonó comedida y serena, como al principio-. El lunes pasado, por la noche, estaba atendiendo la caseta de tiro al blanco…

– Nadie quería que le leyeran la mano, ¿eh?

Samantha no hizo caso.

– Y, cuando cogí una de las escopetas, tuve una visión -prosiguió como si el sheriff no la hubiera interrumpido.

– ¿Era en tecnicolor? -preguntó Metcalf con prodigiosa cortesía.

Lindsay, que había estado observando con placer a los dos agentes federales, resolvió que ambos estaban incómodos, aunque ignoraba si ello se debía a las preguntas, a las respuestas o a la hostilidad del sheriff. O simplemente al tema de la conversación.

– Siempre lo son -contestó Samantha con sorna.

– ¿Y qué vio en esa visión?

– Vi a un hombre sentado en una silla, atado, amordazado y con una venda en los ojos. En una habitación que no pude distinguir claramente. Pero lo vi a él. Tenía el pelo de un color raro, rojo anaranjado, como una zanahoria, y llevaba un traje azul oscuro y una corbata con cochecitos. Creo que eran Porsches.

– Exactamente lo que llevaba puesto Callahan cuando fue secuestrado -dijo Lindsay.

Metcalf mantuvo la mirada fija en Samantha.

– Usted sabía que había sido secuestrado.

– Parecía bastante evidente. O eso, o era aficionado a juegos sadomasoquistas bastante raros. Como estaba completamente vestido y no parecía muy contento, pensé que el secuestro era la explicación más probable.

– ¿Y no había nadie cerca de él?

– Nadie a quien yo viera.

Lucas tomó por fin la palabra.

– ¿Oíste algo? ¿Oliste algo? -preguntó con calma.

– No -contestó ella sin mirarlo. Se preguntaba si él esperaba una reacción distinta cuando volvieran a verse. Si es que volvían a verse. ¿Esperaba acaso que se quedara paralizada? ¿Que arremetiera contra él?

– Usted conocía a Callahan, ¿verdad? -preguntó Metcalf-. Puede que le estafaran en esa feria suya y amenazara con denunciarles o algo así. ¿Fue eso lo que pasó?

– Nunca había visto a Mitchell Callahan… en carne y hueso, por así decirlo. Que yo sepa, nunca estuvo en la feria.

– No era muy aficionado a esas cosas -murmuró Lindsay.

Pero Metcalf no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer.

– Todo el mundo sabía que Callahan estaba intentando comprar el recinto ferial para edificar. Si lo hubiera hecho, su feria habría tenido que cerrar.

– Nada de eso. Podemos instalarnos en un aparcamiento, y en Golden hay muchos, sheriff.

– Eso les costaría mucho más.

– Pero también estaríamos más cerca de las zonas con más trasiego del pueblo. -Samantha se encogió de hombros y procuró ocultar su impaciencia-. Seguramente, nadaríamos en dinero al final del día.

Lindsay volvió a hablar.

– Eso es cierto, sheriff -dijo en tono neutral-. En el pueblo hoy al menos dos centros comerciales cerrados y una gran superficie con metros y metros de aparcamiento sin aprovechar. Estoy segura de que a los propietarios les habría encantado sacar unos pavos acogiendo una feria.

Metcalf le lanzó una mirada rápida que por poco no era de rabia, y volvió a fijar su atención en Samantha.

– Las ferias siempre traen problemas, eso lo tengo claro. Desaparecen cosas, hay daños materiales y la gente acaba estafada en sus presuntos juegos de azar. ¿Cuántas veces ha aceptado dinero a cambio de decirle a la gente lo que sabía que quería oír?

– Unas cuantas -contestó ella con calma. Pero no pudo resistir las ganas de añadir-: Algunas personas no quieren oír la verdad, sheriff. Y otras no la reconocerían ni aunque les mordiera el culo.

Metcalf tomó aire para replicar, pero ella siguió hablando con voz serena y todavía comedida.

– Sus opiniones acerca de los feriantes van con un par de décadas de retraso, pero eso no tiene importancia. Pese a lo que crea, no hay nada sospechoso en nuestro espectáculo, ni en los juegos ni en las atracciones, que tienen un mantenimiento perfecto. Y en cuanto a seguridad, nuestro historial es impecable.

– Yo no lo he puesto en duda.

– Abiertamente, no. Pero nos hizo investigar el día que llegamos aquí y empezamos a instalarnos.

– Es mi trabajo.

– Muy bien. Todos nosotros llevamos tarjetas de identificación con nuestras huellas dactilares, como la que le enseñé cuando vine a verlo. Tómese la libertad de comprobar las huellas de todos los que formamos parte del espectáculo, igual que comprobó las mías. Puede que le sorprenda descubrir que ni uno solo de nosotros tiene antecedentes delictivos, ni siquiera por una minucia como no pagar una multa de aparcamiento. Y nos llevamos bien con la policía de todos los pueblos de nuestra ruta habitual. Ésta es la primera vez que visitamos Golden, así que supongo que podemos pasar por alto sus dudas acerca de nuestra honradez, pero…

Lucas la interrumpió para preguntar:

– Si Golden no forma parte de vuestra ruta habitual, ¿qué hacéis aquí?

Los ojos de Samantha volaron hacia él sin que volviera la cabeza.

– Un circo había pasado hacía un par de semanas por el siguiente pueblo de nuestro itinerario normal, y sabemos por experiencia que no nos conviene instalarnos en un lugar por donde acaba de pasar un gran circo. Golden era la mejor alternativa en esta zona. Sobre todo, cuando supimos que podíamos alquilar el recinto ferial para bastante tiempo.

– Qué suerte la nuestra -masculló Metcalf.

– Sus vecinos parecen estar disfrutando de las atracciones y los juegos de la feria.

Él la miró con enfado.

– Y yo soy el responsable de protegerles de personas que abusan de su buena voluntad. Y que se aprovechan de su credulidad.

– Demuestre que es eso lo que hacemos y nos iremos. Pacíficamente. Y sin protestar.

– ¿Y mandar a mi mejor sospechosa a otro pueblo inocente? Ni lo sueñe.

– Sabe perfectamente que yo no secuestré ni maté a Mitchell Callahan.

– Usted sabía de antemano lo que iba a pasar. En mi opinión, eso significa que está implicada.

Samantha respiró hondo.

– Créame, sheriff -dijo, mostrando por primera vez sus esfuerzos por refrenarse-, si pudiera elegir, preferiría que mis visiones se limitaran a cosas sencillas, como dónde perdió tal persona el anillo de su abuela o a si otra encontrará a su alma gemela. Pero no se me dio a elegir. Aunque preferiría que fuera de otro modo, a veces veo cómo se cometen crímenes. Antes de que se cometan. Y mi conciencia, que es muy molesta, y mi incapacidad para ignorar lo que veo me empujan a informar de mis visiones. A personas hostiles y llenas de sospechas como usted.

– No espere que me disculpe -contestó Metcalf.

– Al igual que usted, yo no creo en imposibles.

Lindsay decidió que iba siendo hora de intervenir.

– Está bien, señorita Burke…

– Samantha. O Sam. -Ella se encogió de hombros.

– Samantha, entonces. Yo soy Lindsay. -No les haría ningún mal, se dijo, intentar entablar una relación menos conflictiva con la vidente; era una lástima que Wyatt no se diera cuenta-. Díganos algo que no sepamos sobre el secuestro y el asesinato de Mitch Callahan. Algo que pueda ayudarnos a atrapar al culpable.