Kelley Armstrong
Jauría
Para Jeff, que siempre creyó que podía hacerlo
PRÓLOGO
Tengo que hacerlo.
Estuve resistiéndome toda la noche. Voy a perder. Mi batalla es tan fútil como la de una mujer que, al sentir los primeros dolores del parto, decide que no es un momento conveniente para dar a luz. La naturaleza se impone. Siempre.
Son casi las dos de la mañana, demasiado tarde para esta tontería y necesito dormir. Cuatro noches investigando para cumplir con una entrega me han dejado exhausta. No importa. La piel de atrás de las rodillas y los codos comenzó a hormiguearme y ahora me arde. Mi corazón late tan aprisa que tengo que tomar aire. Cierro los ojos fuerte, deseando que se vayan esas sensaciones, pero no se van.
Philip duerme a mi lado. Él es otro motivo por el que no puedo irme, escabullirme en la mitad de la noche otra vez y volver con un torrente de excusas sin sentido. Mañana va a trabajar hasta tarde. Si tan solo pudiera esperar un día más. Las sienes me laten. La sensación de ardor se extiende por la piel de mis brazos y piernas. La ira forma una pelota tensa en mis tripas y amenaza con estallar.
Tengo que salir de aquí… ya no tengo tiempo.
Philip no se mueve cuando salgo de la cama. Tengo una pila de ropa metida debajo de mi vestidor para evitarme los ruidos de los cajones y de las puertas del ropero. Tomo mis llaves con fuerza, para que no tintineen, abro suavemente la puerta y salgo al corredor.
Todo está tranquilo. Las luces parecen atenuadas, como si las dominara el vacío. Cuando toco el botón del ascensor, rechina su protesta de que lo estorbe a esta hora impiadosa. La planta baja y la entrada están vacías. La gente que tiene plata para alquilar tan cerca del centro de Toronto duerme cómodamente en este momento.
Además de dolerme las piernas también me hormiguean y curvo los dedos para ver si dejan de picar. Pero no. Miro las llaves del auto en mis manos. Ahora es demasiado tarde para ir a un lugar seguro. La picazón ha cristalizado en un fuerte ardor. Con las llaves en el bolsillo, salgo a las calles, buscando un lugar para cambiarme. Mientras camino, monitoreo la sensación en las piernas que se traslada a los brazos y a la nuca. Pronto. Pronto. Cuando el cuero cabelludo comienza a hormiguearme, sé que ya he camindado todo lo que puedo, así que busco un callejón. El primero que encuentro está ocupado por dos hombres que se acurrucan juntos, dentro de una caja de cartón de un televisor de pantalla grande, pero el siguiente está vacío. Voy rápido hasta el extremo, me desvisto detrás una barricada de tachos de basura y oculto la ropa bajo un diario viejo. Entonces comienzo el Cambio.
Mi piel se estira. La sensación se hace más honda y trato de bloquear el dolor. Dolor. Que palabra triviaclass="underline" mejor diré agonía. No se puede decir que es sólo "dolorosa" la sensación de que lo despellejen vivo a uno. Respiro hondo y concentro mi atención en el Cambio, bajando al suelo antes de que me doble en dos y me vea obligada a hacerlo. Nunca es fácil. Quizás aún soy demasiado humana. Esforzándome por mantener el control de mis ideas, trato de anticipar cada fase y pongo el cuerpo en posición adecuada, con la cabeza gacha y los brazos y piernas encogidas, los pies y las manos flexionadas y la espalda arqueada. Se me forman nudos y tengo convulsiones en los músculos de las piernas. Me esfuerzo por respirar y relajarme. Sudo y el sudor cae de mi cuerpo a chorros, pero los músculos finalmente se ablandan y aflojan. Luego vienen los diez segundos de infierno puro que antes me hacían jurar que preferiría morir antes que soportarlo otra vez. Entonces se acaba.
Cambiada.
Me estiro y parpadeo. Cuando miro en derredor, el mundo ha mutado en una paleta de colores desconocidos al ojo humano, negros y marrones y grises con tonos sutiles que mi cerebro aún convierte en azules y verdes y rojos. Alzo la nariz e inhalo. Percibo rastros de asfalto fresco y tomates podridos y plantas en macetas en las ventanas y sudor de veinticuatro horas y un millón de cosas, que se mezclan en un olor tan agobiante que me obliga a toser y sacudo la cabeza. Al volverme, alcanzo a ver fragmentos de mi reflejo en una lata abollada. Mis ojos me devuelven la mirada. Estiro los labios y me gruño. Destellan colmillos blancos en el metal.
Soy una loba, una loba de sesenta y cinco kilos con un pelaje rubio descolorido. Lo único que queda de mí son mis ojos, chispeantes de una inteligencia fría y una ferocidad que arde a fuego lento, que nunca podría confundirse con nada que no fuera humano.
Miro en derredor, volviendo a inhalar la fragancia de la ciudad. Aquí estoy nerviosa. Demasiado encerrada, confinada, apesta a humano. Debo tener cuidado. Si me ven, creerán que soy una perra, de una cruza de razas grandes, quizá de perra esquimal con Labrador amarillo. Pero una perra de mi tamaño causa alarma cuando anda suelta. Voy hacia el fondo del pasaje y busco una salida a través del pliegue debajo de la barriga de la ciudad.
Mi cerebro está atontado, desorientado no por mi cambio de forma sino por lo desnaturalizado de lo que me rodea. No logro orientarme y el primer callejón por el que doblo resulta ser el que había encontrado en mi forma humana, el de los dos hombres en la caja de Sony descolorida. Uno de ellos está despierto ahora. Tira de los restos de una frazada con costras de roña, como si pudiera estirarla lo suficiente para protegerse de la fría noche de octubre. Alza la vista y me ve y sus ojos se abren. Comienza a retirarse, luego se contiene. Dice algo. Su voz me habla con ese tono musical, exagerado, que la gente usa con los infantes y los animales. Si me concentro podría entender las palabras, pero no tiene sentido. Sé lo que dice, alguna variante de lindo perrito», repetida una y otra vez con una variedad de inflexiones. Sus manos estiradas, las palmas hacia filera para alejarme, el lenguaje físico que contradice el vocal. Atrás, lindo perrito, atrás. Y la gente se pregunta por qué los animales no entienden cuando se les habla.
Huelo el abandono y el desgaste de su cuerpo. Huele a debilidad, como un ciervo anciano empujado al borde de la manada, fácil de cazar para los depredadores. Si tuviera hambre olería a cena. Por suerte aún no, por lo que no tengo que contener la tentación, el conflicto, la repulsión. Resoplo y el aire se condensa al salir de mi nariz, luego me doy vuelta y salgo corriendo por el callejón.
Más allá hay un restaurante vietnamita. El olor a comida está metido en la madera del edificio. En una extensión del edificio, al fondo, gira lentamente el ventilador de un extractor, tocando a cada vuelta el protector metálico. Bajo el ventilador hay una ventana abierta. Cortinas con dibujos desleídos de girasoles salen a la brisa nocturna. Oigo gente en el interior, un cuarto lleno de gente, gruñidos, silbidos de gente dormida. Quiero verla. Quiero meter el hocico por la ventana abierta y mirar al interior Una mujer lobo puede divertirse mucho con un cuarto lleno de gente desprotegida.
Comienzo a adelantarme pero me detiene un repentino crujido y un siseo. El siseo se hace más suave, luego lo ahoga la voz aguda de un hombre, las palabras como ramas quebradas. Vuelvo la cabeza a cada lado, el radar busca la fuente. Está más adelante. Abandono el restaurante y voy hacia él. Somos curiosos por naturaleza.
Está parado en un estacionamiento para tres autos, en el pasaje estrecho entre edificios. Tiene un walkie-talkie pegado al oído y se apoya en un codo, contra un edificio de ladrillos, tranquilo, pero no descansa. Sus hombros están relajados. Su mirada se pierde. Está confiado en que tiene derecho a estar allí y no teme a la noche. Probablemente ayuda a esa actitud el arma que pende de su cinto. Deja de hablar, toca un botón y mete el walkie-alkie en su funda. Sus ojos observan una vez todo el estacionamiento, hace el inventario y, al no ver nada que requiera su atención, se mete más al interior del l laberinto del callejón. Esto podría ser entretenido. Lo sigo.