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Mis uñas golpetean en el pavimento. No parece notarlo. Acelero esquivando bolsas de basura y cajas vacías. Finalmente estoy lo suficientemente cerca. Escucha el sonido sostenido de mis uñas y se detiene. Me oculto tras un basurero, y lo espío. Se vuelve y trata de ver en la oscuridad. Luego sigue adelante. Lo dejo alejarse unos pasos y continúo. Esta vez cuando se detiene, espero un segundo más antes de ocultarme. Deja escapar una maldición apagada. Ha visto algo, un destello de movimiento, una sombra que parpadea, algo. Su mano derecha va al arma, acariciando el metal y luego la retira, como si le bastara para sentirse tranquilo. Vacila, luego mira a un lado y al otro del callejón, y advierte que está solo y no muy seguro de qué hacer al respecto. Murmura algo, luego sigue adelante, un poco más rápido.

Al caminar sus ojos van de lado a lado, alerta, al borde de la alarma. Respiro profundo, y registro apenas brisas de temor, lo suficiente para hacerme latir fuerte el corazón pero no como para perder el control. Es una presa aceptable para un juego de caza. No va a escapar. Puedo controlar la mayoría de mis impulsos. Puedo acecharlo sin matarlo. Puedo soportar la primera sensación de hambre sin matarlo. Puedo verlo sacar el arma sin matarlo. Pero si huye no podré detenerme. Esa es una tentación contra la que no puedo luchar. Si corre, lo persigo. Si lo persigo, me mata o lo mato.

Al dar la vuelta por otro callejón, comienza a tranquilizarse.

Todo está tranquilo. Me adelanto ahora, poniendo el peso sobre los talones para apagar el sonido de mis uñas. Pronto estoy a pocos metros. Puedo oler su colonia, que casi tapa el olor natural de un largo día de trabajo. Puedo ver sus medias blancas que aparecen y desaparecen entre el borde del zapato y el borde de las piernas del pantalón. Oigo su respiración, el ritmo ligeramente aumentado que revela que camina más rápido que lo habitual. Me deslizo hacia delante, lo suficientemente cerca como para abalanzarme y lanzarlo al suelo antes de que pueda tomar el arma.

Su cabeza se alza. Sabe que estoy aquí. Que hay algo aquí Me pregunto si se volverá. ¿Se atreverá a mirar, a enfrentarse a algo que no puede ver ni oír, sino sólo intuir? Su mano va hacia el arma, pero no gira. Camina más rápido. Y luego sale a la seguridad de la calle.

Lo sigo hasta el final y observo desde la oscuridad. Avanza con las llaves en la mano hasta un patrullero estacionado, abre y se mete dentro. El auto ruge y sale chillando. Miro las luces que se alejan y suspiro. Se acabó el juego. Gané.

Fue bueno, pero ni de lejos suficiente para satisfacerme. Estas calles laterales son demasiado estrechas. Mi corazón late con una excitación que no logré descargar. Mis piernas duelen de tanta energía contenida. Debo correr.

Del sur viene un soplo de viento que trae el fuerte olor del lago Ontario. Pienso en dirigirme a la playa, me imagino corriendo por la arena, sintiendo el agua helada en mis patas, pero no es seguro. Si quiero correr; debo ir al barranco. Queda lejos, pero no tengo opción a menos que quiera quedarme rondando callejones con olor a humano por el resto de la noche. Giro al noroeste e inicio el viaje.

Casi media hora más tarde estoy parada en la cima de una colina. Mi nariz se mueve, registrando los vestigios de una fogata de hojas en un patio cercano. El viento me agita la piel, frío, vigorizante. Arriba, el tráfico pasa como un trueno por el viaducto elevado. Debajo está el santuario, un oasis perfecto en medio de la ciudad. Me lanzo hacia adelante. Por fin estoy corriendo.

Mis piernas adquieren ritmo antes de llegar a la mitad del barranco. Cierro los ojos un segundo y siento el viento en el hocico. Al golpear mis patas contra la tierra endurecida, hay pinchazos de dolor en mis piernas, pero me hacen sentir viva, como si me despertara de golpe luego de dormir demasiado. Los músculos se contraen y extienden en perfecta armonía. Con cada paso siento dolor y un estallido de felicidad física. El cuerpo me agradece el ejercicio, y me premia con golpes de adrenalina casi narcotizantes. Cuanto más corro, más liviana me siento, el dolor se libera como si mis patas ya no golpearan la tierra. Incluso en el fondo del barranco siento que corro cuesta abajo, incrementando mi energía. Quiero correr hasta eliminar toda la tensión de mi cuerpo, y que no quede nada más que las sensaciones del momento. No podría detenerme aunque quisiera. Y no quiero.

Las hojas muertas crujen bajo mis patas. Una lechuza canta suavemente en el bosque. Terminó su cacería y descansa contenta, no le importa quién anda por ahí. Un conejo sale corriendo de los arbustos delante de mí, advierte su error y vuelve a ocultarse en la maleza. Sigo corriendo. Mi corazón golpea alerte. El aire se siente helado contra el calor de mi cuerpo, arde al pasar por mi nariz hacia los pulmones. Respiro hondo, disfrutando del shock que produce al llegar a mi interior. Corro demasiado rápido como para oler algo. En mi cerebro percibo algunos rostros en una mezcolanza que huele a libertad. Ya incapaz de resistirlo, finalmente me detengo, lanzo la cabeza hacia atrás y aúllo. La música sale de mi pecho en una evocación tangible de pura felicidad. Hace eco en la barranca y sube al cielo sin luna, para que todos sepan que estoy aquí. ¡Soy dueña de este lugar! Cuando acabo, bajo la cabeza, jadeando por el esfuerzo. Estoy parada allí, mirando hojas amarillas y rojas de arce esparcidas por el suelo, cuando finalmente un sonido logra atravesar hasta mi conciencia. Es un gruñido, un gruñido suave de amenaza. Hay un pretendiente a mi trono.

Alzo la vista y veo un perro amarillo amarronado a pocos metros. No, no es un perro. Mi cerebro tarda un segundo, pero finalmente reconocer eñ animal. Un coyote. Tardo un segundo en advertirlo porque es algo inesperado. He oído hablar de coyotes en la ciudad pero nunca me encontré con uno. El coyote se siente igualmente confundido por mí. Los animales no logran entender qué soy. Huelen a humano, pero ven un lobo y justo cuando deciden que la nariz los engaña, me miran a los ojos y ven un humano. Cuando me encuentro con perros, huyen o atacan de inmediato. El coyote no hace ninguna de las dos cosas. Alza el hocico y huele el aire, luego se eriza y hace un gruñido prolongado con los labios estirados. Es de la mitad de mi tamaño, no vale la pena. Se lo hago saber con un gruñido cansino y un sacudón de la cabeza que dicen “ya vete". El coyote no se mueve. Lo miro un momento. Desvía la mirada.

Resoplo, vuelvo a sacudir la cabeza y lentamente le doy la espalda. Estoy a medio giro cuando veo una piel marrón que se lanza contra mi hombro. Me lanzo al costado, ruedo, luego me pongo rápidamente de pie. El coyote me mira gruñendo. Respondo con un gruñido serio, el equivalente canino de "ahora me estás enojando". Él coyote se queda firme. Quiere pelea. Bien.

Se me eriza el pelaje, con la cola abriéndose en abanico. Bajo la cabeza entre los huesos de mis hombros y aplano las orejas. Le muestro mis dientes y siento el gruñido que sube por mi garganta y sale reverberando a la noche. El coyote no retrocede. Me agacho para saltar cuando algo me golpea duro en el hombro y me desequilibra. Siento dolor en el hombro. Tropiezo y giro para enfrentar a mi atacante. Un segundo coyote, gris-marrón, colgado de mi hombro, clavándome los colmillos hasta el hueso. Con un rugido de ira y dolor, me alzo y lanzo todo mi peso sobre el costado.

Cuando e1 segundo coyote sale volando, el otro se me lanza directo a la cara. Agachándome, lo tomo de la garganta, pero mis dientes muerden pelo en vez de carne y él logra escabullirse. Trata de retroceder para atacar de nuevo, pero me lanzo sobre él, obligándolo a afirmarse contra un árbol. Se alza en dos patas, tratando de escapar. Lanzo mi cabeza, apuntando a su garganta. Esta vez lo tomo bien. La sangre llena mi boca, salada y gruesa. El compañero del coyote aterriza en mi espalda. Siento que se me aflojan las piernas. Dientes que se hunden en la piel suelta bajo mi cráneo. Siento un nuevo dolor. Concentrándome, mantengo aferrada la garganta del primero. Me afirmo, luego suelto un segundo, lo suficiente como para dar el golpe fatal y desgarrar. Al retirarme, la sangre que salta me ciega. Cierro los ojos y giro fuerte la cabeza, desgarrando la garganta del coyote. Cuando siento que está muerto, lo arrojo a un costado. Luego me lanzo al suelo y ruedo. El coyote en mi espalda chilla de sorpresa y me suelta. Me levanto y giro en un solo movimiento, lista para acabar con este otro animal, pero se escabulle en la maleza. Un destello de su cola y se ha ido. Miro el coyote muerto. De su garganta sale sangre que la tierra bebe sedienta. Siento un sacudón, como el último temblor de deseo satisfecho. Cierro los ojos y tengo un escalofrío. NO fue mi culpa. Me atacaron. El barranco está en silencio, haciéndose eco de la calma que me inunda. No canta siquiera un grillo. El mundo está oscuro, silencioso y dormido.