Philip habló de su trabajo al sacar las cajas de la bolsa y poner la mesa. Corrí mis papeles a un lado para permitirle colocar mi plato y cubiertos. A veces puedo ser así de amable. Incluso cuando la comida ya estaba en mi plato, logré resistirme un segundo a comer, mientras escribía la línea final del artículo en el que trabajaba. Luego hice a un lado el papel e hinqué el diente.
– Me llamó mamá al trabajo -dijo Philip-. Se olvidó de preguntarte ayer si la ayudarías a organizar la fiesta de despedida de soltera de Becky.
– ¿De veras?
Escuché el tono de felicidad en mi voz y me sorprendí. Organizar una fiesta no era motivo para entusiasmar demasiado a nadie. Pero tampoco nadie me había invitado a hacerlo antes. Ni siquiera me habían invitado nunca a una fiesta como ésa, salvo mi compañera de trabajo, Sará, pero ella había invitado a todas sus compañeras de la oficina.
Philip sonrió.
– ¿Aceptas? Bien. A mamá le dará gusto. Le encanta esa clase de cosas.
– No tengo mucha experiencia en el asunto.
– No importa. Las damas de honor de Becky van a hacer la despedida principal, así que ésta va a ser una pequeña, limitada a la familia. Bueno, no exactamente pequeña. Creo que mamá piensa invitar a todos los parientes que tenemos en Ontario. Conocerás a todos. Estoy seguro de que mamá ya les habló a todos de ti. Espero que no te abrume.
– No – Dije-. Me encanta.
– Seguro. Eso lo dices ahora, antes de haberlos conocido.
Luego de la cena, Philip bajó al gimnasio para hacer ejercicios de reducción de peso. Cuando trabajaba en su horario normal, le gustaba hacer ejercicio temprano e irse a la cama temprano, porque admitía que se estaba volviendo demasiado viejo para sobrevivir con cinco horas de sueño por noche. El primer mes que vivimos juntos yo lo acompañé en sus ejercicios. No me resultaba fácil mostrar que me costaba mover cincuenta kilos cuando podía hacer cinco veces más. Entonces llegó el día en que estaba tan enfrascada en la conversación con un vecino que no me di cuenta de que estaba manejando un aparato con una carga de treinta kilos con una mano y hablando tan tranquila como si bajara una cortina… Cuando vi que el vecino miraba mis pesas, comprendí que había metido la pata y lo cubrí con alguna tontería acerca de que la máquina estaba mal calibra. A partir de allí volví a mi hábito de hacer ejercicio entre la media noche y las seis, cuando el gimnasio estaba vado. Le dije a Philip algo acerca de aprovechar el segundo aire a la noche tarde. Lo aceptó, como tantas otras cosas. Cuando él trabajaba hasta tarde, íbamos a nadar y correr juntos, como lo hacía cuando nos conocimos. Si no, él iba solo.
Esa noche, cuando Philip se fue, encendí la televisión. No es algo que me interesara mucho, pero cuando miraba, me hundía en lo peor de la programación, haciendo zapping con los programas educativos y las películas de alto nivel, para ir a los de chismes y conversaciones triviales. ¿Por qué? Porque me tranquilizaba al ver que había gente en el mundo en peor situación que yo. Sin importar lo que saliera mal durante el día, podía encender la TV, y ver a algún idiota decirle a su esposa y al resto del mundo que se acuesta con la hija de ella y decirme: "Bueno, yo estoy mejor que ella». Lo peor de la televisión como terapia de reafirmación. Es una maravilla-
Hoy Inside Scoop, Informe Secreto, continuaba informando de un psicótico que había escapado de una cárcel de Carolina del Norte hada unos meses. Puro sensacionalismo. El tipo se había metido en el departamento de un extraño, ató al hombre y lo mató porque "quería saber qué se siente». Los guionistas habían salpimentado la historia con palabras tales como «salvaje», «loco» y animal». Qué estupidez. Quiero ver un animal que mate a alguien por el placer de verlo morir. ¿Por qué persiste el estereotipo del «animal asesino»? Porque a los humanos les gusta. Les explica las cosas con simpleza, lleva a los humanos civilizados a la cima de la escala evolucionista y pone a los asesinos junto a los monstruos mitológicos, los hombres-bestia, como los licántropos.
La verdad es que si un licántropo se comportara como ese psicópata no se debería a su parte animal, sino a que aún sigue siendo demasiado humano. Sólo los humanos matan por deporte.
El programa casi había terminado cuando Philip volvió.
– ¿Estuvo bien el ejercicio? -pregunté.
– Bien no está nunca -dijo, haciendo una mueca-. Sigo esperando el día en que inventen una píldora para reemplazar el ejercicio físico. ¿Qué miras? -Se inclinó encima de mi cabeza. -¿Alguna pelea interesante? Ése es Jerry Springen No puedo verlo. Lo intenté una vez. Aguanté diez minutos, tratando de entender qué había detrás del lenguaje vulgar. Finalmente llegué a la conclusión de que todo lo que había era el lenguaje vulgar; un descanso entre programas de catch.
Philip se rió y me despeinó con la mano.
– ¿Tienes ganas de caminar? Me doy una ducha mientras tú terminas de ver el programa.
– Suena bien.
Philip se dirigió al baño para darse una ducha. Yo fui hasta la heladera y tomé un pedazo de provolone que había escondido antes entre las verduras. Cuando sonó el teléfono, lo ignoré. Comer era más importante y dado que Philip ya tenía abierta la canilla, no podría escucharlo sonar y saber que yo no lo contestaba. Me equivoqué. Al oirlo cerrar la canilla, volví a esconder el queso y corrí hasta el teléfono. Philip era la clase de tipo que atendía el teléfono durante la cena y dejaba que se le enfriara la comida para contestar las preguntas de una encuesta telefónica. Trataba de seguir su ejemplo, al menos cuando estaba él. Estaba a medio camino cuando empezó a funcionar el contestador. Mi voz lanzó un saludo nauseabundamente alegre que invitó a la persona que llamaba a dejar un mensaje. Y ésta lo hizo.
– ¿Elena? Habla Jeremy -me detuve-. Por favor llámame. Es muy importante. Llama en cuanto puedas.
Su voz se interrumpió. El teléfono siseó cuando tomó aire. Sabía que estaba tentado de decir algo más, de lanzar un ultimátum, pero no podía. Teníamos un acuerdo. No podía venir aquí ni enviar a ninguno de los otros. Resistí el impulso de sacarle la lengua al contestador. Ña-ña, no me puedes agarrar. La madurez es algo a lo que se le da un valor exagerado.
– Es urgente Elena -continuó Jeremy-. No te llamaría si no fuera así Sabes que no llamaría si no fuera así.
Philip iba a atender, pero Jeremy ya había colgado. Él tomó el auricular y me lo acercó. Yo desvié la mirada y me fui al sillón.
– ¿Elena? -dijo-. ¿No vas a llamarlo?
– No dejó un número.
– ¿No lo tienes? Sonaba como si pensara que lo tienes. ¿Es un pariente? ¿Un viejo amigo?
– Esteee… un primo segundo.
– Así que mi huérfana misteriosa tiene familia. Algún día tendré que conocer a este primo.
– No querrías conocerlo, te lo aseguro.
Rió.
– Sería justo. Yo te impuse mi familia. Ahora puedes tomarte tu venganza. La fiesta de Betsy te dará motivo para ir en busca de tus primos locos, encerrados desde hace años en algún altillo. Aunque en realidad los primos locos que viven en altillos son los más interesantes. Mejores que las tías abuelas que te cuentan la misma historia desde que eras chico y se duermen a la hora del postre.
Hice un gesto de exasperada solidaridad.
– ¿Estás listo para salir?
– Termino mi ducha. ¿Y si llamas a informaciones?
– ¿Y que me cobren, consigan o no el número?
– Cuesta menos de un dólar. Podemos darnos el lujo. Llama. Si no encuentras su número, quizás haya otra persona que lo tenga. Seguro que hay más primos de éstos, ¿verdad?
– ¿Crees que tienen servicio de mensajería en esos altillos? Tienen suerte si les dan luz.