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La capacidad de Jeremy era diferente. Podía comunicarse con nosotros mientras dormíamos. No era como escuchar voces en mi cerebro ni nada así de dramático. Al dormir soñaba que hablaba con él pero subconscientemente percibía que era más que un sueño y podía escuchar y responder racionalmente. Era bastante bueno, aunque nunca se lo diría a Jeremy.

Me desperté con el olor de los panqueques. Esta vez supe exactamente quién estaba preparando el desayuno y no me molestó. La comida era comida. Para mí no hay nada mejor que un desayuno listo para comer. Yo era incapaz de cocinar a la mañana Para cuando me levantaba, estaba demasiado hambrienta como para preparar algo. A veces hasta el tostador me resultaba demasiado lento. Y mejor aún que eso de que alguien me preparara el desayuno era poder salir de la cama e ir directo a la mesa, sin preocuparme por la ducha, la ropa, el pelo y el cepillo de dientes, las cosas necesarias para ser una compañía agradable en la mesa. A Clay no le importaba. Había visto cosas peores. Me enterré bajo las mantas. Cuando el desayuno estuviera listo, Clay me traería un café. Sólo tenía que esperar.

– Esto es maravilloso. No comemos panqueques muy seguido. A Elena no le interesa demasiado el desayuno. Por lo general se conforma con cereal frío y tostadas. No sé si ella va a comer esto, Pero yo sí.

Me senté de pronto. No era la voz de Clay.

– ¿Cómo llaman a esto en el sur? -continuó Philip-. ¿Flapjacks? ¿Johnny cakes? Nunca me acuerdo. ¿De ahí vienes verdad? Quiero decir, ahí naciste. Con ese acento. Supongo que serás de Georgia o quizá de Tennessee.

Clay gruñó. Salté de la cama y corrí hasta la puerta Entonces me vi en camisón en el espejo. Una bata. Necesitaba una bata.

– Tu hermano Jeremy no tiene acento -dijo Philip-. Al menos no lo noté cuando hablé con él por teléfono.

¡Mierda! Busqué en el ropero. ¿Dónde estaba la bata? ¿Tenía una bata?

– Mi hermanastro -dijo Clay.

– ¿Ah si? Ah, claro, tiene sentido.

Busqué ropa y me la puse a toda velocidad. Salí casi corriendo del cuarto y me detuve entre Clay y Philip.

– ¿Tienes hambre? -preguntó Clay, aún mirando la cocina.

Philip se inclinó para besarme en la mejilla y trató de alisarme el pelo enredado.

– No dejes de llamar a mamá esta mañana, dulce. No quería planear la despedida de Betsy sin ti. -Miró a Clay. -Mi familia adora a Elena. Si no me caso con ella pronto, querrán adoptarla.

Su mirada se quedó fija en Clay. Clay puso tres panqueques en una gran pila, se dio vuelta y los trajo a la mesa, sin ninguna expresión en el rostro. Philip frunció el entrecejo. Probablemente se había cansado de hablar sin que le contestara

– La manteca está en 1… -dijo Philip, pero Clay ya tenía abierta la puerta de la heladera-. Ah, y el jarabe de arce está sobre la cocina en el arma…

Clay sacó de la heladera un frasco de vidrio de jarabe de arce, del tipo que se compra en los negocios para turistas a precio de oro.

– Eso es nuevo -dije, sonriéndole a Philip- ¿Cuándo lo compraste?

– No, yo no fui.

Miré a Clay.

– Lo compré ayer -dijo.

– No estoy seguro de que a Elena le guste… -Philip se detuvo y su mirada fue de mí a Clay y viceversa-. Sí, bueno, muy amable de tu parte.

El timbre del teléfono me rescató del esfuerzo inútil por encontrar algo que decir.

– Yo atiendo -dijo Philip y se fue al living.

– Gracias -le dije a Clay entre dientes. Tenías que hacerlo, ¿verdad? Primero el desayuno, ahora el jarabe. Le demuestras que sabes lo que me gusta y lo haces quedar mal.

– Pero si yo no dije nada. Tú mencionaste el jarabe.

– ¿Y no habrías dicho nada?

– Por supuesto que no. ¿Para qué iba a hacerlo? Yo no estoy compitiendo, Elena. Vi cuando hice el desayuno ayer que no tenías jarabe del bueno. Sé cómo te quejas en esos casos, y entonces pensé que se te había acabado y compré.

– ¿Y el desayuno? Dime que no significa nada que me prepares el desayuno?

– Seguro que sí. Significa que estoy preocupado porque no comes bien y quise asegurarme de que al menos tuvieras una comida docente. Seguro que él piensa que estoy tratando de ayudar. Hice lo suficiente como para que hubiera para él también.

– Hiciste suficiente para todo el Edif… -Me detuve al advertir que sólo habla suficiente comida como para alimentar a tres personas normales.

– El resto está en el horno -dijo Clay-. Lo oculté cuando oí que él se despertaba. Te haré un paquete para que te lo lleves al trabajo. Si alguien te pregunta, puedes decir que no alcanzaste a desayunar en casa.

Traté de pensar qué decir y me salvó otra interrupción. Era Philip que volvía a la cocina

– Del trabajo -dijo, haciendo una mueca-. ¿Qué otra cosa podía ser? Si una mañana voy más tarde, llaman. No te preocupes, dulce. Dije que estoy desayunando contigo y llegaré más tarde. -Tomó una silla se sentó y se volvió hacia Clay.

– ¿Y cómo va esa búsqueda de trabajo?

Ese día había acordado encontrarme con Clay para almorzar en la esquina. Trajo un almuerzo de una casa cercana de comidas para llevar y fuimos al terreno de la universidad a comer. El lugar no fue elección mía. Yo ni siquiera advertí que íbamos allí hasta que llegamos. Aunque trabajaba a pocas cuadras de la Universidad de Toronto, no había visitado el lugar en los nueve meses que llevaba trabajando en la revista. Tampoco había ido allí en ninguna de mis visitas a Toronto durante los últimos diez años. Fue en la universidad donde conocí a Clay donde me enamoré de él, donde pasé el año más feliz de mi vida. También fue el lugar donde él me engañó, me mintió y me traicionó. Cuando advertí a dónde íbamos, me dio miedo. Pensé en una docena de excusas y en una docena de lugares para ir a comer que no fuera ése. Pero ninguno llegó a mi boca. Con el recuerdo fresco de lo que él me había dicho acerca de Stonehaven, me daba demasiada vergüenza reconocer que no quería ir a la universidad. Era sólo un lugar, un “montón de ladrillos y cemento”. Pero acaso fuera algo más que vergüenza. Tal vez no quería admitir cuánta resonancia emocional tenía esa pila de ladrillos y cemento para mí. Tal vez no quería que él supiese cuánto recordaba eso y cuánto me importaba. Así que no dije nada. Nos sentamos en un banco cerca de la entrada principal. Era época de exámenes y sólo un puñado de estudiantes daban vueltas por ahí; el apuro por llegar a las clases era un recuerdo que se desvanecía. Un grupo de jóvenes estaba jugando al fútbol, sus chaquetas de primavera y sus bolsos abandonados en una pila al costado. Mientras comíamos, Clay habló del trabajo que había escrito sobro el culto del jaguar en Sudamérica. Cuanto más hablaba, más retrocedía mi mente, recordando conversaciones del pasado en ese lugar y borrando los años transcurridos. Podía ver a Clay tantos años atrás, sentado en el banco, comiendo el almuerzo y hablando, tan centrado en nosotros que sobre su cabeza volaban discos y él ni siquiera lo notaba. Siempre se sentaba en la misma posición, con las piernas estiradas y sus pies enganchados

en los míos, los brazos sobre la mesa, las manos en continuo movimiento, poniendo énfasis, como si alguna parte de él tuviera que estar siempre en movimiento. Su voz sonaba igual, tan familiar ahora que yo podía seguir sus inflexiones, predecir cada cambio de tono, cada acentuación.

Incluso en aquel entonces, él quería saber qué pensaba y qué opinaba yo acerca de cada cosa. Ningún pensamiento de mi mente joven en demasiado trivial o aburrido para él. Con el tiempo le conté todo, de mi pasado, de mis aspiraciones, mis temores, mis esperanzas y mi inseguridad, cosas que nunca pensé que podría compartir con otra persona. Toda mi vida había temido abrirme a alguien. Quería ser una mujer fuerte e independiente, no una damita dañada con antecedentes dignos de un melodrama dickensiano. Tenía miedo de dar lástima de modo que mantenía a los amigos y a los novios a distancia. Todo eso cambió con Clay. Quise que supiera todo de mí, para que estuviese seguro de saber quién era yo y que aún así me amaba. Escuchó y se quedó. Lo que es más, fue recíproco. Me habló de su niñez, de que había perdido a sus padres en circunstancias traumáticas que no recordaba, que había sido adoptado, que no encajaba en el colegio, que hacía continuamente el ridículo y quedaba marginado, metido en problemas, y lo expulsaron tantas veces que parecía pasar por los colegios como yo cambiaba de familia adoptivas. Me contó tanto que estaba segura de que lo conocía, lo conocía por completo. Entonces descubrí lo equivocada que estaba. A veces la decepción duele mucho más que una mordedura.