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Jack dijo: dásela tú.

Jack dijo: lleva a los hermanos Vecchio.

Jack dijo: lleva al negro a alguna parte y córtale las cuerdas vocales.

Tragó saliva. Una fracción de segundo…

– O cuento lo de Trombino y Brancato. Y arrastro por el fango el nombre de tu golfa hermanita.

Sorprendí a Lester Lake en la cama; o te corto, o te mato: tú eliges. Lester dijo, corta, rápido, por favor. Entraron los Vecchio; Touch traía un escalpelo. Unos tragos para relajar las cosas; unas gotas para dejar K.O. a Lester.

Anestesia: Lester llamando a mamá. Convencí a un médico expulsado del colegio: cirugía a cambio de no denunciarle por practicar abortos. Lester se curó. Harry Cohn encontró otra amiguita: Kim Novak.

A Lester le cambió la voz de barítono a tenor; desde entonces sólo se enrollaba con negras. Touch Vecchio acudía con sus novios a escucharle.

Lester dijo que estaba en deuda conmigo. Nuestro trato: un piso en mi bloque sólo para negros, alquiler reducido a cambio de buena información. Éxito: intimidaba a los morosos y daba soplos de apostadores.

El club: una fachada atigrada, un portero de esmoquin atigrado. Dentro: paredes de piel de tigre, camareras con ropa atigrada. Lester Lake en el escenario, cantando «Blue Moon» con voz chillona.

Ocupé un reservado y llamé a una tigresa: «Dave Klein quiere ver a Lester.» La chica desapareció detrás del escenario; estrépito de las máquinas tragaperras tras la puerta. Lester: reverencias de fingida humildad, falsos aplausos.

Las luces del local se encienden. Panorámica: conejitas de la jungla despatarradas en reservados de piel de tigre. Lester delante de mí, con un plato en la mano.

Pollo y wafles, todo grasiento.

– Hola, señor Klein. Iba a llamarle.

– Te has retrasado en el alquiler.

Lester tomó asiento.

– Sí, y ustedes los caseros no le dejan respirar a uno. Aunque podría ser peor. Podría tener un casero judío.

Miradas en nuestra dirección.

– Siempre me veo contigo en público. ¿Qué se imagina la gente que estamos haciendo?

– Nadie lo pregunta nunca, pero imagino que suponen que todavía recoge usted apuestas para Jack Woods. Yo soy hombre de apuestas, así que parece lo más lógico. Hablando de Jack, esta tarde le he visto cobrando los alquileres pendientes; por eso iba a llamarle a usted antes de que su hombre me sacuda como a ese pobre desgraciado del fondo del pasillo.

– Ayúdame y te lo sacaré de encima.

– De acuerdo. Pregunte lo que sea.

– No. Primero acaba esa bazofia. Luego, yo pregunto y tú contestas.

Pasó una tigresa; Lester se deshizo del plato y cogió un whisky. Un trago, un eructo:

– Pregunte, pues.

– Empecemos por nombres de ladrones de casas.

– Bien. Leroy Coates, en libertad provisional y gastando dinero. Wayne Layne, maestro del escalo, chuleando a su mujer para pagarse el hábito. Alfonzo Tyrell…

– Mi hombre es blanco.

– Sí, pero yo no salgo de la parte oscura de la ciudad. La última vez que supe de un ladrón blanco fue nunca.

– No está mal, pero yo le llamaría psicópata. El tipo rajó a dos doberman, sólo robó una vajilla de plata y luego revolvió algunas cosas de tipo familiar. Continúa.

– Continúo para ir a ninguna parte. No sé nada de un chiflado parecido, pero no hay que ser un Einstein para imaginar que tiene algo contra esa familia. Wayne Layne se caga en las lavadoras y es el ladrón de pisos más desquiciado que conozco.

– Está bien. Voyeurs, entonces.

– Mirones. Tipos que se excitan espiando por las ventanas. Tengo informes sobre mirones merodeando cerca de la casa del robo y por todo el Southside: moteles de sábanas calientes y clubes de jazz.

– Preguntaré por ahí, pero no va usted a sacar gran cosa a cambio del alquiler, estoy seguro.

– Probemos con Wardell Henry Knox. Vendía hierba y trabajaba de barman en tugurios de jazz, al parecer por esta zona.

– Al parecer porque los clubes de blancos no le contrataban. Y hacían bien, porque al tipo lo liquidaron hace unos meses. Persona o personas desconocidas, por si le interesa saber quién lo hizo.

La máquina de discos a todo volumen cerca de nosotros. Tirón del cable. Silencio inmediato.

– Ya sé que le mataron.

Murmullos de negros indignados. Que se jodan. Lester:

– Señor Klein, sus preguntas van muy lejos. De todas maneras, sospecho un motivo para lo de Wardell.

– Te escucho.

– Chicas. Wardell tenía sangre de chulo. Era el rey de los folladores. Se tiraba todo lo que se movía. Debía de tener un millón de enemigos.

– ¡Ya basta, joder!

Lester hizo un guiño.

– Pregúnteme algo de lo que pueda decirle alguna cosa.

– La familia Kafesjian. Tú tienes que saber más que yo.

Lester habló en voz baja.

– Sé que están en contacto con ustedes. Sé que sólo venden a negros y a lo que podría llamarse cualquiera, menos a blancos, porque así es como quiere las cosas el jefe Parker. Píldoras, hierba, caballo, esa gente son los proveedores número uno del Southside. Sé que prestan dinero y que tienen las manos libres a cambio de soplos; es decir, que delatan a los vendedores independientes al LAPD porque es parte del trato que tienen con ustedes. En fin, sé que J.C. y Tommy usan a esos negros en los que nadie se fija para mover el material, mientras Tommy controla al grupo. ¿Y busca un tipo loco?: pruebe con Tommy K. Suele rondar por el Bido Lito's con sus amigos y se levanta y se pone a tocar ese maldito saxo cada vez que le dejan, que es a menudo porque, ¿quién se atreve a decir que no a un tío loco, aunque sea un tipo canijo como Tommy? Tommy está chiflaaado. Está como una cabra. Él es el matón de los Kafesjian y he oído que es condenadamente bueno con la navaja. También he oído que hará cualquier cosa por estar a bien con los de Narcóticos. Dicen que se cargó al conductor borracho que atropelló a la hija de ese tipo de Narcóticos y se largó.

Chiflaaado.

– ¿Eso es todo?

– ¿No tiene suficiente?

– ¿Qué hay de Lucille, la hermana de Tommy? Es una tía rara: se exhibe desnuda en su casa.

– ¡Vaya! Bueno, ¿y qué? Lástima que Wardell esté muerto; seguro que querría tirársela. A lo mejor a ella le gustan los negros, como a su hermano. Me la tiraría yo mismo si no fuera porque la última vez que probé carne blanca me rebanaron el cuello. Usted debería saberlo: estaba allí.

Trinos en la máquina de discos. El propio Lester. Alguien había enchufado otra vez.

– ¿Te dejan poner tus propias canciones?

– Es cosa de Chick y Touch Vecchio. Son más sentimentales sobre el viejo incidente del cuello rajado que Dave Klein, el casero de barrio pobre. Mientras ellos se encarguen de las máquinas expendedoras y tragaperras del Southside para el señor Cohen, la versión de Harbor Lights de Lester Lake seguirá en esa máquina tocadiscos. Lo cual no me da mucha tranquilidad, porque el último par de semanas o así esos tipos nuevos con aspecto de recién llegados a la ciudad han estado trabajando la maquinaria, y eso puede pintar mal para el viejo Lester.

«Those haaarbor lights…»: pura sensiblería.

– Mickey debería andarse con cuidado, los federales podrían venir a investigar las máquinas de la zona. ¿Y no te han dicho nunca que cantas como un marica? ¿Como un Johnnie Ray sin trabajo?

Lester, con un aullido:

– Sí. Mis amigas. Hago que piensen que tengo tendencias afeminadas y así se esfuerzan mucho más para enderezarme. Touch V. suele venir con sus amigos mariquitas y yo estudio sus poses. Cuando me presentó a ese figurín rubio, fue como hacer toda una carrera universitaria en mariconería.

Bostecé. Las franjas atigradas empezaron a girar vertiginosamente.

– Duerma un poco, señor Klein. Parece agotado.

A la mierda el sueño: aquel imán seguía atrayéndome.