Repasé los buzones: G. Ainge, 104. El Ford de Junior frenó ante la casa: dos ruedas encima de la acera. Avancé por el pasillo en línea recta.
Junior me alcanzó a la carrera. Le hice un guiño; él me lanzó otro, medio crispado. Llamé al timbre.
La puerta se abrió unos centímetros. Tirón de orejas: señal al chico malo. Junior:
– ¡Policía, abran!
Error. Le hice una seña: patada a la puerta.
La puerta se abrió de par en par. Allí estaba: un gordo hijo de puta con las manos en alto. Cicatrices viejas en los brazos. Ahora vendría la jaculatoria: «Estoy limpio.»
– ¡Estoy limpio, agentes! Tengo un buen trabajo y tengo los resultados de un test de nalina que demuestran que ya no le doy a la aguja. Todavía estoy en libertad provisional y mi oficial de vigilancia sabe que he cambiado del caballo a la botella.
– Estamos seguros de que está usted limpio, señor Ainge. ¿Podemos pasar? -Una sonrisa.
Ainge se hizo a un lado; Junior cerró la puerta. El agujero: una cama empotrada, botellas de vino arrojadas a troche y moche, un televisor, revistas: Hush-Hush, varias de chicas. Junior:
– Besa la pared, pichón de mierda.
Ainge se abrió de brazos y piernas. Eché un vistazo a la portada de Hush-Hush: Marie McDonald, «el Cuerpo», reina del falso secuestro.
Georgie comió papel pintado; Junior le cacheó detenidamente. Página dos: algún amiguito de Marie se la había llevado a Palm Springs y la había apuñalado en una vieja cabaña minera. Una petición de rescate; su agente había llamado al FBI. Sátira: organice su propio secuestro por publicidad, cinco pasos fáciles.
Junior hizo agacharse a Ainge: golpe en los riñones, aceptable.
Georgie soltó un jadeo. Hojeé las otras revistas: sado-maso, mujeres amordazadas y atadas.
Junior tumbó boca abajo a Ainge de una patada. Una rubia tenía cierto parecido con Glenda. Abrí la boca:
– Lección número uno: llama a Hedda Hopper por anticipado. Lección número dos: no contrates secuestradores de la lista de Central. Lección número tres: no pagues a tu publicista con dinero marcado del rescate. ¿De quién fue la idea, Georgie? ¿Tuya, o de Touch Vecchio?
Ninguna respuesta.
Levanté dos dedos: EMPLÉATE A FONDO. Junior soltó un par de golpes a los riñones; Georgie Ainge vomitó bilis. Hinqué la rodilla cerca de él.
– Háblanos de eso. Ya no sucederá, pero cuéntanos de todos modos. Habla y no le decimos nada a tu oficial de vigilancia. Haznos enfadar y te encerramos por posesión de heroína. Gorgoteos:
– ¡Que os jodan!
Dos dedos/A FONDO.
Golpes a la nuca. Fuertes. Ainge se enroscó en posición fetal. Un golpe dio contra el suelo. Junior soltó un alarido y echó mano a la pistola.
Se la arrebaté, vacié la recámara, saqué el cargador.
Junior: «¡Dave, caray!» Adiós, tipo duro.
Ainge soltó un gemido. Junior lo pateó. Crujido de costillas.
– ¡VALE! ¡VALE!
Le senté en una silla; Junior recuperó el arma. Una botella sobre la cama; se la arrojé a Georgie.
Echó un trago, tosió, eructó sangre. Junior buscó el cargador. A gatas.
– ¿De quién fue la idea?
– ¿Cómo lo han sabido? -Ainge, con una mueca de dolor.
– No importa. He preguntado de quién fue la idea.
– De Touch. Touch V. El trato era arruinar la carrera de ese guapito y llevarnos a la rubia para poner un poco de picante. Touch dijo trescientos y nada de pasarse. Mire, yo acepté el trabajo por catarlo un poco.
Junior:
– ¿Catarlo? ¿Caballo? Pensaba que estabas limpio, escoria.
– «Escoria» pasó de moda con el vodevil. ¿De dónde ha sacado la placa, de una caja de cereales?
Contuve a Jr.
– ¿Catar qué, entonces?
– Ya no vendo armas, ni busco mujeres con intención de prostituirlas. He cambiado los polvos por el agua de fuego -una risita-, así que mis gustos no le importan a…
– ¿Catar qué?
– ¡Mierda, sólo quería tirarme a esa Glenda!
Me quedé quieto. Ainge continuó hablando: aliento pestilente a vino.
– …sólo quería darle un tiento a algo que Howard Hughes ha estado utilizando. Durante la guerra me despidieron de Hughes Aviación, así que podría decirse que esa golfa, Glenda, es una especie de indemnización. Sí, señor, ésa sí que es una buena…
Derribé su silla y le arrojé el televisor a la cabeza. Lo esquivó: las válvulas reventaron, estallaron. Cogí la pistola de Junior, apunté, disparé. Chasquidos. Ni una maldita bala, maldita sea.
Ainge se arrastró bajo la cama. En tono suave, medido:
– ¿Oiga, acaso cree que esa Glenda es My Fair Lady? Mire, yo la conozco, era la puta de Dwight Gilette, ese chulo. Puedo entregársela por un polvo con cámara de gas garantizada.
– Gilette…
Un recuerdo vago: un 187 sin resolver. Vacié de munición mi pistola: válvula de seguridad. Ainge, suave:
– Verá, yo entonces vendía armas. Glenda lo sabía. Gilette la estaba zurrando, así que compró una 32 para protegerse. No sé, sucedió algo y Glenda le pegó un tiro a Gilette. Le disparó y terminó usando la navaja del propio tipo. Sí, lo rajó también, y luego me vendió otra vez la pistola. La tengo guardada, ¿sabe? Pensé que algún día, por alguna razón… Quizá tiene huellas suyas. Me proponía amenazarla con eso en este asunto del secuestro. Touch no sabe nada del tema, pero usted podría hacer de esto un jodido caso para la cámara de gas.
Años 55 y 56: Dwight Gilette, proxeneta mulato, muerto en su casa. Llevaron el caso los sabuesos de Highland Park: disparos mortales, arma no encontrada, el fiambre apuñalado postmortem. Gilette, tipo de navaja: apodo, «Hoja Azul». Informe forense: descubiertos dos tipos sanguíneos, cabellos de mujer y esquirlas de hueso. Hipótesis: pelea a cuchilladas con una puta, la tía fríe/raja a un experto navajero.
Un hormigueo en el espinazo.
Ainge continuó hablando. Un galimatías. No le presté atención. Junior tomó notas en la libreta a toda prisa.
Rápido, encontrar el arma. Sin reflexionar por qué.
Una habitación, cómoda: baño, armario, cajonera. Ainge parloteando sin cesar, Junior ordenándole salir de debajo de la cama. Rebusqué a fondo; resultado, cero: más revistas, impresos de libertad condicional, gomas. Señales de desorden: prueba de que el profesor Junior había revuelto los papeles.
Ningún arma.
– Dave.
Ainge asomó con aire amistoso; una nueva botella medio vacía. Junior:
– Dave, tenemos un homicidio.
– No. Es demasiado viejo y sólo está la palabra de este payaso.
– Dave, vamos…
– No. Ainge, ¿dónde está la pistola?
Ninguna respuesta.
– Dime dónde está la pistola, maldita sea.
Ninguna respuesta.
– Ainge, dame la jodida pistola.
Junior, un breve gesto con las manos: DÉJAMELO A MÍ.
Déjamelo, leches. Cogí su libreta de notas. La hojeé. La confesión de Georgie: detalles, fechas aproximadas. Ningún rastro del arma. No más de una entre treinta posibilidades de que quedara alguna huella latente en ella.
Junior, conteniendo la cólera:
– Dave, devuélveme esa libreta.
Lo hice.
– Espera fuera.
La mirada de rayos X; no estaba mal para un blandengue.
– Stemmons, espera fuera.
Junior salió por fin; un chico duro muuuy lento. Cerré la puerta y me concentré en Ainge.
– Entrégame el arma.
– Ni lo sueñe. Antes estaba asustado, pero ahora veo las cosas de otra manera. ¿Quiere mi interpretación?
Puño americano en los nudillos, el puño preparado.
– Mi interpretación es que el chico piensa que una denuncia por asesinato contra esa Glenda es una buena idea pero usted, por alguna razón, no lo ve igual. También sé que si entrego esa pistola, es una descarada violación de la libertad provisional por posesión ilegal de armas. ¿Usted sabe qué es un «as en la manga»? ¿Sabe…?