Piensa. No saltes todavía.
– Jesús, ve a buscar al borracho. Carlotta, ¿qué aspecto tenía el policía?
Jesús desapareció. La abuela:
– Tenía el cabello castaño claro peinado con gomina, y unos treinta años. Bastante resultón, aunque no tan guapo como usted, señor policía.
Sobresalto: pista número dos de Junior en el Darktown. Sobresalto invertido: Rock Rockwell en Fern Dell; un marica había dicho que nuestra unidad estaba operando en el parque. Junior había confesado: era «un favor» que le debía a un amigo que trabajaba en Antivicio de Hollywood.
Clac-clac. Entregué a la vieja unas cuantas monedas.
– Escuche, Carlotta, ¿ha visto alguna vez al hombre que se alojaba en esta habitación?
– Jehová sea loado, le vi de espaldas.
– ¿Le ha visto alguna vez con alguien más?
– Jehová sea loado, no, nunca.
– ¿Cuándo ha visto por última vez a la chica de la foto?
– Jehová sea loado, cuando hizo ese numerito en el Bido's, hace cuatro, quizá cinco noches.
– ¿Cuándo fue la última vez que trajo a un tipo a esa habitación?
– Jehová sea loado, hará una semana.
– ¿Dónde busca a sus clientes?
– Jehová sea loado, no tengo idea.
– ¿Ha traído al mismo hombre más de una vez? ¿Tiene clientes regulares?
– Jehová sea loado, me he enseñado a mí misma a no mirar a la cara a esos pecadores.
Jesús Chasco volvió con un vagabundo borracho.
– No sé, pero me parece que este tipo no está para muchas preguntas.
«Este tipo»: mexicano, filipino, cubierto de mugre, bronco.
– ¿Cómo te llamas, sahib?
Murmullos, hipos. Jesús le hizo callar.
– Los policías le llaman «el Mechero» porque a veces, cuando se emborracha, se prende fuego.
«El Mechero» exhibió varias cicatrices. Mami Carlotta se largó con un «¡puaj!». Jesús:
– Mire, le pregunté por el tipo que alquiló la habitación y me parece que no se acuerda muy bien. ¿Aún va a llevarme…?
De vuelta en el apartamento 19; las luces del coche, encendidas. Abro la puerta, echo un vistazo. Zoom: una puerta de comunicación.
Paso de la habitación 19 a la 18, el picadero favorito de Lucille. Marcas de palanca en el reborde del batiente de la puerta interior. Diferentes de las que había encontrado en el marco de la delantera.
Pienso:
El mirón entra o intenta entrar en la habitación de Lucille.
El mirón destroza su apartamento, olvida la plata y se larga, llevado por el pánico. O bien: marcas de palanca diferentes en la puerta de la habitación del mirón. Pongamos que fue otro quien entró. ¿Quizá participó un tercer individuo?
Llamé a la puerta de comunicación. No hubo respuesta. Una carga con el hombro: resiste, cede, se astilla. Las bisagras saltaron e irrumpí en la habitación 18.
Igual que la 19, pero sin puerta en el cuarto de baño. Algo más: unas irregularidades en la pared de la cabecera de la cama.
Me acerqué más: papel pintado con arrugas, restos de engrudo. Una abolladura cuadrada; debajo, la pared, perforada. Una tira estrecha de papel pintado arrancada. Seguí su recorrido.
Lo más probable:
Un micrófono oculto, instalado sobre la cama y luego retirado; el mirón de Lucille, conocimientos básicos de electrónica.
Volví la habitación del revés: vacía, cero, nada. La número 19: doble inspección, vistazo al baño: unos pantalones cortos y, enredado en ellos, un carrete de cinta magnetofónica.
Confirmada huida precipitada.
La abuela y Jesús, fuera, protestando a gritos. Me abrí paso entre ellos a paso ligero. Carlotta me amenazó con la lata de conservas.
El despacho -Código 3-, un alto en el laboratorio, órdenes: investigar el grupo sanguíneo en las manchas del retal de sábana. En el despacho, mi viejo equipo de química: rastreé el carrete.
Huellas digitales borrosas, ninguna impresión latente. Nervioso esta vez, cogí una grabadora del almacén.
Turno de noche; tranquilidad en la oficina. Cerré la puerta, pulsé la tecla, apagué la luz.
Escucho:
Estática, rumor de tráfico, vibración de la ventana. Ruidos exteriores: actividad en el Red Arrow Inn.
Prostitutas hablando nerviosamente: diez minutos de chismorreos sobre chulos/clientes. Podía VERLO: busconas junto a la ventana de ELLA. Silencio, el siseo de la cinta, un portazo. «Adelante, encanto»… pausa… «Sí, quiere decir ahora»: Lucille.
«Está bien, está bien»: un hombre. Una pausa, unos zapatos que caen, unos chirridos del somier; tres minutos en total. La cinta casi terminada, gemidos: el orgasmo del tipo. Silencio, voces confusas, Lucille: «Juguemos a una cosita. Ahora yo seré la hija y tú el papá, y si eres complaciente conmigo, luego lo haremos otra vez sin cobrar.»
Ruido de tráfico, ruido en el camino, jadeos. Fácil de imaginar:
Aquella pared entre ellos.
La observación no era suficiente.
Mi mirón jadeando agitadamente, temiendo echar abajo la pared.
12
La estática farfulló sueños: Lucille murmurando comentarios sexuales en mi oído. Mi primera llamada del día, al laboratorio: el semen daba un grupo 0+. Un escalofrío al recordar otra reciente novedad telefónica: Antivicio de Hollywood decía que la historia de Junior sobre la batida de maricas era un montaje.
– Pura basura. Quien le contó esa película le ha engañado como a un chino. Aquí estamos demasiado ocupados con el Diablo de la Botella para preocuparnos de unas locas, y ninguno de los nuestros ha alborotado el gallinero de Fern Dell Park desde hace más de un año.
Café. Media taza: tenía los nervios crispados.
El timbre, muy alto.
Abrí. Mierda: Bradley Milteer y Harold John Miciak.
Miradas severas: su colega policía envuelto en una toalla. Miciak estudió mi cicatriz de espada japonesa.
– Entren, caballeros.
Cerraron la puerta tras ellos. Milteer:
– Hemos venido a por un informe de progresos.
Sonreí, servil.
– En el plató de filmación tengo gente recogiendo información sobre la señorita Bledsoe.
– Lleva usted una semana trabajando para el señor Hughes, teniente. Con franqueza, hasta el momento no ha producido los resultados que él esperaba.
– Estoy en ello.
– Entonces, haga el favor de aportar resultados. ¿Tal vez sus obligaciones normales de policía interfieren en su trabajo para el señor Hughes?
– Mis obligaciones de policía no tienen nada de normales. ¿no lo sabían?
– En fin, sea como sea, se le está pagando por conseguir información sobre Glenda Bledsoe. Bien, el señor Hughes parece pensar que la señorita ha estado robando comida de los domicilios de sus actrices. Una acusación de robo criminal sería una violación del contrato, así que, ¿querrá usted vigilar con más diligencia?
Miciak flexionó las manos. Sin tatuajes de pandillas.
– Empezaré la vigilancia ahora mismo, señor Milteer.
– Bien. Espero resultados. El señor Hughes también espera resultados.
Miciak: ojos de presidiario. Odio a los policías.
– ¿Primera galería o zona especial, Harold?
– ¿Eh? ¿Qué?
– Esos tatuajes que el señor Hughes te hizo borrar.
– Oiga, estoy limpio.
– Seguro. El señor Hughes hizo limpiar tu ficha.
– ¡Vamos, teniente! -Milteer.
– ¿Y usted, de dónde ha sacado esa cicatriz? -el matón.
– De una espada japonesa.
– ¿Y qué pasó con el japo?
– Le metí la espada por el culo.
Milteer puso los ojos en blanco: ¡salvajes!
– Resultados, señor Klein. Harold, vamos.
Harold fue. Gestos con el puño vuelto hacia mí. Pura zona especial.
Bullicio en el plató:
Reparto de vino. Mickey C. distribuyendo botellas a su «equipo». El «director», Sid Frizell, el «cámara», Wylie Bullock; ¿cómo sacarle los ojos al monstruo, con un garrote o una navaja? Glenda dando de comer esturión a los extras; leo su mirada: «¿Quién es ese tipo?; ya le he visto antes.»