«Culpable», temporada a la sombra, David Klein en la puerta con unas flores cuando la sueltan.
Conecto la radio, paso el dial.
Bop -quizás unos policías maricas patrullando el barrio negro-, demasiado discordante, demasiado frenético. Sigo moviendo el diaclass="underline" baladas. «Tennessee Waltz»: Meg. Año cincuenta y uno, la canción, los dos Tonys; Jack Woods conocía toda la historia, probablemente. Él y Meg, liados otra vez; yo arrojaba a un testigo por la ventana y ella se mostraba suspicaz. Y Jack no le mentiría. Meg se enteraría, se asustaría, me perdonaría. Ella y Jack… No me sentía celoso: Jack resultaba peligroso y seguro. Más seguro que yo.
De vuelta al bop, ahora agradablemente estridente. Reflexiono:
Lucille en la grabación: «yo seré la hija y tú el papá». Lucille, desnuda: carnosa como aquella prostituta de campamento de reclutas que tuve. Tonadas de big band, la guerra, Glenda en la escuela… dejarla fuera del asunto…
Las doce, la una, la una y media: estornudé y desperté acalambrado. Gruñidos de estómago, una meada entre los matorrales. Temprano: el Corvette pasando a toda velocidad con el capó bajado.
Me puse en marcha. Un Chevrolet marrón se interpone entre nosotros. Me resulta vagamente familiar. Fuerzo la vista y reconozco al conductor: Harold John Miciak.
Una comitiva de tres coches persiguiéndose. Absurdo.
Arriba hasta el Observatorio; descenso hasta las calles del centro. Glenda, despreocupada, con el pañuelo de cuello al viento. Furioso, conecto la sirena y adelanto al matón.
Miciak pisó el acelerador: pegados parachoques con parachoques. Glenda volvió la cabeza; él volvió la cabeza. Noventa kilómetros por hora, corto la sirena, abro el micrófono:
– ¡Policía! ¡Deténgase inmediatamente!
El matón dio un golpe de volante, golpeó el bordillo y frenó. Glenda aminoró la marcha y se detuvo.
Bajé del coche.
Miciak bajó del suyo.
Glenda presenció la escena. Así fue como ella debió de verla:
El matón se acerca gritando; el tipo en mangas de camisa con la pistola en la sobaquera responde, también a gritos:
– ¡Esto es cosa mía! ¡Ya tendréis los resultados! ¡Díselo a tu jodido jefe!
El matón vacila, vuelve sobre sus pasos, sube al coche, da media vuelta y se aleja.
El policía regresa a su coche. Su diosa de película de serie B ha desaparecido.
Tiempo desocupado. Tiempo de imaginar qué ruta había tomado. Probé al este: el picadero de Hughes en Glendale.
Conduje hasta allí. Una mansión Tudor flanqueada por setos recortados en forma de avión. Un camino circular. Eure-ka: el Corvette ante la puerta.
Frené. Lloviznaba; me apeé y toqué la lluvia. Glenda salió de la casa cargada de cosas de comer.
Me vio.
Me quedé donde estaba.
Ella me arrojó una lata de caviar.
13
Western y Adams; las putas se portaron muy bien; por una noche, fueron casi agentes.
Policías de uniforme en masa: deteniendo clientes, interviniendo coches de clientes.
Furgones para las chicas detrás de Cooper's; detectives de Antivicio realizando identificaciones. Hombres apostados al sur y al norte, ansiosos por cazar buscadores de sexo como si fueran conejos.
Mi atalaya: el tejado de Cooper's. Pertrechos: prismáticos, megáfono.
Observé el pánico:
Clientes abordando a las prostitutas: policías deteniéndoles. Vehículos intervenidos, furgón de detenidos: catorce peces ya en la red, interrogatorio preliminar:
– ¿Casado?
– ¿En libertad condicional o con suspensión de condena?
– ¿Le gustan blancas o de color? Firme este volante. Quizá le soltemos en comisaría.
Ninguna Lucille K.
Un payaso intentó huir; un novato le reventó las ruedas de atrás.
Epidemia de lloros: «¡NO SE LO DIGAN A MI ESPOSA!» Ruidos de grilletes para los pies en los furgones de las prostitutas.
Suerte; las putas, mezcladas mitad y mitad: chicas blancas y negras. Catorce clientes arrestados: todos caucasianos.
Pánico a mis pies: Miembros de una secta atrapados en masa. Cinco hombres, cinco casquetes volando. Una prostituta agarró uno de los gorros y se pavoneó.
Conecté el megáfono:
– ¡Ya tenemos diecinueve! ¡Acabemos ya!
La comisaría; un rato de espera. Dejar que Sid Riegle se ocupe de la situación. Suerte: el Ford de Junior junto a la puerta de la brigada. Las señales de unos faros me iluminaron al entrar: Jack Woods, encargado provisional de la vigilancia.
Sala de guardia, sala de reunión, celdas. Mostré la placa al vigilante. Clic/clac, la puerta se abrió. Pasillo adelante, doblé la esquina: la celda de homosexuales frente a la de borrachos. Borrachos y clientes abucheaban el espectáculo de los travestidos masturbándose.
Riegle frente a los barrotes, anotando nombres. Le vi sacudir la cabeza: demasiado ruido para hablar.
Eché un vistazo a la pesca: mierda, nada que se pareciera a mi mirón. Mierda. Subí a la sala de identificaciones.
Sillas, un estrado con marcas de estaturas: un falso espejo muy iluminado. Unas fichas y hojas de identificaciones preparadas para mí; las contrasté con mi lista de alias.
Ninguna coincidencia. Era de esperar: ya había comprobado los nombres en el servicio general de Identificación. Ningún nombre auténtico sospechoso; las edades de los permisos de conducir, de treinta y ocho para arriba: diez años más que mi mirón, como poco. Seis clientes tenían antecedentes por faltas leves: ningún mirón, ladrón de pisos ni delincuente sexual. Una nota al margen: dieciséis de los diecinueve tipos estaban casados.
Riegle entró.
– ¿Dónde está Stemmons? -le pregunté.
– Esperando en una de las salas de interrogatorio. ¿Es verdad lo que cuentan, Dave? ¿La hija de J.C. Kafesjian hace de puta?
– Es verdad, y no me preguntes qué pretende Exley. Y no me digas que el departamento no necesita esta mierda con los federales husmeando por aquí.
– Iba a comentarlo, pero creo que voy a hacerte caso. De todos modos, una cosa.
– ¿De qué se trata?
– He visto a Dan Wilhite en la oficina del comandante de guardia. Dado el trato que tiene con los Kafesjian, yo diría que está bastante furioso.
– Mierda, eso es más mierda que no necesito.
– Sí -sonrió Sid-, pero es una cacería de patos: todos han firmado que no presentarán denuncia por detención ilegal.
Le devolví la sonrisa:
– Hazlos pasar.
Riegle salió y cogí el micrófono del intercomunicador. Ruido de grilletes, arrastrar de grilletes: buscadores de putas en escena, a plena luz.
«Buenas noches, caballeros, y presten atención», vomitó el altavoz.
«Han sido detenidos por incitación a la prostitución, una violación del Código Penal de California punible con hasta un año de cárcel en la prisión del Condado de Los Angeles. Puedo hacer que esto sea muy sencillo o puedo convertirlo en la peor experiencia de sus vidas, y mi decisión sobre lo que haga depende completamente de ustedes.»
Parpadeos, arrastrar de pies, secos sollozos: una hilera de sacos compungidos. Leí mi lista de alias y estudié sus reacciones:
«John David Smith, George William Smith… vamos, sean originales. John Jones, Thomas Hardesty… eso está mejor. D.D. Eisenhower… ¡oh, eso es muy poco para usted! Mark Wilshire, Bruce Pico, Robert Normandie: nombres de calles, ¡por favor! Timothy Crenshaw, Joseph Arden, Lewis Burdette… es un jugador de béisbol, ¿verdad? Miles Swindell, Daniel Doherty, Charles Johnson, Arthur Johnson, Michael Montgomery, Craig Donaldson, Roger Hancock, Chuck Sepulveda, David San Vicente…, joder, más nombres de calles.»
Mierda, no podía fijarme en las caras, tan deprisa.
«Caballeros, ahora es cuando el asunto se pone fácil o muy complicado. El departamento de Policía de Los Angeles desea ahorrarles un mal trago y, con franqueza, sus andanzas extra-conyugales ilegales no nos preocupan en exceso. En pocas palabras, han sido ustedes detenidos para ayudarnos en la investigación de un robo. Está involucrada una mujer que sabemos que vende sus servicios esporádicamente en South Western Avenue y necesitamos encontrar a alguien que haya contratado esos servicios.»