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– ¿Qué más?

– Nada más. Stemmons salió del local contando dinero, como si Tommy y J.C. acabaran de untarle. Le seguí calle abajo y le vi dar el alto a un tipo, un negro. Creo que el tipo estaba vendiendo marihuana y me parece que también untó a Stemmons.

– ¿Dónde está ahora?

– Camino de ahí. Dave, me debes…

Colgué, marqué el 111 y conseguí el número de teléfono de Georgie Ainge. Marco, dos timbrazos, un mensaje: «El número que ha marcado está desconectado.» Coincidía con la historia de Junior: Ainge había dejado la ciudad.

Opciones:

Neutralizarle: amenazar con delatarle como homosexual. Cortarle las alas, negociar con éclass="underline" declaraciones y la pistola con las huellas a cambio del silencio.

A la mierda con los razonamientos: los psicópatas no negocian.

Apagué las luces, cogí la Luger. Matarle/no matarle. Péndulo: si toma la decisión equivocada, es hombre muerto.

Pienso: celos de marica. Junior, el psicópata, odia a Glenda, el bombón.

El tiempo se volvió loco.

Me dolían las costillas.

El periódico matinal golpeó la puerta. Le pegué un tiro a una silla. Lógica de bala: todas aquellas molestias por una mujer a la que nunca había tocado.

Salí de la casa. Amanecía. El lechero no sería testigo de ningún asesinato.

Arrojé la Luger a un cubo de basura.

Me acicalé un poco. No lo pienses, hazlo.

14

Llamé a la puerta; ella respondió. Me tocaba mover; ella lo hizo antes:

– Gracias por lo de ayer.

Preparada: vestido y gabardina. Me tocaba mover; ella lo hizo antes:

– ¿Se llama David Klein, verdad?

– ¿Quién se lo ha dicho?

Ella me franqueó la entrada.

– Le vi en el plato y le vi seguirme unas cuantas veces. Sé qué aspecto tienen los coches camuflados de la policía, así que le pregunté por usted a Mickey y a Chick Vecchio.

– ¿Y?

– Y me pregunto qué quiere usted.

Entré. Bonita casa, quizá picadero amueblado. Televisores junto al sofá: material de Vecchio.

– Tenga cuidado con esos televisores, señorita Bledsoe.

– Eso dígaselo a su hermana. Touch me ha contado que le vendió una docena.

Me senté en el sofá, cerca de los Philco calientes.

– ¿Qué más le dijo?

– Que es usted un abogado que juega a casero de arrabal. Y que rechazó un contrato con la MGM porque le atraía más romper huelgas que salir en la pantalla.

– ¿Sabe por qué la seguía?

Ella aproximó una silla, pero no demasiado cerca.

– Está claro que trabaja para Howard Hughes. Cuando le dejé, me amenazó con denunciar el contrato. Y está claro que conoce a Harold Miciak, y que no le cae bien. Señor Klein, ¿usted…?

– ¿Si ahuyenté a Georgie Ainge?

– Sí.

Asentí:

– Es un pervertido. Y los falsos secuestros nunca salen bien.

– ¿Cómo lo supo?

– Eso no importa. ¿Saben Touch y su novio que he sido yo?

– No, creo que no.

– Bien. No se lo diga.

Glenda encendió un cigarrillo. La cerilla temblaba.

– ¿Ainge dijo algo de mí?

– Dijo que había sido prostituta.

– También he sido camarera y Miss Alhambra y sí, trabajé para un servicio de compañía de Beverly Hills. Uno muy caro, el de Doug Ancelet.

La estrujé un poco:

– Trabajó para Dwight Gilette.

Elegante. La pose con el cigarrillo ayudaba.

– Sí, fui arrestada por robo en tiendas en 1946. ¿Mencionó Ainge algo acerca de…?

– No me cuente cosas de las que se puede arrepentir.

Una sonrisa. Barata. No aquella sonrisa:

– ¿De modo que es usted mi ángel de la guarda?

Volqué un televisor de una patada.

– ¡No me tome el pelo!

Ella, sin pestañear:

– Entonces, ¿qué quiere que haga?

– Deje de rehuir a Hughes, pídale disculpas y cumpla lo establecido en el contrato.

Abrió la gabardina: los hombros al aire, cicatrices de cuchilladas.

– ¡Nunca!

Me incliné más cerca de ella.

– Ya ha llegado todo lo lejos que podía en belleza y encanto, así que ahora use el cerebro y haga lo más inteligente.

Una sonrisa:

– ¡No me tome el pelo!

Aquella sonrisa. Se la devolví:

– ¿Por qué?

– ¿Por qué? ¡Porque yo era despedible para él! Porque el año pasado yo estaba sirviendo comidas en un autorrestaurante y uno de sus «cazatalentos» me vio ganar un concurso de baile. Me consiguió una «audición», que consistió en que me quitara la ropa interior y posara para unas fotos, que al parecer gustaron al señor Hughes. ¿Sabe lo que es ser follada por un tipo que guarda fotos de ti y de otras seis mil chicas desnudas en su Rolodex?

– Bonito, pero no compro.

– Lo que oye. Yo creo que se aburría y decidió ponerse en acción. Es actriz y el toque elegante de dar calabazas a Howard Hughes le atraía. Imaginó que sabría zafarse de las complicaciones, porque ya ha estado metida en toneladas de problemas.

– ¿Por qué, señor Klein?

– ¿Por qué, qué?

– ¿Por qué se está tomando tantas molestias para librarme de problemas?

– Sé apreciar el estilo.

– No, no le creo. ¿Y qué más dijo de mí Georgie Ainge?

– Nada. ¿Qué más dijeron de mí los hermanos Vecchio?

Con una carcajada:

– Touch me dijo que había estado colado por usted. Chick, que es peligroso. Mickey dice que nunca le ha visto con una mujer, así que tal vez deba descartar la razón habitual para explicar su interés por mí. Sólo pienso que debe de sacar provecho por alguna parte.

Ojeada a la habitación: libros, arte; buen gusto sacado de alguna parte.

– Mickey se está yendo a la ruina. Si creyó que saldría ganando con el cambio de Hughes por un gángster de categoría, se equivocó.

Glenda encadenó los cigarrillos.

– Tiene razón, calculé mal.

– Entonces, arregle las cosas con Hughes.

– ¡Nunca!

– Hágalo. Así nos libraremos de problemas los dos.

– No. Como ha dicho hace un momento, ya he estado metida en problemas otras veces.

Ni asomo de miedo: desafiándome a decir YA LO SÉ.

– Debería verse ante la cámara, señorita Bledsoe. Usted se ríe de todo esto y demuestra mucho estilo. Es una lástima que la película termine pasándose en los autocines de pueblo. Es una lástima que no la vaya a ver ningún hombre que pueda ayudarla en su carrera.

Un sonrojo, durante una fracción de segundo.

– No estoy tan obligada a los hombres como supone.

– No digo que le guste; sólo me refiero a que sabe que así es el juego.

– ¿Como ser cobrador de chantajistas y rompehuelgas?

– Sí, cosas seguras. Como lo suyo con Mickey Cohen.

Aros de humo. Bonito.

– No me acuesto con él.

– Bien, porque durante años ha habido tipos que han intentado matarle y siempre sale malparada la gente que le rodea.

– Una vez fue un tío importante, ¿verdad?

– Tenía estilo.

– Y los dos sabemos que usted sabe apreciarlo.

El retrato de la estantería: una mujer maligna.

– ¿Quién es?

– Vampira. Es la presentadora de un horrible programa de terror en la televisión. Yo solía prepararle la bandeja en el autorrestaurante y ella me daba consejos de cómo actuar en tu propia película cuando estás en la película de otro.

Manos temblorosas. Deseé tocarla.

– ¿Siente aprecio por Mickey, señor Klein?

– Claro. Una vez estuvo muy alto, de modo que resulta duro verle luchar por las sobras.

– ¿Cree que está desesperado?

– ¿El ataque del vampiro atómico?

Glenda se rió y se atragantó con el humo.

– Es peor de lo que usted piensa. Sid Frizell está metiendo en la película demasiada sangre y ese incesto, así que Mickey teme que tendrán que distribuirla directamente a los autocines para sacar beneficios.