Mierda. Joder.
Ray, medio enfurruñado:
– Muchas molestias por un simple 459, Dave.
– Sí. Y no me preguntes por qué.
Clic. Un zumbido en el oído.
Adelante; seguir empolvando:
Huellas parciales en las tapas de los álbumes; los discos en sí, con los microsurcos, no recogían las impresiones dactilares. Champ Dineen en mi tocadiscos: Muuuy Calmoso, El Champ interpreta al Duke.
Música de fondo. Hojeé la Transom.
Piano/saxo/bajo: suave. Fotos de chicas insinuantes: M.M., la sirena rubia, loca por el andrógino R.H.: la chica hará cualquier cosa por enderezarle. J.M., la ninfo, con sus gigantescos encantos, busca machos bien dotados en el gimnasio Easton's. Sólo veinticinco centímetros o más, por favor; J.M. lleva una regla para comprobarlo. Ultimas conquistas: F.T., gigantón de películas de serie B; M.B., escritor de chistes; G.C., lacónico astro de westerns.
Saxo susurrante, contrabajo como el latir del corazón.
Texto: los tesoros del vendedor viajante. Foto: mujeres de tetas enormes que rebosaban de los sujetadores. Trinos del piano, magníficos.
Un número atrasado, Dineen filtrándose. Transom, junio del 58:
M.M. y M.M. aficionada al béisbol; su pasión por J.D.M. la empujaba a los bateadores. El ostentoso hotel Plaza, estancia de diez de la mañana a diez de la noche.
Solo de saxo alto: Glenda/Lucille/Meg, girando en un torbellino.
Anuncios: alargadores de pene, cursos de Derecho por correo Moon índigo en versión Dineen: instrumentos de viento graves.
Una historia de papá/hija. El texto: como introducción, un diálogo. Las fotos: una morena rolliza, luciendo un biquini.
– Bueno… te pareces a mi papá.
– ¿Me parezco? Bueno, sí, soy lo bastante viejo. Supongo que un juego es un juego, ¿no? Puedo hacer de padre porque encajo en el papel.
– Bueno, como dice la canción, «Mi corazón pertenece a papa».
Ojeo el texto:
La huérfana Loretta arde en deseos de un papaíto. El malvado Terry la desfloró y ella, a su pesar, aún siente algo por él. Se vende a hombres mayores y un predicador la mata. Foto adjunta: la chica, estrangulada con la cadena de contrapeso de una ventana.
Champ Dineen, rugiendo. Repaso la historia:
Loretta, igual a Lucille; Terry, igual a Tommy. La «huérfana»
Loretta, sin explicación. Papá J.C., objeto del deseo de Lucille; difícil de creer que ella ande caliente por ese pájaro grasiento.
Pongamos que un mirón escuchó el diálogo.
Pongamos que ese mirón fue el «escritor».
Transom, julio del 58: pura bazofia sobre artistas de cine. Busco la cabecera: una dirección de Valley. A visitar mañana.
Sonó el teléfono. Bajé el volumen. Descolgué.
– Glen…
– Sí. ¿Tienes poderes mentales, o sólo esperanza?
– No lo sé, quizás ambas cosas. Escucha, me acercaré por el plató.
– No. Sid Frizell está filmando algunas escenas nocturnas.
– Iremos a un hotel. No podemos usar mi casa ni la tuya. Es demasiado arriesgado.
Aquella risa.
– Lo he leído hoy en el Times. Howard Hughes y su séquito han salido hacia Chicago para una reunión con el departamento de Defensa. La «residencia de actriz» de Hollywood Hills está disponible, David, y tengo una llave.
Después de medianoche. Por seguridad.
– ¿Dentro de media hora?
– Sí. Te echo de menos.
Colgué el teléfono y subí el volumen. Ellington/Dineen: Cottontail. Recuerdos: año 42, cuerpo de Marines. Meg, la canción: bailando en la terraza de El Cortez.
Todavía en carne viva; dieciséis años echados a perder. El teléfono, a mano. Hazlo.
– ¿Diga?
– Me alegro de encontrarte, pero imaginaba que estarías detrás de Stemmons.
– Tenía que dormir un poco. Escucha, negrero…
– Mátale, Jack.
– Por mí, de acuerdo. ¿Diez?
– Diez. Acaba con él y dame un poco de tiempo.
19
Hollywood Hills, un caserón de estilo español junto a Mulholland. Luces encendidas, el coche de Glenda frente a la puerta. Veintitantas habitaciones: el picadero supremo.
Aparqué; los faros en un Chevrolet del 55. Familiar, malo: el coche de John Miciak.
Me aseguro, pongo las luces largas: calcomanías de Hughes Aviación en el parachoques trasero.
Silencio de madrugada: grandes ventanales a oscuras, sólo una iluminada.
Me apeo y escucho. Voces -él, ella- amortiguadas.
Me acerco, pruebo la puerta principal. Cerrada. Voces: la de él, irritada; la de ella, tranquila. Rodeo la casa y escucho. Miciak:
– …podrías tenerlo peor. Escucha, tú cumple conmigo y sigue fingiendo con Klein. Le he visto acudir a verte a Griffith Park y, por lo que a mí respecta, puedes seguir liada con él. El señor Hughes no tiene por qué enterarse; tú pórtate bien conmigo y consigue de Klein ese dinero que quiero. Sé que lo tiene porque está relacionado con algunos hampones. Me lo ha dicho el propio señor Hughes.
Glenda:
– ¿Cómo sé que sólo es cosa tuya?
– Porque Harold John Miciak es el único tipo de Los Ángeles lo bastante hombre como para meterse en los asuntos del señor Hughes y de ese policía que se cree tan duro.
Un rodeo hasta la ventana del comedor. Rendijas en las cortinas. Observo:
Glenda retrocediendo poco a poco; Miciak avanzando hacia ella, contoneando las caderas.
Movimientos lentos, los dos. Detrás de Glenda, un juego de cuchillos.
Probé a abrir la ventana. No cedió. Glenda:
– ¿Cómo sé que sólo es cosa tuya?
Una mano tantea a su espalda, la otra extendida delante: «Acércate más.» Su voz:
– Creo que nos vamos a entender.
La parte trasera de la casa, una puerta lateral; cargué con el hombro, cedió, entré a la carrera.
El pasillo, la cocina, allí…
Un cuerpo a cuerpo: él, alargando las manos; ella, asiendo cuchillos con las suyas.
Entumecido, a cámara lenta. Incapaz de moverme. Paralizado, conmocionado, contemplo:
Cuchillos que descienden -sobre la espalda de Miciak, sobre su cuello- y se hunden hasta la empuñadura. Crujidos de huesos. Glenda hurgó en las heridas: ambas manos bañadas en sangre. Miciak revolviéndose CONTRA ELLA…
Otras dos hojas afiladas rasgan su carne. Glenda lanza estocadas a ciegas.
Miciak alcanza el juego de cuchillos, empuña una cuchilla de carnicero.
Me acerco trastabillando -las piernas, entumecidas-, huelo la sangre…
Miciak descargó un golpe, falló, se lanzó de nuevo a por el juego de cuchillos. Glenda la emprendió de nuevo: le hundió el metal en la espalda, en el rostro. La hoja afilada le arrancó las mejillas.
Barboteos/chillidos/gemidos: Miciak muriendo a gritos. Mangos de cuchillo sobresaliendo de su cuerpo en ángulos extraños.
Le arrojé al suelo, hurgué con los cuchillos, le rematé.
Glenda: ni un solo grito. Y esa mirada: CALMA, ya he estado aquí otra vez.
CALMA:
Apagamos las luces y esperamos diez minutos. Fuera, ninguna reacción. A continuación, planes: cuchicheos en voz baja, abrazados. Ensangrentados.
Por suerte, no había alfombra en el comedor. Nos duchamos y nos cambiamos de ropa (Hughes tenía un guardarropía masculino/femenino). Recogimos la ropa sucia y limpiamos el suelo, los cuchillos y la caja.
En un armario había mantas: envolvimos a Miciak en una
de ellas y le encerramos en el portaequipajes de su coche. Las dos menos diez. Salí; volví a entrar. Ningún testigo. Salí de nuevo y regresé otra vez. Nuestros coches, aparcados en lugar seguro debajo de Mulholland.
Un plan. Una cabeza de turco: el Diablo de la Botella, el asesino en libertad favorito de Los Angeles.