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Volví a casa, me cambié, cogí la grabadora, más copias del retrato robot y la lista de clientes. Una parada en un teléfono público, una llamada a Exley; le abordé enérgicamente, sin explicaciones:

Leroy Carpenter/Steve Wenzel/Patrick Orchard: los quiero. Mande patrulleros a buscarlos. Quiero detenidos a esos traficantes.

Exley asintió, a regañadientes. Encargaría la detención a la comisaría de Wilshire. Suspicaz: ¿por qué no la calle Setenta y siete?

Para mis adentros:

He dado orden de matar a un policía/no quiero a Dudley Smith rondando cerca de mí; se lleva demasiado bien con ese policía ladrón de pieles.

– Me ocuparé de ello, teniente. Pero quiero un informe completo de sus interrogatorios.

– Sí, señor.

10.30 de la mañana. Azafatas Premier debería estar abierto.

Salí hacia Beverly Hills. El Rodeo, junto al Beverly Wilshire. Abierto: una suite en la planta baja, una recepcionista.

– Doug Ancelet, por favor.

– ¿Es usted cliente?

– Potencial.

– ¿Puedo preguntarle quién le ha recomendado nuestra agencia?

– Pete Bondurant. -Pura farsa: Pete, un putero redomado.

A nuestra espalda:

– Karen, si conoce a Pete, déjale pasar.

Entré. Un buen despacho: madera oscura, fotos de golf. Un viejo vestido para jugar a golf, con una sonrisa de relaciones públicas.

– Soy Doug Ancelet.

– Dave Klein.

– ¿Qué tal está Pete, señor Klein? Hace siglos que no le veo.

– Está ocupado. Entre su trabajo para Howard Hughes y Hush-Hush, siembre anda de cabeza.

El tipo, con falso calor:

– ¡Dios, las historias que cuenta ese hombre! ¿Sabe?, Pete ha sido durante varios años cliente y, a la vez, buscatalentos para el señor Hughes. De hecho, hemos presentado al señor Hughes varias chicas que han terminado contratadas como actrices para él.

– Pete sabe vivir.

– Sí, señor. Dios mío, él es también quien verifica la veracidad de esas historias procaces que aparecen en esa procaz revista de escándalos. ¿Le ha explicado cómo funciona Azafatas Premier?

– Con detalle, no.

Ancelet, práctico:

– Exclusivamente de boca a oreja. Alguien conoce a otro y nos recomienda. Funcionamos según un principio de relativo anonimato y todos nuestros clientes usan seudónimos y nos llaman cuando desean que les preparemos una cita. Así no tienen que darnos su verdadero nombre ni un número de teléfono. Tenemos fotos y fichas de las muchachas que enviamos a los encuentros y ellas también usan seudónimos adecuadamente seductores. Las fichas de las chicas también llevan anotados los seudónimos de los hombres con los que se citan, para ayudarnos a hacer recomendaciones. Anonimato. Sólo aceptamos pago en metálico y le aseguro, señor Klein, que ya he olvidado su verdadero nombre.

Yo, incisivo:

– Lucille Kafesjian.

– ¿Cómo dice?

– Otro cliente suyo me habló de ella. Una morenita sexi, un poco rellenita. Francamente, me contó que era estupenda. Por desgracia, también me dijo que usted la despidió por trasmitir enfermedades venéreas a sus clientes.

– Por desgracia, he despedido a algunas chicas por esa falta, y una de ellas utilizaba un apellido armenio, en efecto. ¿Quién era el cliente que la mencionó?

– Un hombre de la orquesta de Stan Kenton.

Ancelet: su mirada, suspicaz ahora; oliendo a policía.

– Señor Klein, ¿cómo se gana la vida?

– Soy abogado.

– ¿Y eso que lleva ahí es una grabadora?

– Sí.

– ¿Y por qué lleva un revólver en una sobaquera?

– Porque también estoy al mando de la Subdirección Administrativa del departamento de Policía de Los Angeles.

El hombre, poniéndose rojo:

– ¿Es verdad que Pete Bondurant le dio mi nombre?

Le enseño el retrato robot del mirón, observo su reacción:

– ¿Ha sido ése quien se lo ha dado? No le he visto en mi vida, y esa cara parece mucho más joven que la inmensa mayoría de mis clientes. Señor…

– Teniente.

– ¡Señor Teniente de Policía Fuera de su Jurisdicción, salga del despacho inmediatamente!

Cerré la puerta; de puro encarnado, Ancelet parecía al borde de un ataque cardíaco. Le tranquilicé:

– ¿Conoce a Mort Riddick, de la comisaría de Beverly Hills? Hable con él y le dirá quién soy. Lo de Pete B. ha sido un invento mío, así que llámele y pregúntele por mí.

Rojo remolacha/púrpura. Una botella y un vaso sobre el escritorio. Le serví un trago.

Lo apuró e hizo gestos con la cabeza para que lo rellenara. Le serví otro, corto. Ancelet lo acompañó de unas píldoras.

– ¡Hijo de puta! Usar a un cliente mío de confianza como truco… ¡Hijo de puta!

Tercera dosis de licor. Esta vez, lo sirve él.

– Unos minutos de su tiempo, señor Ancelet. Hará usted un valioso contacto con el LAPD.

– ¡Hijo de puta desgraciado! -Más calmado.

Le enseñé la lista de clientes.

– Aquí hay nombres de fulanos sacados de un archivo policial.

– No voy a identificar ninguno de los nombres o seudónimos de mis clientes.

– Ex clientes, entonces; son lo único que me interesa.

Una mirada furtiva. Unos dedos escudriñadores:

– Aquí está: «Joseph Arden.» Fue cliente hace varios años.

Le recuerdo porque mi hija vive cerca de la granja Arden, en Culver City. ¿Ese hombre trata con vulgares chicas de la calle?

– Exacto. Y los fulanos siempre conservan el mismo alias. Bien, ¿trató ese hombre con la chica de nombre armenio?

– No recuerdo. Pero recuerde lo que le he dicho: no tengo fichas de clientes y mi foto de archivo de esa guarra trasmisora de purgaciones es historia pasada, se lo aseguro.

Una jodida mentira: archivos apilados de pared a pared.

– Escuche una cinta. Serán dos minutos.

Ancelet dio unos golpecitos con la yema del dedo índice sobre la esfera de su reloj de pulsera.

– Un minuto. Tengo que presentarme en el tee de Hillcrest.

Rápido, colocar las bobinas, pulsar Play. Chirridos. Stop, Play. Ahora. Lucille: «Estos lugares están llenos de perdedores y de quejicas solitarios.»

Stop, Play, «Chanson d'amour», el fulano: «…por supuesto, siempre está esa infección que me pasaste.»

Pulsé Stop. Ancelet, impresionado:

– Ése es Joseph Arden. La chica también me resulta algo familiar. ¿Satisfecho?

– ¿Cómo puede estar seguro? Sólo ha escuchado diez segundos.

Más golpecitos en el reloj.

– Mire, llevo la mayor parte de este negocio por teléfono y reconozco las voces. Le explicaré mi línea de pensamientos: Yo padezco de asma y ese hombre de la grabación tenía un ligero resuello asmático. Enseguida me ha venido a la memoria que hace algunos años tuve una llamada suya, sin referencias previas. El hombre jadeaba y hablamos del asma. Me dijo que había oído a dos hombres hablando de nuestros servicios en un ascensor y que había encontrado el teléfono de la agencia en las páginas amarillas de Beverly Hills, donde anuncio abiertamente mi tapadera legal de servicio de azafatas. Le concerté unas cuantas citas, y eso fue todo. ¿Satisfecho?

– Y no recuerda a qué chicas seleccionó, ¿verdad?

– Verdad.

– Y el hombre nunca acudió a echar un vistazo a su álbum de fotos, ¿verdad?

– Verdad.

– Y, por supuesto, no guarda ningún archivo de seudónimos de sus clientes…

Golpecitos.

– No. ¡Dios, voy a llegar tarde al golf! Bien, señor Policía Amigo de Pete, ya le he complacido más allá de lo obligado por cortesía; ahora, me hará el favor…

Yo, a la cara:

– Siéntese. No se mueva. No descuelgue el teléfono.

Ancelet obedeció asustado, crispado, casi amoratado de cólera. Los archivos: nueve cajones. Adelante.