Debatiéndose, dando patadas: bien. El cuarto de baño, la ducha, el agua a toda presión…
Fría: empapando sus ropas, devolviéndola a la sobriedad. Mojándome, ¡mierda!
Helada: grandes escalofríos, piel de gallina colosal. Castañeteo de dientes intentando suplicarme. A sudar:
Agua caliente. Ahora, Tilly se resiste con fuerza; intenta dar patadas, descargar los puños, escabullirse. De nuevo, el chorro helado:
– ¡Está bien! ¡Está bien! -Sin la lengua de estropajo de la droga.
La saqué de la ducha, la senté en el retrete.
– Creo que Steve Wenzel te dejó esa droga para que la guardaras. Iba a dársela a ese policía, Junior Stemmons, del que hablamos la otra noche, y Junior ya se la había pagado. Ahora quiere devolverle el dinero porque Junior está loco y él, asustado. Ahora, dime lo que sepas del asunto.
Tilly temblorosa; escalofríos espasmódicos. Le arrojé las toallas y conecté el calefactor. Ella se arropó.
– ¿Va a contárselo a los de Libertad Condicional?
– No, si colaboras conmigo.
– ¿Y qué hay de…?
– ¿De esa mierda de la otra habitación que te va a costar una buena temporada en algún corral de lesbianas si decido ser desagradable?
Bañada ahora en sudor frío:
– Sí.
– No la voy a tocar. Y sé que tienes ganas de colocarte, así que cuanto antes hables, antes podrás.
Resistencias al rojo, calor. Tilly:
– Steve oyó que Tommy Kafesjian se propone matarle. Verá, hay un camello, Pat Orchard, al que detuvieron esta tarde. Un policía le apretó las tuercas…
– Fui yo.
– No me sorprende, pero deje que le cuente. Según Steve, ese policía que supongo que era usted hizo a ese Pat Orchard un montón de preguntas sobre ese policía, Junior. Tan pronto le ha soltado, Orchard ha acudido a Tommy Kafesjian y le ha soplado lo de ese Junior y Steve. Le ha contado que Steve le había vendido a Junior esa buena cantidad y que el policía andaba proclamando esa chifladura de que será el próximo rey de la droga. Steve me dijo que se había largado de casa e iba a intentar devolverle el dinero a Junior porque había oído que Tommy se propone matarle.
– Y dejó aquí los polvos para mayor seguridad.
Tilly, ansiosa, arropándose más con las toallas:
– Eso es.
– Hace menos de tres horas que he soltado a Orchard. ¿Cómo has sabido todo esto tan pronto?
– Tommy estuvo aquí antes de que se presentara Steve. Me lo contó porque sabe que conozco a Steve y se le ocurrió que quizá sabía dónde se escondía. No le dije que había hablado con usted la otra noche y le aseguré que no sabía dónde estaba Steve, lo cual es cierto. Se marchó, y luego llegó Steve y dejó aquí el material. Yo le he aconsejado que escapara de ese chiflado de Tommy y de ese chiflado de Junior.
Steve llama a Junior… y yo respondo al teléfono.
– ¿De qué más hablasteis Tommy y tú?
Calor agobiante del calefactor. Tilly goteaba sudor.
– Quería hacerlo conmigo, pero le dije que no porque usted me contó que él mató a Wardell Knox.
– ¿Qué más? Cuanto antes me vaya, antes podrás…
– Tommy dijo que anda tras el tipo que espía a su hermana, Lucille. Dijo que se está volviendo loco buscando a ese espía.
– ¿Qué más te dijo de él?
– Nada.
– ¿Dijo si se llamaba Richie?
– No.
– ¿Dijo si era músico?
– No.
– ¿Dijo si tenía pistas sobre quién era el tipo?
– No. Dijo que el mirón era un jodido fantasma y que no sabía dónde estaba.
– ¿Mencionó a alguien más, a otro hombre que espiara al espía?
– No.
– ¿Seguro que dio algún nombre al tipo?
– Seguro.
– ¿Champ Dineen, tal vez?
– ¿Me toma por estúpida? Champ Dineen era ese compositor que murió hace años.
– ¿Qué más dijo Tommy de Lucille?
– Nada.
– ¿Mencionó el nombre de Joseph Arden?
– No. Por favor, necesito…
– ¿Dijo Tommy si estaba follando con su hermana?
– Señor, usted tiene una curiosidad malsana por la chica.
Rápido: salgo a la otra sala y vuelvo con la droga.
– Señor, eso es de Steve.
Abrí la ventana y miré abajo: una partida de dados en el callejón, justo debajo.
– Señor…
Arrojé uno de los paquetes: diana en la manta de los dados.
– ¿Qué más dijo Tommy de Lucille?
– ¡Nada! ¡Por favor, señor!
Abajo, gritos: droga caída del cielo.
Dos paquetes más -«¡Señor, necesito eso!»-, cuatro, cinco: rugidos en el callejón.
– ¡TOMMY Y LUCILLE! -Seis, siete, ocho.
Nueve, diez:
– Pensar lo que está pensando está mal. ¿Usted lo haría con su propia hermana?
Sueños de juegos insensatos, ¡Dios sea loado! Once, doce: los arrojé a Tilly.
Al centro. Archivo de Información. Un vistazo a la ficha de antecedentes y las fotos de identificación de Steve Wenzel. Dos detenciones por droga, condenas cortas: basura blanca de quijadas largas y delgadas.
Ninguna lista de socios conocidos de los Kafesjian. Dediqué mi atención a los K.
Una ronda por su casa: luces encendidas, coches frente a la entrada. Aparqué, reconocí el terreno por la ventanilla.
Llegué a la altura del camino particular, a oscuras, atento a si había perros sustitutos. Salté la valla y eché un vistazo: Madge cocinando. No vi a Lucille. Estancias a oscuras, el despacho: J.C., Tommy y Abe Voldrich.
Me agaché. Las ventanas, cerradas: ningún sonido. Eché una mirada:
J.C., agitando papeles; Tommy, con una risilla. Voldrich, el gesto de sus manos: calma.
Gritos apagados. El cristal de la ventana trasmitió un zumbido. Miré de nuevo: J.C. seguía agitando los papeles. Se acercó a la ventana: ¡mierda, impresos de Subdirección Administrativa!
Imposible leer el contenido.
Probablemente, comunicaciones de Klein a Exley: pistas sobre el mirón. Robadas, filtradas. Quizá Junior, quizá Wilhite.
«Tommy se está volviendo loco buscando a ese espía.»
Volví al coche dando un rodeo. Vigilancia de mirón: mis ojos en la ventana de Lucille. Cuarenta minutos después, ahí está: la chica despreocupadamente desnuda. Apagó las luces demasiado pronto, mierda, y clavé la vista en la puerta delantera, deseoso de seguir mirando.
Diez minutos, quince.
Portazo. Los tres hombres salieron precipitadamente, cada cual a su coche. El Mercedes de Tommy rascó el bordillo al ponerse en marcha, levantando chispas.
J.C. y Voldrich se dirigieron al norte.
Tommy, directo al sur.
Le seguí.
Al sur por La Brea, al este por Slauson. Aquel chulo negro vestido de color púrpura. Más al este, y al sur por Central Avenue.
Territorio del mirón.
Semáforo: disimular, sin perder al tipejo. Más al sur. Watts. Al este.
Luces de freno -Avalon y 103-, encrucijada de clubes nocturnos sin hora de cierre.
Nigger Heaven:
Dos edificios conectados por pasarelas de madera, tres pisos de altura, ventanas abiertas, acceso a la salida de incendios.
Tommy aparcó. Yo pasé sin detenerme; luego, retrocedí y le observé dirigirse hacia el edificio de la izquierda.
Se encaramó por la escalera de incendios y pisó la pasarela.
Tommy, a rastras: tablones oscilantes, pasamanos de cuerda.
Tommy, en cuclillas.
Tommy, fisgando por la ventana de la izquierda.
Mi expectativa de grandes sucesos, frustrada: Tommy se limitaba a mirar.
Salté del coche y subí a saltos la escalera de acceso al edificio de la izquierda. Nadie en el vestíbulo; lo crucé corriendo.
Tercer piso. Matones apostados. Miradas: ¿quién es este policía? Dejé atrás a los gorilas conserjes y entré.
Paredes de imitación de piel de cebra, una fiesta de degenerados: blancos, de color. Música, ruido de juerga.
Eché una ojeada a la habitación. Nadie parecido al retrato robot del mirón. Tampoco Tommy.