– Subdirección me aburre. Pasaba casualmente por Robos y he visto pendiente un caso que tiene buen aspecto.
– ¿El atraco a la tienda de electrodomésticos?
– No, el trabajo del almacén de pieles Hurwitz. Un millón en pieles desaparecido, sin rastro, y Junior Stemmons pilló a Sol Hurwitz en una partida de dados el año pasado. Es un jugador empedernido, de modo que apostaría por un fraude para cobrar el seguro.
– No. El caso es de Dudley Smith y ha descartado la estafa. Y usted es un oficial con mando, no un sabueso de casos.
– Entonces, sáltese las normas. Yo le encierro a ese comunista y usted me hace ese favor.
– No, es trabajo de Dudley. El caso tiene tres días y ya le ha sido asignado a él. Además, no me gustaría tentarle a usted con objetos vendibles como esas pieles.
Tirando a dar. Esquivé el dardo:
– Usted y Dud no se llevan bien. Él aspiraba a detective jefe, pero usted consiguió el cargo.
– Los oficiales con mando siempre se aburren y quieren casos. ¿Tiene alguna razón particular para pedirme éste?
– Robos está limpio. Y usted no sospecharía de mis amigos si me ocupara de asaltos y atracos.
Exley se puso en pie.
– Una pregunta antes de que se marche.
– ¿Señor?
– ¿Algún amigo suyo le dijo que empujara por la ventana a Sanderline Johnson?
– No, señor. Pero, ¿no se alegra de que el tipo saltara?
Pasé la noche fuera, en una habitación del Biltmore. Los periodistas ya debían de haber localizado mi piso. No soñé nada. Servicio de habitaciones: seis de la tarde, desayuno, periódicos. Nuevos titulares: «La Fiscalía Federal, furiosa con el policía "negligente"»; «Detective dice lamentar el suicidio de un testigo». Puro Exley: la nota a la prensa, mis lamentaciones…, todo cosa suya. Página tres, más Exley: sin pistas del asunto Hurwitz; una banda con expertos en electrónica y herramientas se había llevado más de un millón en pieles. Foto: un guardia de seguridad lleno de vendajes; Dudley comiéndose con los ojos un visón.
Robos, agradable trabajo: pescar al ladrón y quedarse con el botín.
Manos a la obra con el comunista: llamadas telefónicas.
Fred Turentine, el de los micrófonos: sí, por quinientos. Pete Bondurant: sí, por uno de los grandes, y él pagaría al fotógrafo. Pete, íntimo de Hush-Hush: más presión en el chantaje.
La celadora de la cárcel para mujeres me debía un favor; una tal La Verne Benson la liberó de la deuda. La Verne: tercera denuncia por prostitución, sin fianza, sin fecha de juicio. La Verne al teléfono: supón que perdemos tu ficha… ¡Sí, sí, sí!
Inquieto. Mi estado habitual después de matar. Entre inquieto e impaciente. Subo al coche.
Una ronda por mi casa. Periodistas. Imposible quedarse allí. Sigo hacia Mulholland, semáforos en verde/sin tráfico: 90, 100, 120. Coleadas, derrapaje en una curva: más despacio, me digo.
Pienso en Exley.
Inteligente, frío. En el cincuenta y tres se cargó a cuatro negros: punto final del caso del Night Owl. Primavera del cincuenta y ocho: las pruebas demuestran que los muertos no tenían nada que ver. El caso fue reabierto; Exley y Dudley Smith se encargaron de éclass="underline" el mayor trabajo en la historia de Los Angeles. Homicidios múltiples/redes de obscenidad/conspiraciones interrelacionadas: Exley lo resolvió de una vez por todas. Su padre, un rey de la construcción, se suicidó sin razón aparente; Ed, ya inspector, heredó su dinero. Thad Green dejó el puesto de detective jefe; Parker, el gran jefe, se saltó a Dudley para reemplazarlo por Edmund Jennings Exley, treinta y seis años.
No se llevaban bien, Exley y Dudley: dos odios mutuos.
Ninguna remodelación en la sección de Detectives; simplemente, Exley frío como un témpano.
Semáforos en verde hasta la casa de Meg. Su coche delante de la entrada. Meg, en la ventana de la cocina.
La observé.
Lavando los platos. Una cadencia en sus manos; quizás una música de fondo. Sonriente. Casi mi mismo rostro, pero en dulce. Toco el claxon…
Sí; un rápido retoque: el cabello, las gafas. Una sonrisa. Nerviosa.
Subí los peldaños al trote. Meg aguardaba con la puerta abierta.
– Tenía el presentimiento de que me traerías un regalo.
– ¿Por qué?
– La última vez que saliste en los periódicos me compraste un vestido.
– Eres la más lista de la familia. Vamos, ábrelo.
– Qué cosa más terrible, ¿no? Lo han dado por la tele.
– El tipo estaba sonado. Vamos, ábrelo.
– David, tenemos que hablar de un asunto.
Con suavidad, la empujé adentro.
– Vamos…
Meg tira, rasga. Jirones de papel de envoltorio. Una exclamación, una carrera al espejo: seda verde, la talla perfecta.
– ¿Te va?
Un torbellino. Las gafas casi vuelan.
– ¿Me subes la cremallera?
Se lo ajusta y tiro de la cremallera. Perfecto.
Meg me dio un beso y se miró en el espejo.
– Cielos, tú y Junior. Él tampoco puede dejar de admirarse.
Un giro, un recuerdo: el baile de promoción del treinta y cinco. El viejo dijo que llevara a Sissy; los chicos que la perseguían no eran adecuados.
– Es bonito. Como todo lo que me regalas. -Meg suspiró-. ¿Qué tal Junior Stemmons, últimamente?
– Gracias, de nada, y Junior Stemmons está regular. En realidad, no está hecho para el trabajo de detective y, si no fuera porque su padre me consiguió el mando de Subdirección, le devolvería a su puesto de instructor de una patada en el culo.
– ¿No tiene una personalidad suficientemente enérgica?
– Exacto. Y con una sensibilidad de perrito caliente que aún lo hace resaltar más. Y más nervios que si estuviera vaciando la caja fuerte de las drogas en Narcóticos. ¿Dónde está tu marido?
– Repasando los planos de un edificio que está proyectando. Y ya que hablamos de eso…
– Mierda. Nuestros edificios, ¿no? ¿Morosos? ¿Alguien se ha ido sin pagar?
– Somos caseros de barrio pobre, así que no te sorprendas. Son las casas de Compton. Tres inquilinos con atrasos.
– Aconséjame, pues. Tú eres la agente inmobiliaria.
– Dos de los morosos deben un mes; el otro, dos. Conseguir una orden de desahucio lleva noventa días y precisa una vista ante el juez. Y tú eres el abogado.
– Detesto los litigios, maldita sea. ¡Y siéntate de una vez!
Meg se arrellanó en una silla. Una silla verde, el vestido verde. El verde en contraste con el pelo: negro, un poco más oscuro que el mío.
– Eres un buen litigador, pero sé que te limitarás a enviar a unos cuantos matones con papeles falsos.
– Es más sencillo de este modo. Enviaré a Jack Woods o a alguno de los muchachos de Mickey.
– ¿Armado?
– Sí, y peligroso. Ahora, dime otra vez que te encanta el vestido. Dímelo para que pueda irme a casa y dormir un rato.
Contando puntos, nuestra vieja costumbre:
– Uno, me encanta el vestido. Dos, me encanta mi hermano mayor, aunque se llevara todo el atractivo y la mayor parte del cerebro. Tres, como novedades te diré que he dejado de fumar otra vez, que estoy harta de mi trabajo y de mi marido y estoy pensando en acostarme con alguien antes de que cumpla los cuarenta y pierda el resto de mis encantos. Cuatro, si conocieras a algún hombre que no fuera policía o ladrón, te pediría que me lo presentaras.
Réplica a los puntos:
– Yo tengo el atractivo de Hollywood, tú tienes el auténtico encanto. No te acuestes con Jack Woods, porque la gente tiene una extraña propensión a dispararle y porque la primera vez que Jack y tú intentasteis vivir juntos, la cosa no duró mucho. Y conozco algunos fiscales, pero te aburrirían.
– ¿Quién me queda? Como consorte de un gángster, fui un fracaso.
La habitación osciló. Se consumió el tiempo.
– No lo sé. Vamos, acompáñame a la puerta.
Seda verde; Meg la acarició.