Milner, con cara de asombro: ¿qué es esto?
Me abrí paso a empujones, agitando la mano. Shipstad me vio. Tembloroso y sofocado. Henstell, probablemente, se había ido de la lengua.
Me hizo señas de que me acercara. Chocamos: las manos a la americana, instintivamente.
– ¡Gracias al jefe Reuben! -Ruiz arrojando billetes.
Un solar de tierra a un lado de la calle. Shipstad señaló el lugar. Le seguí. La sombra de un árbol, un rótulo: «Notificación de Desalojo.»
– Justifique esa quema de papeles antes de que Noonan revoque su inmunidad y le haga detener.
Un imán para el ojo: Reuben distribuyendo billetes verdes.
– Míreme, Klein.
A él, jerigonza legaclass="underline"
– Eran evidencias incriminatorias ajenas al caso. No tenían nada en absoluto que ver con la familia Kafesjian ni estaban relacionadas con aspecto alguno de sus investigaciones o de mi testimonio ante el gran jurado. Noonan ya tiene suficiente contra mí y no he querido proporcionarle más informaciones por las que podría perseguirme.
– De abogado a abogado, ¿cómo puede llevar esta vida?
Me mordí la lengua.
– Mire, Klein, estamos intentando ayudarle a salir de esto con vida. Estoy desarrollando un plan para trasladarle después de que testifique y, con franqueza, Noonan opina que no debería esforzarme tanto en mis preparativos.
– ¿Y eso significa…?
– Eso significa que Noonan me desagrada ligeramente más de lo que me desagrada usted. Y significa que está a punto de detenerle y designarle testigo hostil, y luego soltarle para que Sam Giancana o quien sea le haga matar.
En tecnicolor: Meg encarcelada/maltratada/cosida a tiros.
– ¿Trasladarán a mi hermana?
– Imposible. Esta última travesura le ha costado la credibilidad ante Noonan, el trasladar a su hermana no entraba en el compromiso y no existe ningún precedente de que los hampones hagan daño a los parientes de los testigos fugitivos.
COGE DINERO.
Ruiz, arrojándolo a la gente.
– Nosotros somos su única esperanza. Arreglaré las cosas con Noonan, pero preséntese en el Edificio Federal pasado mañana, a las ocho en punto de la mañana, o daremos con usted, detendremos a su hermana e iniciaremos los trámites para una acusación de fraude a Hacienda.
Griterío de la multitud, polvo. Reuben, mirándonos.
Agité las llaves en alto. El sol se reflejó en el metal. Reuben asintió. Shipstad:
– Klein…
– Estaré.
– A las ocho en punto.
– Ya le he oído.
– Es su única…
– ¿Qué está haciendo Ruiz?
El federal volvió la cabeza:
– Expiar sus culpas o algo parecido. ¿Puedes culparle? ¿Todo esto por un estadio de béisbol?
Reuben se acercó. Shipstad:
– ¿Ha venido a verle? ¿Y qué son esas llaves?
– Déjeme un momento a solas con él.
– ¿Es personal?
– Sí, es personal.
Shipstad se alejó; Ruiz se cruzó con él y guiñó un ojo.
Reuben, con el disfraz de torero y una sonrisa:
– Eh, teniente.
Agité las llaves ante éclass="underline"
– Empieza a hablar.
– No. Antes de hacerlo, asegúreme que esto sólo es una charla informal entre dos testigos colegas; y asegúreme también que no tiene interés por endosarle a un pobre peso gallo mexicano una denuncia por robo.
Calle abajo, ruido de excavadoras. Una chabola derribada.
– Las llaves, Reuben. Viste las originales, aprendiste los números de memoria e intentaste que el cerrajero te hiciera un duplicado. Y había marcas de ganzúas y de palancas en las taquillas de la consigna.
– No le he oído decir nada parecido a «Esto es sólo una charla entre dos tipos que quieren ahorrarse problemas mutuamente».
Chirridos de la pala excavadora/crujidos de la madera/polvo. El ruido me hizo fruncir el entrecejo.
– No estoy en condiciones de ir deteniendo gente.
– Ya me lo imaginaba, después de lo que he oído decir a los federales.
– Canta, Reuben. Me da la ligera sensación de que tienes ganas de hacerlo.
– De hacer penitencia, tal vez. De cantar, no lo sé.
– ¿Cogiste alguna piel de ese almacén, Reuben?
– Tantas como yo y mis probos compinches de robo nos pudimos llevar. Y ya no queda ninguna. Lo digo por si quería usted un visón para su hermana, la casera.
Flores creciendo entre malas hierbas; el aire, saturado de contaminación.
– De modo que robas unas cuantas pieles, las vendes y repartes el dinero entre tus pobres hermanos explotados, ¿no es eso?
– No. Primero le regalo unas pieles de zorro plateado a la señora Mendoza, que vive en la puerta de al lado, porque desvirgué a su hija y no me casé con ella. Entonces vendo las pieles, y luego me emborracho y empiezo a repartir el dinero.
– ¿Y ya está?
– Sí. Y esos estúpidos se lo gastarán probablemente en entradas para ver a los Dodgers.
– Reuben…
– ¡Está bien, joder! Yo, Johnny Duhamel y mis hermanos hicimos el trabajo del almacén de pieles de Hurwitz. Usted quizás estaba investigando en esa dirección cuando nos vimos en mi vestuario, de modo que ahora será mejor que me cuente lo que ha descubierto del caso antes de que vuelva a estar sobrio y me harte de esta penitencia.
– Pongamos que Ed Exley manipula a Johnny.
El aire, cargado de humos. Reuben tosió.
– Ha escogido un tema muy oportuno.
– Imaginé que, si Johnny hablaba con alguien, sería contigo.
– Imaginó muy bien.
– ¿Te explicó algo al respecto?
– La mayor parte, creo. Escuche, Klein, ¿esto es…, ya sabe, confidencial?
Asentí. Ahora, con calma: aflojarle la cuerda.
Tic tic tic tic.
Tirar de la cuerda:
– Reuben…
– Sí, de acuerdo, teniente. Creo que fue en primavera, por abril o algo así. Exley leyó en el periódico esa historia sobre Johnny. Ya sabe, uno de esos artículos que llaman «de interés humano». Eso del chico estudiante, sus diversos empleos, «el muchacho fue una promesa en los Guantes de Oro, pero ahora tiene que pasar a profesional aunque no le guste, porque sus padres murieron y le dejaron en la ruina y tiene que pagarse la universidad». ¿Me sigue hasta aquí?
– Continúa.
– Bien. De modo que Exley abordó a Johnny, le hizo propuestas y le, digamos, manipuló. Le dio dinero, pagó el crédito para sus estudios y saldó las deudas que habían dejado sus padres. Exley es una especie de niño bien policía con una gran herencia, de modo que le dio a Johnny un montón de pasta y también pagó a los periodistas de los otros periódicos para que escribieran, ya sabe, esas otras historias parecidas sobre el muchacho, destacando en especial el aspecto de que había tenido que pasarse a profesional por «necesidad financiera».
– Y Exley obligó a Johnny a perder el único combate profesional que disputó.
– Exacto.
– Y los artículos de los periódicos y el combate amañado estaban destinados a mostrar a Johnny como una especie de chico sin suerte, de modo que la historia resultara convincente cuando Duhamel presentase la solicitud de ingreso en el LAPD.
– Exacto.
– ¿Y Exley hizo entrar a Johnny en la Academia?
– Exacto.
– ¿Y todo esto tenía por objeto buscarle una fachada legal para encargarle trabajos clandestinos?
– Exacto, para acercarse a alguien o a algo que Exley tenía entre ceja y ceja, pero no me pregunte quién o qué, porque no tengo idea.
ELLOS/Dan Wilhite/Narcóticos: mezclarlos, encajarlos…
– Continúa.
Gestos de asentimiento, fintas; Reuben chorreando sudor.
– Mientras Johnny estaba en la Academia, Exley le buscó un trabajito externo: fue ese caso en el que, digamos, se infiltró entre esos muchachos del cuerpo de Marines que andaban robando y dando palizas a esos maricas cargados de dinero. Ese bicho raro de Stemmons, ese ex compañero suyo, teniente, era profesor de Johnny en la Academia y leyó el informe que escribió el muchacho sobre el asunto.