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Crucé la ciudad hasta la casa: un edificio moruno, todas las luces encendidas. Frente a ella, varios coches: el Ford de Junior, un coche patrulla.

Focos de linterna y voces en el camino particular. Junior Stemmons:

– ¡Vaya mierda! ¡Vaya mierda!

Aparqué y me acerqué. La luz directa a los ojos. Junior: «Es el teniente.» Un olor desagradable: a sangre descompuesta, quizá.

Junior, dos agentes de paisano.

– Dave, el agente Nash y el sargento Miller.

– Señores, Narcóticos se encarga de esto. Vuelvan a la comisaría. El sargento Stemmons y yo haremos los informes, si llega el caso.

– ¿Si llega el caso? ¿No huele eso, teniente?

– ¿Un homicidio? -El tono grave, ácido.

– No exactamente, señor. -Nash-. Señor, no creería usted cómo nos ha tratado ese Tommy… como se llame. ¡Si llega el caso…!

– Vuelvan y díganle al jefe de turno que me ha enviado Dan Wilhite. Díganle que es la casa de J.C. Kafesjian, de modo que no es un 459 normal. Si eso no le convence, hagan despertar al jefe Exley.

– Teniente…

Agarro una linterna, sigo el rastro del olor hasta una verja con una cadena cortada. Mierda. Dos doberman: sin ojos, el cuello rebanado, los dientes aferrados a unos trapos empapados en alguna sustancia. Destripados: entrañas, sangre. Un rastro de sangre en dirección a una puerta trasera forzada.

Dentro, gritos: dos hombres, dos mujeres. Junior:

– Ya he echado a los tipos de la comisaría. De modo que un 459, ¿eh?

– Explícame el asunto. No quiero interrogar a la familia.

– Bueno, estaban todos en una fiesta. A la mujer le dolía la cabeza, de modo que volvió antes en un taxi. Salió a buscar a los perros para encerrarlos y los encontró así. Llamó a Wilshire y Nash y Miller recibieron la denuncia. J.C, Tommy y la hija (los dos chicos viven aquí, también) llegaron a casa y montaron un escándalo al encontrarse unos policías en la sala de estar.

– ¿Has hablado con ellos?

– Madge, la mujer, me ha enseñado los daños ocasionados; después, J.C. la ha encerrado arriba. Han robado una vajilla de plata, la típica «herencia familiar de gran valor sentimental». Y los daños son una cosa muy rara. ¿Tú concibes algo así? En mi vida había visto un robo con escalo como éste.

Gritos, toques de claxon.

– No es ningún robo. ¿Y qué significa «una cosa muy rara»?

– Nash y Miller han dejado etiquetas de identificación. Ya las verás.

Barrí el patio con la linterna: pedazos de carne espumajosos. Veneno para los perros, sin duda. Junior:

– El tipo les dio esa carne, después los mutiló. Se manchó de sangre y luego entró con ella en la casa.

Sigo el rastro:

Marcas de palanca en la puerta trasera. En el porche, un lavadero; en el suelo, unas toallas ensangrentadas: el intruso se había limpiado con ellas.

La puerta de la cocina, intacta: el tipo había abierto el pestillo. No más sangre. Etiqueta en la prueba del fregadero: «Botellas de whisky rotas.» Etiqueta con anotación de lo robado de los cajones de la cómoda: «Vajilla de plata antigua.»

Ellos:

– ¡Tú, puta, dejar entrar en nuestra casa a unos policías desconocidos!

– ¡Papá, por favor, no!

– ¡Cuando necesitamos algo, siempre llamamos a Dan!

Una mesa de comedor; sobre ella, un montón de fotografías hechas pedazos: «Fotos familiares.» Lamentos de saxo en el piso de arriba.

Recorrí la casa.

Alfombras demasiado gruesas, sofás de terciopelo, papel pintado velludo. Ventiladores en las ventanas; imágenes de Jesucristo colocadas junto a ellos. Una alfombra con otra nota: «Discos rotos/cubiertas de discos.» El legendario Champ Dineen: Muuy calmoso; Una vida convencionaclass="underline" The Art Pepper Quartet; El Champ interpreta al Duke.

Elepés junto a un alta fidelidad; apilados en orden. Junior entró en la sala.

– Lo que te decía, ¿no? Algunos daños.

– ¿Quién hace ese ruido?

– ¿El saxo? Es Tommy Kafesjian.

– Ve arriba y sé agradable. Pide excusas por la intromisión y ofrécete a llamar al servicio de Control de Animales para que se encarguen de los perros. Pregunta a Kafesjian si quiere una investigación. Sé amable, ¿entiendes?

– Dave, ese tipo es un criminal.

– No te preocupes, yo estaré lamiéndole las suelas a su padre.

Del otro lado de las puertas cerradas, gritos:

– ¡PAPÁ, NO!

– ¡J.C., DEJA EN PAZ A LA CHICA!

Inquietantes. Junior fue arriba corriendo.

– ¡ESO ES, VETE!

Un portazo. «Papá» ante mis narices.

Primer plano de J.C.: un gordo seboso que se hace viejo. Corpulento, marcado de viruelas, arañazos sangrantes en la cara.

– Soy Dave Klein. Dan Wilhite me ha enviado para arreglar las cosas.

J.C., ceñudo:

– ¿Qué es tan importante como para impedirle venir en persona?

– Podemos hacer esto como usted quiera, señor Kafesjian. Si quiere una investigación, la haremos. Si quiere que busquemos huellas digitales, tal vez encontrar un nombre, lo haremos. Si quiere darle su merecido, Dan le apoyará hasta donde sea razonable, no sé si me entiende…

– Entiendo lo que me dice, y mi casa la limpio yo. Yo sólo trato con el capitán Dan; ni quiero desconocidos en mi salón.

Dos mujeres asomaron la cabeza. Morenas, delgadas de tipo. La hija saludó con la mano: uñas plateadas, gotas de sangre.

– Ya ha visto a mis chicas; ahora, olvídelas. No tiene por qué conocerlas.

– ¿Tiene idea de quién lo ha hecho?

– No le diré nada que pueda comentar por ahí. Quítese de la cabeza que le dé nombres de rivales en los negocios que podrían querer perjudicarme a mí y a lo mío.

– ¿Rivales en el negocio de la limpieza en seco?

– ¡No me venga con chistes! ¡Mire, mire!

Una etiqueta en una puerta: «Ropa estropeada.»

– ¡Mire, mire, mire! -J.C. tiró del pomo-. ¡Mire, mire, mire!

Miro: un pequeño vestidor. Clavadas con chinchetas a las paredes, pantalones de mujer con las perneras abiertas y la entrepierna desgarrada.

Manchas en la ropa; las huelo: semen.

– No tiene ninguna gracia. Les compro a Lucille y a Madge tanta ropa bonita que tienen que guardar una parte aquí abajo. Ese pervertido degenerado quería estropear las preciosidades de Lucille. ¡Mire!

Ropa de puta de Tijuana.

– Bonita.

– Ahora no se ríe, ¿verdad, chico de los recados de Wilhite? Esto ya no es tan divertido, ¿verdad?

– Llame a Dan. Dígale qué quiere que hagamos.

– ¡Mi casa la limpio yo!

– Buenas telas. ¿Su hija se paga la universidad trabajando, Kafesjian?

Puños cerrados/venas hinchadas/facciones sudorosas: el gordo seboso casi encima de mí.

Unos gritos en el piso de arriba.

Subí a la carrera. Una habitación a un lado del pasillo. Evalúo los daños:

Tommy K., de pie contra la pared. Porros en el suelo; Junior zarandeando al tipo con rudeza. Carteles de jazz, banderas nazis, un saxo sobre la cama.

Me eché a reír.

Una sonrisa congraciadora de Tommy, un tipo flaco y magro. Junior:

– ¡El jodido ha sacado la marihuana con todo el descaro! ¡Se está burlando del departamento!

– Sargento, pida disculpas al señor Kafesjian.

Junior, medio enfurruñado, medio chillando:

– ¡Dave…! ¡Dios…! Lo siento.

Tommy encendió uno de los porros y echó el humo a la cara de Junior. Desde el piso de abajo, el padre:

– ¡Ahora, largo! ¡Mi casa la limpio yo!

5

Dormir mal, no pegar ojo.

Me despertó una llamada de Meg: arregla el asunto de los alquileres retrasados, ningún comentario sobre el vestido de seda. «Claro, claro», respondí. Colgué y llamé a Jack Woods: veinte por ciento de cada dólar de alquileres que consiguiera. Él subió a veinticinco. De acuerdo.